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El desescombro del patio exterior estaba casi terminado, no así el trabajo de los investigadores. Varios compañeros le negaron el saludo, qué se le va a hacer. Carl lo interpretó como envidia, aunque sería el único que lo hiciera. Le importaba un bledo.

Se plantó en medio del patio frente a la entrada de K. Frandsen y su mirada describió una panorámica de los estragos. No era ninguna construcción digna de guardar, pero la verja galvanizada era nueva. Un contraste llamativo.

– Ya he visto casas así en Siria, Carl. Cuando el horno de petróleo se calentaba demasiado… ¡bum! -explicó Assad mientras giraba los brazos como aspas de molino para ilustrar la detonación.

Carl dirigió la mirada al primer piso. Parecía como si el techo se hubiera alzado y después hubiera vuelto a caer en su sitio. Había gruesos trazos de hollín debajo del alero y hasta media altura de las placas de uralita. Las ventanas Velux estaban destrozadas.

– Sí, debió de ocurrir muy rápido -aventuró, mientras se preguntaba por qué la gente deseaba vivir en un sitio tan abandonado de la mano de Dios y falto de encanto. Tal vez fuera esa la palabra clave. Tal vez no fuera un acto voluntario.

– Carl Mørck, del Departamento Q -se presentó cuando uno de los jóvenes policías pasó a su lado-. ¿Podemos subir a echar un vistazo? ¿Han terminado los peritos?

El tipo se encogió de hombros.

– Aquí no vamos a terminar hasta que lo hayan demolido todo -replicó-. Pero andad con cuidado. Hemos colocado planchas en el suelo para no caer, pero no es ninguna garantía.

– ¿K. Frandsen Mayorista? ¿Qué importaban, entonces? -le preguntó Assad.

– Todo tipo de material para imprenta. Es una empresa legal -informó el agente de policía-. No sabían que viviera nadie en el desván, así que los empleados estaban conmocionados. Tuvieron suerte de que no se quemara todo.

Carl asintió en silencio. Ese tipo de actividades debían ubicarse a menos de seiscientos metros de un cuartel de bomberos, como en aquel caso. Menuda suerte tuvieron de que el cuerpo de bomberos local sobreviviera a la ridícula reestructuración impuesta por la Unión Europea.

El primer piso estaba calcinado, tal como esperaban. Las planchas de aglomerado de las paredes colgaban en jirones; los tabiques parecían chapiteles desmochados, igual que los cimientos de la Zona Cero. Un mundo de destrucción, tiznado de hollín.

– ¿Dónde estaba el cadáver? -preguntó Carl a un hombre mayor que se presentó como perito de incendios de la compañía de seguros.

El hombre señaló una mancha en el suelo que atestiguaba con claridad dónde había estado.

– Hubo dos explosiones potentes que llegaron en dos tandas casi seguidas -explicó-. La primera provocó el incendio, y la segunda absorbió el oxígeno, apagando así el fuego.

– O sea que ¿no fue un incendio en el sentido habitual, en el que el monóxido de carbono mató a la víctima? -preguntó Carl.

– No.

– ¿Crees que el hombre quedó sin sentido con la primera detonación y después se quemó poco a poco?

– No lo sé. Queda tan poco del cadáver que es difícil saberlo. Apenas se encuentran restos de vías respiratorias en un cadáver como este, y por eso no podemos decir nada sobre la concentración de hollín en pulmones y tráquea -observó, sacudiendo la cabeza-. Resulta difícil creer que el cadáver pudiera quedar tan maltrecho en tan poco tiempo. También se lo dije a tus compañeros de Emdrup el otro día.

– ¿A saber…?

– Pues que creía que el incendio estaba organizado de tal modo que debía ocultar que la víctima murió de hecho en otro incendio que no tenía nada que ver con aquel.

– O sea, que crees que han traído hasta aquí el cadáver. ¿Y qué te dijeron ellos?

– Bueno, creo que estuvieron de acuerdo conmigo en todo.

