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En la tierra, el agujero estaba forrado con una bolsa de plástico amarillo, y encima había un pedazo de papel de colores doblado.

Sonrió cuando lo desplegó.

Después lo metió en el bolsillo.

En el interior de la casa comunitaria observó un buen rato a aquella niña de pelo largo y a su hermano Samuel, de sonrisa rebelde. Allí estaban, confiados, con los demás miembros de la comunidad. Los que podían seguir viviendo en la ignorancia y los que muy pronto iban a vivir con una certidumbre que iba a resultarles insoportable.

La pavorosa certidumbre de lo que él iba a causarles.

Tras los cánticos, los asistentes lo rodearon y acariciaron su cabeza y torso. Así era como expresaban el júbilo que sentían por que él buscase a la Madre de Dios. Así correspondían a su confianza, y todos estaban felices y contentos porque debían mostrarle el camino a la verdad eterna. Después los asistentes retrocedieron un paso y extendieron los brazos hacia el cielo. Dentro de poco empezarían a pasarse la mano abierta por encima uno a otro. Las caricias continuarían hasta que uno de ellos cayera al suelo y ofreciera a la Madre su cuerpo tembloroso. Ya sabía quién iba a ser. El éxtasis fluía ya de las pupilas de la mujer. Una joven madre menuda cuya mayor hazaña eran tres niños gordos que saltaban a su lado.

También él gritó con los demás hacia el techo cuando ocurrió. La diferencia era que él retuvo en su interior lo que los demás trataban, por todos los medios, de quitarse de encima. El diablo de su corazón.

Cuando los miembros de la comunidad se despidieron en la escalera, avanzó el pie con disimulo y puso la zancadilla a Samuel, y el chico cayó al vacío desde el peldaño superior.

El chasquido de la rodilla de Samuel al golpear el suelo sonó a liberación. Como el chasquido del cuello en un ahorcamiento.

Todo iba como debía.

En adelante mandaba él. En adelante todo iría como él quería.

Capítulo 10

Cuando llegaba a su casa de Rønneholtparken a esa hora de la noche, cuando el brillo azulado de los televisores salía de los bloques de hormigón y en todas las cocinas se veían siluetas de amas de casa, solía sentirse como un músico sordo en una orquesta sinfónica y sin partitura.

Seguía sin comprender por qué había ocurrido. Por qué se sentía tan excluido.

Si un contable con 1,54 de cintura y una friki de los ordenadores con brazos como palillos eran capaces de establecer una vida familiar, ¿por qué coño no podía hacerlo él?

Devolvió con cautela el saludo de su vecina Sysser, que estaba en su cocina friendo algo bajo una luz gélida. Menos mal que había vuelto a sus dependencias después de la pifia del lunes por la mañana. De lo contrario, Carl no habría sabido qué hacer.

Miró cansado al letrero de su puerta, donde su nombre y el de Vigga habían ido cubriéndose de correcciones. No era porque se sintiera solo con Morten Holland, Jesper y Hardy en casa; en aquel momento, al menos, oía la algarabía al otro lado del seto. Podía decirse que también era una especie de vida familiar.

Aunque no era el tipo de familia que había soñado.

Normalmente solía captar desde el vestíbulo en qué consistía el menú, pero lo que penetraba en sus fosas nasales esta vez no era el aroma de ningún alarde culinario de Morten. Al menos es lo que esperaba.

– ¡Muy buenas! -gritó hacia la sala, donde solían hacerse compañía Morten y Hardy. Ni un alma. Pero fuera, en la terraza, había gran actividad. En medio de la terraza, junto a un calefactor, divisó la cama de Hardy, con goteros y todo, y a su alrededor había un grupo de vecinos con plumíferos consumiendo salchichas asadas a la parrilla y cervezas a morro. A juzgar por la expresión atontada de sus rostros, llevaban en ello ya un par de horas.

Carl trató de localizar el olor acre del interior, y llegó hasta un puchero en la mesa de la cocina cuyo contenido recordaba más que nada a comida de bote recalentada y reducida hasta carbonizarse. Muy desagradable. También para la futura existencia del puchero.

