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Escribió los tres nombres en un papel.

Ella lo miró como si hubiera soltado una obscenidad.

– No, prefiero no hacerlo, si es posible -se disculpó.

Aquello no presagiaba nada bueno.

– ¿Y por qué no?

– Porque es muchísimo más fácil buscarlo en la intranet. ¿Para qué estar colgada del teléfono… cuando quedan veinte minutos para que cierren?

Carl trató de no prestar atención al modo en que su ego desapareció entre los plisados de la falda de ella. Tal vez debiera darle una oportunidad.

– Carl, ven a ver esto -dijo Assad desde la puerta, haciéndose a un lado para que Yrsa pudiera pasar. Después continuó, mientras extendía a Carl la copia del mensaje en la botella-. Llevo mucho tiempo, o sea, mirando esto. ¿Qué te parece? He empezado convencido de que ponía Ballerup en la tercera línea, y he mirado en el callejero todas las calles de Ballerup y me he dado cuenta de que la única que podía encajar en la palabra anterior a «en» era Lautrupvang, aunque él ha escrito Lautrop, con o; claro que tampoco sabía escribir muy bien.

Por un instante, su mirada se fijó en la mosca que giraba en el aire, frenética. Después miró a Carl.

– ¿Tú qué dices, Carl? ¿No crees que puede ser así? -aventuró, señalando la parte correspondiente del texto. Ahora ponía:

SOCORRO

El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvangen Ballerup – El hombre mide 1,8… b… pelo.or.o

Carl hizo un gesto afirmativo. Parecía bastante probable, desde luego. De ser así, había que sumergirse en los archivos a toda pastilla.

– Asientes. O sea que crees que es eso. ¡Huy, qué bien, Carl! -exclamó Assad, inclinándose sobre la mesa para darle un beso en la coronilla.

Carl empujó la silla hacia atrás con mirada hostil. Los pasteles almibarados y el té dulcísimo podían pasar. Pero los arrebatos pasionales propios de Oriente estaban de más.

– Sabemos, entonces, que es el 16 o el 26 de febrero de 1996 -continuó Assad, concentrado-. También sabemos dónde, y sabemos además, o sea, que el secuestrador es un hombre que mide por lo menos un metro ochenta. Así que solo nos faltan las últimas palabras de la línea, que tienen que ver con su pelo.

– Sí, Assad. Y también la pequeña menudencia de los dos tercios del resto del mensaje -le recordó Carl.

Pero lo cierto es que la interpretación parecía bastante probable.

Carl cogió el papel, se levantó y salió al pasillo para mirar la ampliación del mensaje. Si esperaba que en aquel momento Yrsa estuviera metida de lleno en la inspección de la contabilidad de las empresas incendiadas, se equivocaba. Qué va, estaba en medio del pasillo, insensible por completo al mundo que la rodeaba, absorta en el contenido del mensaje en la botella.

– Deja, Yrsa, ya nos ocupamos nosotros de eso -propuso, pero Yrsa no se movió.

Como sabía que el comportamiento entre hermanas podía ser contagioso, se encogió de hombros y la dejó en paz. En algún momento le dolería el cuello de tanto estar en aquella postura.

Carl y Assad se colocaron junto a ella. Si se examinaba atentamente la propuesta de texto de Assad y se comparaba con lo que colgaba de la pared sin tantas letras, aparecían propuestas veladas pero creíbles para las siguientes letras, cosa que antes era imposible de apreciar.

Sí, de hecho la propuesta de Assad parecía enteramente plausible.

– Pues así debe de ser. No parece ninguna tontería -admitió, y después puso a Assad a investigar si, en efecto, se había denunciado un crimen que de alguna manera pudiera guardar relación con un secuestro en Lautrupvang, Ballerup, en 1996.

Lo más seguro era que el trabajo estuviera hecho cuando Carl volviera de Rødovre.

