Carl miró el viejo expediente del incendio de Rødovre. Después de volver a leerlo una vez más tendría que enviar la carpeta al inspector jefe de Homicidios, para que la archivara en la montaña de expedientes que se acumulaban en su escritorio.
El caso se refería a un incendio ocurrido en Rødovre en 1995. Un tejado recién renovado de una blanca mansión señorial de Damhusdalen se partió de pronto en dos, y las llamas devoraron el piso superior en unos pocos segundos. En el lugar del incendio encontraron un cadáver. El dueño de la casa no conocía al difunto, pero un par de vecinos confirmaron que habían visto luz en las ventanas del techo durante toda la noche. Como no pudieron identificar el cadáver, se concluyó que sería un mendigo que se había descuidado con el gas en la cocina. Pero cuando la empresa abastecedora de gas informó de que la casa tenía cortado el suministro, el caso se trasladó a la Brigada de Homicidios de Rødovre, donde se quedó almacenando polvo en el fondo de los armarios archivadores hasta el día que se creó el Departamento Q. También allí podría haber llevado una existencia igual de inadvertida si no hubiera sido porque Assad se fijó en la falange del dedo meñique de la mano izquierda del cadáver.
Carl agarró el teléfono y tecleó el número del inspector jefe, pero desgraciadamente la voz que oyó fue la de la señora Sørensen, que lo ponía melancólico.
– Solo una cosa, Sørensen -empezó-, ¿cuántos casos…?
– Vaya, el hombre del saco. Te pongo con alguien a quien no des dentera.
Un día de aquellos Carl iba a regalarle un exótico animal venenoso.
– Dime, vida -se oyó la voz sinuosa de Lis.
Menos mal. Así que la señora Sørensen conocía la compasión.
– ¿Puedes decirme en cuántos de los últimos casos de incendio hemos conocido la identidad de las víctimas?
– ¿Los últimos, dices? Ha habido tres, y solo sabemos la identidad de una de las víctimas, y tampoco es seguro.
– ¿No es seguro?
– Bueno, tenemos un nombre de pila de una medalla que llevaba puesta, pero no sabemos quién es. Podría ser de otro.
– Hmm. Dime otra vez dónde fueron los incendios.
– ¿No has leído los expedientes?
– Más o menos -contestó, y resopló con fuerza-. Hemos encontrado uno en Rødovre en 1995. ¿Y vosotros…?
– Uno el sábado pasado en Stockholmsgade, uno al día siguiente en Emdrup y el último en el noroeste.
– Stockholmsgade, suena elegante. ¿Sabes cuál de los edificios ha salido mejor parado?
– El del noroeste, creo. Está en Dortheavej.
– ¿Se ha descubierto alguna conexión entre los incendios? ¿Propietarios? ¿Renovaciones? ¿Vecinos que vieran la luz encendida toda la noche? ¿Vínculos terroristas?
– Que yo sepa, no. Pero hay varios agentes en ello, pregunta a alguno.
– Gracias, Lis. Aunque, a fin de cuentas, no es mi caso.
Le dio las gracias con voz grave, esperando causar impresión, y después volvió a dejar la carpeta sobre la mesa. Estaba pensando que lo debían de tener controlado cuando oyó voces en el pasillo. Seguro que había vuelto aquel puntilloso chupatintas de la Inspección de Trabajo para quejarse un poco más de las condiciones de seguridad en el trabajo.
– Pues sí, entonces, está dentro -oyó que graznaba la traicionera voz de Assad.
Carl miró fijamente a una mosca que se abría paso por la estancia. Si calculaba bien el momento, podría chafarla en la jeta del tipo.
Se colocó frente a la puerta con la carpeta de Rødovre preparada para golpear.
Entonces apareció un rostro que no conocía.
– Hola -saludó, adelantando la mano-. Me llamo Yding. Subcomisario de policía del distrito Oeste. Ya sabes, de Albertslund.
Carl movió la cabeza arriba y abajo.
– ¿Yding? ¿Qué es, nombre o apellido?
El hombre sonrió al oírlo. A lo mejor no lo sabía ni él.
– Vengo en relación con los incendios de los últimos días. Ayudé a Antonsen en la investigación de Rødovre de 1995. Marcus Jacobsen quiere tener un informe verbal y ha dicho que hablara contigo, para que me presentaras a tu asistente.
