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Luego se volvió hacia el pasillo y se quedó mirando a la puerta estrecha que había entre el despacho de su marido y el dormitorio. Una vez lo ayudó a subir hasta allí un montón de sus cajas de mudanza. La diferencia que había entre los dos era el lastre que llevaban. Ella llegó con un par de muebles de Ikea de su cuarto de la residencia de estudiantes, mientras que él se llevó todo lo que había acumulado durante los veinte años correspondientes a la diferencia de edad entre ambos. Por eso había en las habitaciones muebles de todas épocas, y por eso estaba el espacio tras la puerta lleno de cajas de cartón cuyo contenido ignoraba por completo.

El alma se le cayó a los pies en cuanto abrió la puerta y miró dentro. El espacio medía menos de metro y medio de ancho, pero era lo bastante grande para que cupieran cuatro cajas a lo ancho y otras cuatro a lo alto. Las cajas llegaban justo hasta la ventana Velux. Habría por lo menos unas cincuenta.

Mayormente cosas de mis padres y de mis abuelos, fue lo que le dijo él. Ya las echaría a la basura a su debido tiempo. No tenía ningún hermano con quien poder hablar de ello.

Miró el muro de cajas de cartón y renunció enseguida. No tenía sentido guardar allí el embalaje de un móvil. Era un espacio en el que parecía que el pasado se hubiera cerrado sobre sí mismo.

Claro que… pensó mientras fijaba la mirada en varios abrigos de cuellos enormes que estaban tirados en un montón sobre las cajas de atrás. ¿No había un bulto en la mitad? ¿Podría haber algo escondido debajo?

Extendió el brazo por encima de las cajas, pero no llegaba. Entonces se subió a la montaña de cajas, se apoyó en las rodillas y avanzó a gatas un par de pasos. Apartó los abrigos y comprobó decepcionada que no había nada debajo. Entonces una rodilla se le hundió en la tapa de una caja.

Mierda, pensó. Ahora él sabría que había estado allí.

Retrocedió un poco, ajustó la tapa y comprobó que no se había producido daño alguno.

Fue allí donde aparecieron los recortes de periódico. No eran tan antiguos, desde luego nada que los padres de su marido hubieran guardado. Era un poco raro que su marido coleccionara aquellos recortes, pero tal vez reflejaran un trabajo o un interés que había olvidado ya.

– Menos mal -murmuró. ¿Por qué le interesarían tanto los artículos sobre los Testigos de Jehová?

Echó un vistazo a los recortes. El material no era tan homogéneo como pudiera pensarse. Entre artículos sobre diversas sectas, había también recortes sobre cotizaciones de Bolsa, análisis bursátiles, identificación por ADN y hasta recortes de hacía quince años sobre casas de veraneo y segundas residencias en venta en Hornsherred. Probablemente nada que fuera a necesitar ya. Puede que algún día le preguntara si no había que vaciar aquel cuarto. Así podrían tener un armario de los que te cuelas dentro. ¿Quién no quería tener uno así?

Se dejó caer hasta el suelo mientras una sensación de alivio la inundaba. Una nueva idea le rondaba la cabeza.

Después, por si acaso, deslizó la mirada una vez más por el paisaje de cajas de cartón y no le pareció que la abolladura de la caja del medio se notara mucho. No, seguro que él no se daría cuenta.

Después cerró la puerta.

La idea era comprar un cargador. Aquí y ahora. Cogería del dinero que había ahorrado para gastos de la casa, él desconocía su existencia. Después iría en bici a la tienda Sonofon de Algade y compraría el cargador. Cuando volviera a casa lo rayaría con arena del arenero de Benjamin, para que pareciera viejo y gastado, lo dejaría en la cesta junto a la entrada donde estaban los gorros y guantes de Benjamin y señalaría allí la próxima vez que le preguntara su marido.

Por supuesto que él se preguntaría de dónde había salido, y a ella le extrañaría que se lo preguntara. Propondría que alguien podría haberlo dejado olvidado, en caso de que no fuera el suyo.

