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– ¿Por qué, entonces?

– Porque Lola por aquella época estaba follando con uno de los de comisaría, y yo ahogaba mis penas en el alcohol.

– ¿Lola?

– Sí, joder. Pero escucha: mi mujer y yo hemos superado todo eso. Ahora todo es como debe ser. Pero sí, sí que podría haber seguido mejor ese caso, no me importa admitirlo.

– Vale, de acuerdo, Anton. Te creo, lo dejaremos ahí.

Se levantó y miró la pipa de Antonsen, que parecía un velero varado en el desierto. Dentro de poco volvería a navegar. En horas de oficina o fuera de ellas.

– Oye, Carl -dijo Antonsen cuando Carl pasaba por el vano de la puerta-, otra cosa. Te acuerdas de que el verano pasado, cuando tuvimos aquel asesinato en el rascacielos de Rødovre, te dije que si no recibíais bien al agente Samir Ghazi en Jefatura me iba a encargar de daros unos azotes en cierta parte. Y ahora me entero de que Samir ha pedido volver aquí…

Llegado a ese punto, cogió la pipa y la frotó un poco.

– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Sabes algo? A mí no me dice nada, pero, que yo sepa, Jacobsen estaba contento con él.

– ¿Samir? No, no sé nada. Apenas lo conozco.

– Vaya. Pues puedo decirte que tampoco lo entienden en el Departamento A, pero he oído que podría tener algo que ver con alguno de tu departamento. ¿Sabes algo de eso?

Carl se quedó pensando. ¿Por qué habría de tener algo que ver con Assad? Al fin y al cabo, se había mantenido alejado de él desde el primer día.

Esta vez fue Carl quien sacó hacia delante el labio inferior. ¿Por qué había actuado así Assad?

– Voy a preguntar, pero no lo sé. Puede que Samir quiera volver con el mejor jefe del mundo, ¿no crees? -sugirió, haciendo un breve guiño a Antonsen-. Saluda a Lola de mi parte.

Encontró a Yrsa en el mismo lugar donde la había dejado: en medio del pasillo del sótano, delante de la enorme ampliación hecha por Rose del mensaje de la botella. Estaba allí plantada, con mirada pensativa y una pierna recogida bajo el vestido como un flamenco, casi en trance. Aparte de la ropa, era igual que Rose. Muy, muy inquietante.

– ¿Has terminado con las contabilidades del Registro Mercantil? -preguntó.

Ella lo miró abstraída mientras se daba golpecitos en la frente con un lápiz. A saber si había reparado en su presencia.

Carl aspiró hasta el fondo de sus pulmones y volvió a espetarle la pregunta a la cara. La pobre se sobresaltó, pero esa fue a grandes rasgos su única reacción.

Cuando iba a dar la vuelta sacudiendo la cabeza sin saber qué diablos hacer con aquellas hermanas tan singulares, ella respondió con sosiego y marcando bien cada palabra.

– Se me dan bien el Scrabble y los crucigramas, jeroglíficos, tests de inteligencia y sudokus, y también se me da bien escribir versos y canciones para confirmaciones, bodas de oro y plata, bautizos y aniversarios. Pero esto no es tan fácil.

Se volvió hacia Carl.

– ¿Qué te parece si me dejas en paz un rato más para que tenga la tranquilidad necesaria para pensar en este odioso mensaje?

¿Qué te parece? La tía llevaba plantada allí el tiempo necesario para ir en coche hasta Rødovre y volver, y aún más, ¿y quería que la dejara en paz? Hablando en plata, ya podía volver a meter sus cachivaches en aquella horrible bolsa de la compra y largarse con sus trapos escoceses con gaita y todo a Vanløse, o donde diablos viviera.

– Querida Yrsa -se esforzó Carl-. O me entregas esa ridícula contabilidad antes de veintisiete minutos con anotaciones de dónde tengo que buscar, o tendré que pedir amablemente a Lis, la del segundo piso, que te prepare de inmediato un cheque por unas cuatro horas de trabajo del todo innecesario. Y ve olvidándote de la jubilación, ¿entendido?

– Joder, bueno, perdona que jure, pero ¡vaya parrafada! -Lució una amplia sonrisa-. Por cierto, ¿ya te he dicho lo bien que te sienta esa camisa? Brad Pitt tiene una igual.

