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Aquel chico actuaba con naturalidad. Le hizo preguntas y respondió sin rodeos a las de ella. Era soldado, se llamaba Kenneth, tenía una mirada amable, y sin que pareciera inadecuado puso su mano sobre la de ella en presencia de otros veinte clientes. Se la apretó suavemente sobre la mesa y la mantuvo apretada.

Y ella no hizo nada por evitarlo.

Después se fue corriendo a la guardería, con la sensación de que la presencia de él la acompañaba.

Ahora ni el tiempo transcurrido ni la oscuridad lograban que su respiración volviera a su ritmo natural. No dejaba de morderse el labio. El móvil apagado la miraba acusador desde la mesa baja. Había terminado en una isla desde la que no veía ninguna perspectiva. Ni nadie a quien pedir consejo. Nadie a quien pedir perdón.

¿Cómo iba a seguir adelante?

La mañana la sorprendió aún vestida y desconcertada. La víspera, mientras hablaba con Kenneth, su marido la había llamado al móvil. Lo había comprobado. Iba a pedirle explicaciones por las tres llamadas perdidas. La llamaría para preguntar por qué no había respondido, y cuando ella inventara alguna historia temía que él fuera a descubrirla, por muy plausible que sonara. Él era más listo y mayor que ella, y tenía más experiencia en la vida. Iba a darse cuenta del engaño, y por eso todo su cuerpo temblaba.

Tenía por costumbre llamar a las ocho menos tres, justo antes de que ella saliera con Benjamin, lo sentara en la bici y su pusiera a pedalear. Hoy iba a cambiar de plan y saldría un par de minutos antes. Para poder hablar con él, pero sin que la estresara. Si no, iba a perder el control.

Ya había tomado al niño en brazos cuando el móvil traidor -aquella pequeña puerta, siempre disponible, que daba al mundo- se puso a zumbar y a girar sobre la mesa.

– ¡Hola, cielo! -saludó con voz controlada mientras sentía el pulso martilleando sus tímpanos.

– He intentado llamarte varias veces. ¿Por qué no me has llamado?

– Iba a hacerlo ahora mismo -le salió sin querer. Vaya, ya la había pillado.

– Pero si estás a punto de salir de casa con Benjamin, lo sé. Son las ocho menos un minuto. Te conozco.

Ella contuvo la respiración y depositó con cuidado al niño en el suelo.

– Está algo pocho hoy. Ya sabes, en la guardería prefieren que no vayan cuando tienen mocos verdes. Creo que tiene unas décimas -explicó, respirando con lentitud mientras todo su cuerpo pedía oxígeno a gritos.

– Vaya.

A ella no le gustó el silencio que siguió. ¿Esperaba él que ella dijera algo? ¿Había algo que se le había olvidado? Trató de centrarse en cualquier cosa. En algo que estuviera al otro lado de las ventanas. En la puerta entreabierta del jardín de enfrente. En las ramas desnudas. En la gente que iba al trabajo.

– Ayer llamé varias veces. ¿Has oído lo que te he dicho? -le preguntó.

– Ah, sí. Perdona, cariño, pero es que se me murió el móvil. Creo que tendremos que cambiar de batería pronto.

– Si la cargué el martes.

– Por eso te digo, es que se ha gastado muy pronto esta vez. En dos días estaba a cero, es bastante raro.

– ¿Y la has recargado tú? ¿Sabías cómo hacerlo?

– Claro -repuso, y se permitió una risa despreocupada. Le costó-. Está tirado, piensa que te he visto hacerlo muchas veces.

– Creía que no sabías dónde estaba el cargador.

– Sí, hombre.

Las manos de Mia temblaron. Él sabía que pasaba algo. Dentro de nada iba a preguntarle dónde había cogido el maldito cargador, y no tenía ni idea de dónde solía estar.

Piensa, piensa rápido, pensó, acelerada.

– Claro que… -y elevó el tono de voz-. Oh, no, Benjamin. ¡No, no hagas eso!

Dio al niño un empujón con el pie, para que reaccionara. Después le dirigió una mirada centelleante y volvió a empujarlo.

Cuando llegó la pregunta: «Pues ¿dónde estaba?», el niño rompió a llorar por fin.