Antonsen se encontraba en su pequeño despacho, recargado ambiente de tufo de pipa y puritos de lo más políticamente incorrecto. Nadie lo había visto fumar nunca, pero fumaba. Corría el rumor de que se quedaba trabajando hasta que el personal de oficina se marchaba a casa para poder dar un par de caladas en paz. Hacía años que su mujer proclamó que ya no fumaba. Pero vamos, que eso era lo que ella creía.

– Aquí tienes la auditoría de la empresa de Damhusdalen -dijo Antonsen tendiéndole una carpeta de plástico-. Como puedes ver en la primera página, se trata de una empresa de importación-exportación cuyos socios están empadronados en la antigua Yugoslavia. Así que a la empresa no le habrá sido fácil efectuar el proceso de reconversión cuando estalló la guerra de los Balcanes y todo se vino abajo.

»Hoy en día Amundsen & Mujagic, S. A. es una compañía bastante floreciente, pero cuando todo ardió su situación económica era desastrosa. En aquella ocasión no había nada que nos hiciera pensar que la empresa era sospechosa, y de momento seguimos creyendo que no lo es. Pero si tienes algo que decir al respecto, adelante, hombre.

– Amundsen & Mujagic, S. A. Mujagic es un nombre yugoslavo, ¿verdad? -preguntó Carl.

– Yugoslavo, croata, serbio, qué más da. A día de hoy no creo que quede ni un Amundsen ni un Mujagic en la empresa, pero puedes investigarlo si quieres.

– Por favor… -Carl se balanceó en el asiento y miró a su antiguo compañero.

Antonsen era un buen policía. Era unos años mayor que Carl y siempre había estado un par de niveles por encima en el escalafón, pero aun así habían coincidido en varios casos, y ambos sabían que eran lobos de la misma camada.

Nadie, absolutamente nadie, iba a vanagloriarse a costa de ninguno de los dos. Tampoco se podía acudir a ellos con chorradas, palmaditas en el hombro o habladurías de pasillo. Si había alguien en el cuerpo que estuviera incapacitado para la actividad diplomática, la politiquería o el meter mano en las arcas públicas, esos eran ellos. Por eso no había llegado Antonsen a director de la Policía, ni Carl a ninguna parte. Así era y así debía ser.

Solo había un asunto entre ellos que carcomía a Carl en aquel momento: el puñetero incendio. Porque, al igual que ahora, también entonces estaba Antonsen al frente de la barraca.

– A mí -siguió Carl- me parece que la clave para resolver los incendios de Copenhague de los últimos días puede encontrarse en el incendio de Rødovre. Aquí se encontró un cadáver con marcas visibles en el dedo meñique, marcas que apuntan a que la víctima había llevado un anillo puesto durante muchos años. Exactamente la misma singularidad de los cadáveres de los últimos incendios. Así que te pregunto, Anton: ¿puedes asegurarme que el caso fue debidamente investigado en su momento? Te lo pregunto tal cual, tú me respondes y lo dejo ahí, pero he de saberlo. ¿Has tenido que ver con esa empresa? ¿Hay algo que de alguna manera te vincule o te haya vinculado a Amundsen & Mujagic, S. A. para que en su día llevaras el caso de aquella manera y con aquella gente?

– ¿Me estás acusando de algo ilegal, Carl Mørck? -Torció el gesto. La jovialidad desapareció.

– No. Pero no logro entender por qué aquella vez no averiguasteis sin sombra de duda cuál fue la razón del incendio ni identificasteis el cadáver.

– O sea, que me acusas de algo así como obstruir mi propio trabajo, ¿no?

Carl lo miró a los ojos.

– Eso hago. ¿Es verdad? Porque en ese caso sé a qué atenerme.

Antonsen tendió a Carl una Tuborg, y este la sostuvo en la mano hasta que finalizó la conversación. Antonsen tomó un buen trago de la suya.

El viejo zorro se secó las comisuras de los labios y sacó hacia delante el labio inferior.

– El caso no nos alarmó, Carl, esa es la verdad. Un incendio en un tejado y un mendigo, no parecía que hubiera más. Y a decir verdad no lo controlé demasiado. Pero no por lo que imaginas.