Carl respiró aliviado.
– Acabas de hablar con él. Es el que está subido a la escalera.
Yding se frotó los ojos.
– ¿El de ahí fuera?
– Sí, ¿no te vale? Pues sacó el título de asesor policial en Nueva York, y ha hecho un curso de especialista en Scotland Yard como analista de ADN de imágenes.
Yding se tragó la bola y asintió respetuoso con la cabeza.
– ¡Assad, ven un momento! -gritó Carl mientras atosigaba a la mosca con la carpeta.
Hizo las presentaciones entre Yding y Assad.
– ¿Has terminado el traslado? -preguntó.
Los párpados de Assad parecían terriblemente pesados. Era suficiente respuesta.
– Marcus Jacobsen me ha dicho que el expediente original de Rødovre estaba aquí -explicó Yding, tendiendo la mano-. Que tú me dirías dónde.
Assad levantó el dedo índice hacia la mano de Carl en el momento en que este tenía la carpeta en el aire.
– Está ahí -informó Assad-. ¿Alguna cosa más?
Aquel día no estaba para bromas. Lo de Rose era una auténtica putada.
– El inspector jefe de Homicidios acaba de preguntarme por una cosa que no recuerdo bien. ¿Puedo echar un vistazo a los informes?
– Sí, hombre -lo invitó Carl-. Tenemos trabajo, así que tendrás que disculparnos.
Se llevó a Assad al otro lado del pasillo y se sentó en la mesa de su ayudante, bajo una preciosa reproducción de ruinas de color arena. Ponía «Rasafa», fuera lo que fuese.
– ¿Tienes algo en el puchero, Assad? -preguntó, señalando el samovar.
– Puedes tomar la última taza, Carl. Haré más para mí.
Sonrió. Sus ojos decían jódete.
– En cuanto se vaya el tipo, tú y yo vamos a salir a dar una vuelta.
– ¿Adónde?
– Al noroeste, a ver una casa casi destruida por el fuego.
– Pero no es nuestro caso, Carl. Los demás van a cabrearse, o sea.
– Sí, bueno, puede que al principio. Pero ya se les pasará.
Assad no parecía convencido. Después su expresión cambió.
– He descubierto otra letra en la pared -comunicó-. Y tengo, entonces, una mala sospecha.
– ¡Vaya! ¿Y…?
– No voy a decirlo. Te vas a reír.
Parecía la noticia alegre del día.
– Gracias -dijo Yding desde la puerta entreabierta, con la mirada fija en la taza decorada con elefantes saltarines de la que bebía Carl-. Me llevo esto un momento donde Jacobsen, ¿vale?
Les enseñó un par de informes, y ambos hicieron un gesto afirmativo.
– Ah, por cierto, tengo que daros recuerdos de un conocido. Lo he visto antes en la cantina. Es Laursen, el de la Científica.
– ¿Tomas Laursen?
– Sí.
Carl arrugó el entrecejo.
– Pero si ganó diez millones en la loto y dejó el trabajo. Siempre decía que estaba hasta el gorro de tantos muertos. ¿Qué hace aquí? ¿Ha vuelto a vestirse el mono?
– Por desgracia, no, aunque a la Policía Científica no le habría venido mal. Lo único que se ha puesto es un delantal. Trabaja en la cantina.
– No me jodas.
Carl vio ante sí al macizo jugador de rugby. Le costaba trabajo imaginárselo con un delantal de cocina.
– ¿Qué ha pasado? Había invertido en todo tipo de empresas.
Yding asintió con la cabeza.
– Exacto. Y ahora todo se ha esfumado. Es una pena.
Carl sacudió la cabeza. Valiente recompensa por haber intentado actuar con sensatez. Menos mal que él no tenía un céntimo.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Dice que un mes. ¿Nunca subes a la cantina?
– No, ni de coña. Hay diez mil escaleras hasta la cocina de campaña. Ya te habrás dado cuenta de que el ascensor no funciona.
Eran incontables las ocupaciones e instituciones que albergaron los seiscientos metros de Dortheavej a lo largo de los años. Ahora había allí un centro de acogida, un estudio de grabación, una autoescuela, una casa de cultura, asociaciones étnicas y muchas cosas más. Un viejo barrio industrial que a primera vista nada podía borrar; a menos que ardiera, como el almacén de K. Frandsen Mayorista.