– Así que ¿es un asesinato? Matan a un hombre, lo queman y después lo llevan al lugar de otro incendio.

– Sí, claro que no sabemos si a la víctima la habían asesinado la primera vez. Pero sí, en mi opinión es muy probable que hayan cambiado el cadáver de sitio. No entiendo que un incendio tan corto en el tiempo, por muy violento que haya sido, pueda quemar un cadáver hasta reducirlo a un esqueleto.

– ¿Has estado en las otras casas quemadas? -preguntó Assad.

– Podría haber estado, porque trabajo para varias aseguradoras, pero no, fue un colega mío quien estuvo en Stockholmsgade.

– Los demás incendios ¿se produjeron en el mismo tipo de local que este? -preguntó Carl.

– No, solo tenían en común que todos estaban vacíos. Por eso era natural pensar que las víctimas eran gente sin hogar.

– ¿Crees que todos los incendios han sido iguales? Es decir, ¿colocaron a todos los muertos en un local vacío y volvieron a quemarlos? -se interesó Assad.

El hombre de la aseguradora dirigió a aquel extraño agente una mirada sosegada.

– Creo que en muchos aspectos puede suponerse que sí.

Carl alzó la vista y observó las ennegrecidas vigas del techo.

– Tengo dos preguntas para ti; después te dejaremos en paz.

– Adelante.

– ¿Por qué dos explosiones? ¿Por qué no dejar que se quemara todo rápidamente? ¿Tienes alguna idea?

– Lo único que se me ocurre es que el incendiario quería controlar los daños.

– Gracias. La otra pregunta es si podemos telefonearte en caso de tener más preguntas.

El hombre sonrió y buscó su tarjeta de visita.

– Por supuesto. Me llamo Torben Christensen.

Carl buscó en vano una tarjeta en el bolsillo, aunque ya sabía que no tenía ninguna. Un quehacer más para Rose cuando volviera.

– No lo entiendo -admitió Assad, que estaba junto a ellos, haciendo rayas en el hollín de la pared abuhardillada. Estaba claro que era de los que cuando tienen un poco de pintura en el dedo son capaces de extenderla por todas partes. Desde luego, en aquel momento llevaba hollín suficiente en el rostro y en la ropa como para cubrir una mesa de tamaño mediano-. No entiendo qué puede significar eso de lo que habláis. Debe haber una conexión, entonces. Entre eso del anillo en el dedo o el dedo que ya no está, y los muertos y los incendios y todo eso.

Después se volvió de pronto hacia el perito de la aseguradora.

– ¿Cuánto dinero pide la empresa, o sea, por esto? Vamos, que la casa es vieja, está hecha un cristo.

El perito frunció las cejas. La idea de fraude estaba servida, pero él no estaba necesariamente de acuerdo.

– Sí, el edificio está deteriorado, pero aun así hay que dar una compensación a la empresa. Se trata de un seguro contra incendios. No de un seguro contra hongos y podredumbre.

– ¿Entonces, cuánto?

– Bueno, yo diría que unas setecientas, ochocientas mil coronas.

Assad soltó un silbido.

– ¿Van a construir algo nuevo sobre el piso bajo dañado, entonces?

– Eso depende de la empresa asegurada.

– O sea, que podrían derrumbarlo todo si quieren.

– Pues sí.

Carl miró a Assad. Sí, se le había ocurrido algo.

Camino del coche, a Carl le dio la sensación de que en la siguiente curva iban a adelantar por la derecha a sus adversarios, y esta vez no iban a ser unos delincuentes, sino la Brigada de Homicidios.

Vaya triunfo si consiguieran tomarles la delantera.

Carl hizo un gesto reservado de saludo a los compañeros que seguían en el patio exterior. No tenía ganas de hablarles.

Que se las arreglaran para averiguar lo que deseaban saber.

Assad frenó un segundo junto al coche patrulla y se quedó leyendo un cartel escrito con letras verdes, blancas, negras y rojas, pegado en una pared pulcramente encalada.