Carl se miró la horripilancia a cuadros que compró en el supermercado. De pronto tuvo una extraña sensación de estar de sobra allí, en el sótano.

Se retiró hacia el denominado despacho de Assad y encontró a su ayudante sentado con las piernas sobre el cajón superior del escritorio y el teléfono pegado a la barba negro-azulada de tres días. Tenía ante sí diez bolígrafos que con seguridad faltaban en los dominios de Carl, y, bajo ellos, papeles con nombres y números y tiras de caracteres árabes. Hablaba lenta y claramente, y cosa asombrosa, sin faltas. Su cuerpo irradiaba autoridad y sosiego, y su mano sujetaba con firmeza la tacita en miniatura con su aromático café turco. Sin saber nada más, cualquiera lo habría tomado por un agente de viajes de Ankara que acababa de fletar un jumbo para treinta y cinco jeques petroleros.

Se volvió hacia Carl y le dirigió una sonrisa fingida.

Por lo visto, también él necesitaba paz y tranquilidad.

Era una auténtica epidemia.

Tal vez debiera aprovechar la ocasión para echar una siesta preventiva en la silla del despacho. Así, mientras tanto, podría ver en el interior de sus párpados una película sobre un incendio en Rødovre y esperar que el caso se resolviera en cuanto volviera a abrir los ojos.

Acababa de sentarse y de levantar las piernas cuando aquel atractivo plan para prolongar la vida se vio interrumpido por la voz de Laursen.

– ¿Queda algo de la botella, Carl? -inquirió.

Carl parpadeó.

– ¿De la botella? -Se fijó en el delantal lleno de lamparones de Laursen y bajó las piernas-. Sí, si puede llamarse «algo» a tropecientos fragmentos del tamaño de un pene de hormiga, entonces lo tengo aquí guardado en una bolsa de plástico.

Sacó la bolsa transparente y la puso a la altura de los ojos de Laursen.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó.

Laursen asintió en silencio y señaló un fragmento algo mayor que los demás que había en el fondo de la bolsa.

– Acabo de hablar con Gilliam Douglas, el perito de Escocia, y me ha recomendado que busque el mayor pedazo del culo de la botella y que haga un análisis de ADN de la sangre que haya. Es ese pedazo. Se ve la sangre.

Carl estuvo a punto de pedirle prestada la lupa, pero lo veía bien. No había mucha sangre, y parecía completamente reseca.

– ¿No lo han analizado ellos o qué?

– No; dice que solo se ocuparon del mensaje en sí. Pero dice también que no esperemos demasiado.

– ¿Y eso…?

– Es que hay poca muestra para analizar y seguramente ha pasado mucho tiempo. Además, las condiciones de la botella y la permanencia en agua salada pueden haber dañado el genoma que había. O el calor, el frío y puede que un poco de salitre. La luz cambiante. Todo parece indicar que no queda rastro de ADN.

– ¿El ADN se transforma mientras se descompone?

– No, no se transforma. Se descompone, sin más. Y con todos los factores desfavorables que hay, no hace falta más.

Carl observó la manchita del pedazo de vidrio.

– Y si encuentran algo de ADN útil, ¿qué? ¿Qué conseguiríamos así? No tenemos que identificar ningún cadáver, puesto que no hay tal. Tampoco tenemos que comparar el material genético con familiares, porque ¿quiénes son? No tenemos ni idea de quién ha escrito el mensaje, así que ¿para qué?

– Tal vez pudiera concretarse el color de piel, de ojos y de pelo. ¿No es algo?

Carl asintió en silencio. Claro que había que probarlo. La gente del departamento de Genética Forense del Instituto Forense era algo fantástico, ya lo sabía. Él mismo había asistido a una conferencia del subdirector del departamento. Si alguien podía precisar si la víctima era un groenlandés pelirrojo de Thule, cojo y ceceante, eran ellos.

– Llévatelo, adelante -dijo Carl. Después dio a Laursen una palmada en el hombro-. Un día de estos tengo que subir a tomar un entrecot.

Laursen sonrió.

– Pues tendrás que traerlo de casa.