– ¿Qué pasa? -preguntó al llegar a la terraza con la mirada fija en Hardy, que sonreía en silencio bajo cuatro edredones.

– ¿Sabías que Hardy tiene un puntito en la parte de arriba del brazo donde siente? -inquirió Morten.

– Sí, es lo que dice.

Morten parecía un chico que tenía por primera vez en sus manos una revista con mujeres desnudas e iba a abrirla.

– ¿Y sabías que tiene algo de reflejos en los dedos anular e índice?

Carl sacudió la cabeza y miró a Hardy.

– ¿Qué es esto? ¿Un concurso sobre temas neurológicos? Si es así, paramos en las regiones inferiores, ¿de acuerdo?

Morten mostró su dentadura manchada de vino tinto al sonreír.

– Y hace dos horas Hardy ha movido un poco la muñeca, Carl. De verdad, joder. Ha sido suficiente para que la cena se quemara.

Abrió los brazos entusiasmado para que todos pudieran apreciar su figura corpulenta. Parecía estar dispuesto a saltar a sus brazos. Que no se le ocurriera.

– Déjame ver, Hardy -dijo Carl con sequedad.

Morten retiró los edredones, dejando al descubierto la piel lechosa de Hardy.

– A ver, viejo, vuelve a hacerlo -dijo Carl mientras Hardy cerraba los ojos y apretaba los dientes hasta tensar los músculos de sus mandíbulas. Era como si todos los impulsos del cuerpo recibieran órdenes de bajar por las vías nerviosas hasta aquella muñeca fuertemente vigilada. Y los músculos faciales de Hardy empezaron a temblar y siguieron temblando un buen rato hasta que al final tuvo que soltar el aire y darse por vencido.

– Ohhh -dijo la gente de alrededor, a la vez que lo animaban de todas las formas posibles. Pero la muñeca no se movió.

Carl hizo un guiño consolador a Hardy y se llevó a Morten hacia el seto.

– Exijo una explicación, Morten. ¿Para qué has montado todo este belén? Joder, está bajo tu responsabilidad, es tu trabajo. O sea que deja de darle esperanzas al pobre, y deja de convertirlo en un número de circo. Ahora subo a ponerme el chándal, y mientras tanto tú manda a la gente a casa y vuelve a poner a Hardy en su sitio, ¿vale? Ya hablaremos luego.

No quería oír más cuentos chinos. Que se los contara al resto del público.

– Repite lo que has dicho -dijo Carl media hora más tarde.

Hardy miró pausadamente a su antiguo compañero. Era digno de ver, tumbado allí, cuan largo era.

– Es verdad, Carl. Morten no lo ha visto, pero estaba al lado. He sentido un tirón en la muñeca. Siento también algo de dolor en el hombro.

– ¿Y por qué no puedes volver a hacerlo?

– No sé qué he hecho exactamente, pero era algo controlado. No era un tirón sin más.

Carl puso la mano en la frente de su amigo paralizado.

– Que yo sepa, eso es casi imposible, pero te creo, de acuerdo. Lo que no sé es qué vamos a hacer al respecto.

– Yo sí lo sé -declaró Morten-. Hardy tiene un punto junto al hombro que conserva la sensibilidad. Es ahí donde siente el dolor. Creo que debemos estimular ese punto.

Carl sacudió la cabeza.

– Hardy, ¿estás seguro de que es una buena idea? A mí me parece pura charlatanería.

– Bueno, ¿y qué? -dijo Morten-. De todas formas, yo tengo que estar con él. No perdemos nada.

– Puedes quemar todos los pucheros.

Carl miró hacia el pasillo. Una vez más faltaba un abrigo en el colgador.

– ¿No iba a comer Jesper con nosotros?

– Está en Brønshøj, donde Vigga.

Parecía extraño. ¿Qué pintaba Jesper en aquella cabaña helada? Además, odiaba al último novio de Vigga. No porque el tío escribiera versos y llevara unas gafas enormes. Más bien porque también los leía en voz alta y exigía atención.