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– ¡Interesante! Y, por lo demás, ¿qué te parece el mensaje en sí? ¿Vale la pena seguir insistiendo, o es solo una gamberrada?

– ¡Una gamberrada! -Laursen levantó el labio superior y dejó al descubierto dos paletas ligeramente cruzadas. Aquello no significaba que fuera a reírse, sino más bien que había que escucharle-. Las depresiones que veo en ese papel muestran una escritura temblorosa. La punta de la astilla que ves ahí ha abierto un surco delgado y profundo hasta que se ha roto. En algunos sitios se ve tan claro que parece el surco de un disco de vinilo.

Sacudió la cabeza.

– No, Carl, me parece que no es una gamberrada. Parece estar escrito por alguien a quien le temblaba la mano. Tal vez debido a su situación, pero también puede que la persona estuviera aterrorizada. A primera vista, yo diría que esto es algo serio. Claro que nunca se sabe.

Entonces intervino Assad.

– Cuando ves tan de cerca las letras y los surcos, ¿puedes ver más letras, entonces?

– Sí, un par, pero solo hasta donde se rompe la punta del útil de escritura.

Assad le pasó una copia del enorme mensaje de la pared.

– ¿Podrías escribir aquí las letras que crees que faltan? -solicitó.

Laursen asintió en silencio y volvió a colocar la lupa sobre el mensaje original. Después de escrutar un rato las primeras líneas, dijo:

– Bueno, es lo que me parece, pero no pondría la mano en el fuego.

Después añadió cifras y letras, de modo que las primeras líneas del mensaje decían:

SOCORRO

.l.6.e fev.ero de 1996…s…que.traron… l.evar.n d. l. pa.ada… a.tov.s de. autropv… en Bal… u. -.l. ombr… d. 1,8… b… pelo.or.o

Estuvieron un rato observando el resultado hasta que Carl rompió el silencio.

– ¡1996! O sea que la botella pasó seis años en el mar hasta que la rescataron.

Laursen asintió con la cabeza.

– Sí. Estoy bastante seguro respecto al año, aunque los nueves estaban escritos al revés.

– Así que esa es la causa de que tus colegas escoceses no pudieran descifrarlo.

Laursen se alzó de hombros. Lo más seguro es que fuera así.

Assad, junto a él, tenía el ceño fruncido.

– ¿Qué pasa, Assad? -inquirió.

– Es, o sea, lo que pensaba yo. Vaya mierda -dijo, señalando varias palabras.

Carl observó el mensaje con detenimiento.

– Si no desciframos más letras del final del mensaje, va a ser muy, muy difícil -continuó Assad.

Carl cayó en la cuenta de lo que quería decir Assad. De todas las personas del mundo, había sido el primero en darse cuenta del problema. Un hombre que llevaba unos pocos años en el país. Era sencillamente increíble.

Tenía que poner «febrero», «secuestraron», «parada de autobús».

La persona que había redactado el mensaje de la botella no sabía escribir.

Capítulo 11

No se percibía actividad alguna en el despacho de Rose, cosa que era muy buena señal. Si Yrsa seguía comportándose así iba a mandarla a casa antes de tres días y Rose tendría que volver.

Es que les hacía falta el dinero, había dicho Yrsa.

Como en los archivos no había ninguna información sobre un secuestro en febrero de 1996, Carl sacó la carpeta de los casos de incendios y telefoneó al comisario Antonsen, de Rødovre. Prefería hablar con una rata curtida en el campo que con una rata de despacho como Yding. La razón por la que aquel insustancial no había escrito nada en el viejo informe policial acerca de la situación económica de la empresa que ardió en Rødovre se le escapaba. En opinión de Carl, aquello era negligencia en el cumplimiento del deber. Además, la compañía de gas había declarado que la casa tenía cortado el suministro, así que ¿qué hizo que la explosión fuera tan violenta? Mientras flotaran en el aire preguntas como aquella, existía la posibilidad de que el puto incendio que investigaban fuera provocado, y en ese caso no podía dejarse NADA al azar.

– Vayaaa -dijo Antonsen cuando le pasaron la llamada de Carl-. O sea que tengo el honor de hablar con Carl Mørck, especialista en desempolvar casos antiguos.

Rio ahogadamente.

– ¿Has resuelto el asesinato del Hombre de Grauballe?

– Claro, y el de Erik V -repuso Carl-. Y pronto habremos resuelto uno de vuestros antiguos casos, creo.

Antonsen soltó una carcajada.

– Sí, ya sé a qué te refieres, hablé ayer con Marcus Jacobsen -le dijo-. Me parece que quieres saber algo sobre el incendio que hubo aquí en 1995. ¿No has leído el informe?

Carl reprimió un par de juramentos, que seguro que el curtido de Antonsen habría sabido corresponder con finura.

– Sí. Y ese informe es una auténtica chapuza. ¿Lo hizo uno de los tuyos?

– Tonterías, Carl. Yding hizo un trabajo concienzudo. ¿Qué necesitas saber?

– Información sobre la empresa que ardió en el incendio, cuestión a la que esa supuesta concienzuda investigación no hace el menor caso.

– Sí, ya pensaba que sería algo así. Pero tenemos algo en alguna parte. Un par de años más tarde se hizo una auditoría de la empresa que concluyó con una denuncia policial. No obstante, la cosa quedó en nada, aunque gracias a ello supimos más acerca de la empresa. ¿Te la mando por fax o tengo que acercarme de rodillas al trono y depositarla allí?

Carl soltó una carcajada. Raras veces encontrabas a alguien que pudiera devolver tus insultos con tal eficacia y suavidad.

– No, ya voy yo para allá, Anton. Tú haz café.

– Vaya… -concluyó Antonsen, y colgó; nada de «hasta ahora».

Carl se quedó un rato con la vista fija en la pantalla plana en la que aparecía el bucle interminable del canal de noticias sobre la absurda muerte a tiros de Mustafá Hsownay, otra víctima inocente de la guerra entre bandas. Parece ser que la Policía había dado permiso para que el cortejo fúnebre atravesara las calles de Copenhague. Aquello provocaría, sin duda, que a más de uno se le atragantaran las fresas con nata con los colores nacionales.

De pronto se oyó un gruñido procedente de la puerta.

– ¿No vais a darme algo que hacer?

Carl se sobresaltó. Abajo, en el sótano, la gente no solía moverse en silencio. Pero aquella tal Yrsa podía desplazarse furtivamente en un momento, y al siguiente hacer el mismo ruido que un antílope desbocado, cosa que a él le ponía de los nervios.

Yrsa agitó la mano en el aire como buscando algo.

– Uf, una mosca, cómo las odio. Son asquerosas.

Carl siguió al bicho con la vista. A saber dónde había estado aquella mosca por última vez. Agarró un expediente de la mesa. Por sus huevos que la iba a chafar.

– Ya me he instalado. ¿Quieres verlo? -preguntó Yrsa con una voz cuyo parecido con la de Rose era sorprendente.

¿Que a ver si quería ver cómo se había instalado? Nada más lejos de su intención.

Dejó la mosca en paz y se volvió hacia ella.

– Dices que quieres algo a lo que hincar el diente. Bien. Al fin y al cabo, para eso estás aquí. Pues entonces puedes empezar llamando al Registro Mercantil para pedirles la contabilidad de los últimos cinco años de K. Frandsen Mayorista, Public Consult y Herrajes JPP, S. A., e investiga los descubiertos y sus créditos a corto plazo. ¿Vale?