– Hablaremos luego -dijo con tono de preocupación-. Benjamin se ha dado un golpe.

Apagó el móvil, se puso en cuclillas y le quitó el pelele al niño mientras lo besaba en la mejilla y canturreaba palabras tranquilizadoras.

– Tranquilo, Benjamin. Perdona, perdona, perdona. Mamá te ha empujado sin querer. ¿No quieres un pastelito?

Y el niño se sorbió las lágrimas, la perdonó y asintió con mirada triste. Su madre le dio un cuento ilustrado mientras se iba dando cuenta poco a poco del alcance de la catástrofe: su casa medía trescientos metros cuadrados, y el cargador del móvil podía estar en cualquier hueco del tamaño de un puño.

Una hora más tarde no había un cajón, ni un mueble, ni una estantería de la planta baja sin registrar.

Una duda la atravesó: ¿y si solo tenían un cargador? ¿Y si se lo había llevado él? ¿Tenía un móvil de la misma marca que el de ella? Ni siquiera lo sabía.

Dio de comer al pequeño con gesto de preocupación, y reconoció lo que sucedía. Su marido se había llevado el cargador.

Sacudió la cabeza y limpió con la cuchara los labios del niño. No, cuando comprabas un teléfono móvil te daban siempre un cargador. Por supuesto. Y por eso, seguro que había en alguna parte una caja para su móvil con su manual de instrucciones, y probablemente también un cargador sin usar. Debía de estar en alguna parte, pero no allí, en la planta baja.

Miró hacia la escalera al primer piso.

Había sitios de la casa adonde no iba casi nunca. De ninguna manera porque él se lo tuviera prohibido, pero así era. Él, por su parte, tampoco entraba nunca en su sala de costura. Ambos tenían sus intereses, sus oasis y sus horas para cada uno; pero él más que ella.

Tomó al niño en brazos, subió la escalera y se colocó ante la puerta del despacho de él. Y si encontraba la caja con el cargador del móvil en uno de sus cajones o armarios, ¿cómo iba a explicar que había andado revolviendo en ellos?

Empujó la puerta.

Al contrario que su propio cuarto, que estaba enfrente, aquel carecía de energía. Le faltaba esa irradiación de color y pensamiento creativo que ella cultivaba. Allí solo había superficies beis y grises, nada más.

Abrió de par en par todos los armarios empotrados y observó el interior casi vacío. Si hubieran sido sus propios armarios, habrían estado rebosantes de diarios húmedos de llanto y chismes acumulados a lo largo de cientos de días felices pasados con sus amigas.

En la estantería había unos cuantos libros apilados. Libros relacionados con el trabajo de su marido. Sobre tipos de armas y trabajo policial, cosas de ese estilo. Después había un montón de libros sobre sectas religiosas. Sobre los Testigos de Jehová, los Niños de Dios, los mormones y muchas otras sectas de las que nunca había oído hablar. Qué raro, pensó un segundo; después se puso de puntillas para ver lo que había en las estanterías superiores.

Tampoco allí había nada especial.

Entonces tomó al niño en brazos y, con la mano libre, fue abriendo los cajones del escritorio uno a uno. Aparte de una piedra de afilar como la que usaba su padre para afilar la navaja de pescador, no había nada que llamara la atención. Solo papel, sellos de goma y un par de cajas sin abrir de disquetes de ordenador de los que nadie usaba ya.

Cerró la puerta con sus emociones congeladas. En aquel momento, ni se conocía a sí misma ni conocía a su marido. Era aterrador y surrealista. No se parecía a nada que hubiera experimentado hasta entonces.

Notó que la cabeza del pequeño caía sobre su hombro y sintió una respiración acompasada en el cuello.

– Oh, ¿te has dormido, corazón? -susurró, mientras lo acomodaba en la cuna. Ahora tenía que procurar no perder el control. Todo debía seguir como de costumbre.

De modo que llamó por teléfono a la guardería.

– Benjamin está tan mocoso que no me atrevo a llevároslo. Solo quería decir eso, perdona que llame tan tarde -se excusó mecánicamente, y olvidó decir gracias cuando le desearon una pronta recuperación.