Y entonces recordaría cuándo habían tenido invitados en casa. Había ocurrido varias veces, aunque hacía mucho tiempo de aquello. La reunión de copropietarios. La asistente sanitaria. Sí, era perfectamente posible que alguien lo hubiera dejado olvidado, aunque era extraño, porque ¿quién se lleva el cargador cuando va de visita?

Cuando Benjamin durmiera la siesta tendría el tiempo justo para ir a la tienda en bici y comprar el cargador. Sonrió para sí pensando en la expresión de sorpresa de su marido cuando exigiera ver el cargador y ella lo sacara sin más de la cesta de los guantes. Repitió la frase varias veces para darle el peso y tono correctos.

– Ah, ¿no es el nuestro? Qué raro, se lo ha debido de dejar alguien. A lo mejor alguno de los invitados al bautizo.

Sí, la explicación era evidente. Simple y singular, a prueba de balas.

Capítulo 8

Si Carl había dudado alguna vez de la palabra de Rose, desde luego ya no la ponía en duda. Apenas se había permitido alzar su voz cansada contra el interminable proyecto que tenía Rose de descodificar el mensaje de la botella, cuando ella abrió muchísimo los ojos y le soltó que joder, que estaba hasta los ovarios y que se metiera por el culo los cascos de la condenada botella.

Para cuando fue a protestar, Rose se había echado el bolso al hombro y se había largado. Hasta Assad se asustó, y se quedó un rato paralizado con los dientes hincados en un cuarto de pomelo.

Se quedaron un rato en silencio.

– A ver si ahora nos manda a su hermana, o sea -se oyó en cámara lenta, mientras el pedazo de pomelo caía con pesadez en la mano de Assad.

– ¿Dónde está tu alfombra de rezar? -gruñó Carl-. Reza para que no ocurra, a ver si hay potra.

– ¿A ver si hay…?

– A ver si hay suerte, Assad.

Carl señaló con la cabeza hacia el gigantesco mensaje.

– Vamos a quitar el mensaje de la puerta, ahora que ella no está.

– ¿Vamos?

Carl hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Tienes razón, Assad. ¿Puedes bajarlo de ahí y colgarlo junto a ese sistema que has hecho con cordeles? Pero deja un par de metros de separación, ¿vale?

Se quedó un rato observando con cierto recogimiento el mensaje original de la botella. Pese a que para entonces había pasado por muchas manos, y no todos habían tenido la misma actitud hacia el carácter de prueba que tenía el material, ni se le pasó por la cabeza dejar de ponerse sus guantes de algodón.

El papel se quebraba con facilidad. Y cuando se estaba a solas con él en la mano, como lo estaba él, se sentía algo muy especial. Marcus lo llamaba sensación nasal, el viejo Bak lo llamaba Spitzgefühl, su casi ex lo llamaba intuición acentuando mucho la u. Pero no importaba cómo coño se llamara, el caso es que aquel texto breve le escocía por dentro. Su autenticidad saltaba a la vista. Hecho con prisas. Seguramente sobre una mala base. Escrito con sangre y con un utensilio de escritura desconocido. ¿Podría haber sido una pluma mojada en sangre? No, era imposible. Los trazos eran incontrolados. A veces parecía que habían apretado demasiado, otras demasiado poco. Sacó la lupa y trató de hacerse una idea de las depresiones e irregularidades, pero el documento estaba muy deteriorado. Donde antes había depresiones la humedad podía haberlas alisado, y al revés.

Vio ante sí el rostro pensativo de Rose y dejó a un lado el mensaje. Cuando ella volviera al día siguiente iba a decirle que se tomara la semana para trabajar en él. Después tendrían que seguir con otras cosas.

Estuvo pensando en pedir a Assad que le preparase uno de sus brebajes almibarados, pero dedujo por los gruñidos procedentes del pasillo que aún no había terminado de refunfuñar por tener que andar subiendo y bajando por la escalera y moviéndola cada dos por tres. Quizá debiera decirle que había una escalera igual en un armario de la Asociación Funeraria de la Policía, pero, hablando en plata, no le dio la gana. De todas formas iba a terminar el traslado en una hora, más o menos.