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– No -respondió el marido-. Tiene la rodilla muy hinchada, pero dentro de pocas semanas estará como nuevo. Dices que en Vinderup, ¿eh? ¿Hay un encuentro? Vaya, vaya.

Se acarició la barbilla. Seguro que profundizaría en aquello al cabo de un rato.

– Pero podemos preguntarle a Samuel. ¿Qué te parece, Rakel?

Ella hizo un gesto afirmativo. Sí, si podían volver antes del descanso sería perfecto. Igual podría llevarse a todos los niños si querían, ¿no?

El rostro de él adquirió de pronto un aire de disculpa.

– Bueno, lo haría con sumo gusto, pero por desgracia solo podemos ir tres pasajeros en el asiento delantero de la furgoneta, y está prohibido llevar a nadie en la parte de atrás. Pero puedo llevarme a dos. Y a lo mejor los demás tienen más suerte la próxima vez. ¿Qué tal Magdalena? ¿No le gustaría el plan? Parece ser una chica despierta. Y está bastante unida a Samuel, ¿no?

Rakel sonrió, y su marido también. Había sido muy amable por su parte. Era casi como si en aquel momento se hubiera establecido entre ellos un contacto especial. Como si él supiera cuán cerca del corazón de ella habían estado siempre aquellos dos niños. Samuel y Magdalena. Entre sus cinco hijos, los que más se parecían a ella.

– Pues entonces, de acuerdo, ¿no, Joshua?

– De acuerdo, sí.

Joshua sonrió. Con tal de que las aguas bajaran tranquilas, era fácil de contentar.

Palmeó la mano que su huésped había extendido sobre la mesa. Estaba extrañamente fría.

– Estoy segura de que Samuel y Magdalena estarán también de acuerdo -exclamó-. ¿A qué hora tienen que estar preparados?

El hombre puso los labios en punta y calculó el tiempo del trayecto.

– Bueno, como el encuentro empieza a las once, ¿qué tal si aparezco a las diez?

Cuando se marchó, una paz divina se extendió por la casa. Después de tomar su café retiró las tazas de la mesa y las fregó con la mayor naturalidad. Les dedicó una sonrisa y les agradeció su hospitalidad. Finalmente se despidió.

El dolor de vientre seguía allí, pero la náusea había desaparecido.

Qué maravilloso era el amor al prójimo. Tal vez el más hermoso regalo de Dios a la humanidad.

Capítulo 13

– No me ha ido muy bien, Carl -advirtió Assad.

Carl no tenía ni idea de qué estaba hablando. Un reportaje de dos minutos en el canal de noticias sobre subvenciones medioambientales de miles de millones, y de pronto se encontró en lo más profundo del país de los sueños.

– ¿Qué es lo que no te ha ido bien? -se oyó decir desde muy lejos.

– He buscado por todas partes y puedo decir con toda seguridad que no se ha denunciado ningún intento de secuestro en ningún momento. No mientras ha existido algo que se llama Lautrupvang en Ballerup.

Carl se frotó los ojos. No, no le había ido bien, tenía razón Assad. Si es que el mensaje de la botella iba en serio, claro.

Assad estaba ante él con su gastado cuchillo patatero hundido en un tarro de plástico con caracteres árabes y lleno de una sustancia indeterminada. Después le mostró una sonrisa expectante, cortó un pedazo y se lo metió en la boca. Sobre su cabeza zumbaba alerta el viejo moscón de siempre.

Carl alzó la vista. Tal vez debiera emplear un poco de energía para aplastarla, pensó.

Giró la cabeza con indolencia en busca de un arma asesina apropiada y la encontró justo ante sí sobre la mesa. Un frasco desgastado de tippex, de un plástico duro contra el que no hay mosca que aguante el impacto.

Solo hay que apuntar como es debido, pensó durante un breve segundo, antes de arrojar con fuerza el frasco y observar que la tapa no estaba bien enroscada.

El ruido al estrellarse contra la pared hizo que Assad mirase desconcertado la masa blanca que se deslizaba sin prisa hacia el suelo.

El moscón había desaparecido.

– Es muy raro -murmuró Assad, sin dejar de masticar-. Antes estaba pensando, o sea, en mi cabeza, y creía que Lautrupvang era un sitio donde vivía gente, pero resulta que no hay más que oficinas e industria.

– ¿Y…? -preguntó Carl, mientras cavilaba a qué puñetas olía la masa de color beis de su tarro. ¿Era vainilla?

– Sí, despachos e industria, ya sabes -continuó Assad-. ¿Qué hacía allí el que dice que lo secuestraron?

– Trabajaría allí, ¿no? -propuso Carl.

En ese momento la expresión de Assad se deformó hasta convertirse en un gesto, cuanto menos, bastante escéptico.

– Nooo, Carl. No cuando escribía tan mal que no sabía escribir ni el nombre de su calle.

– Puede que no fuera su lengua materna. Te suena, ¿no?

Carl se volvió hacia su ordenador y tecleó el nombre de la calle.

– Mira, Assad: hay multitud de centros de trabajo y de enseñanza justo al lado, donde podría trabajar gente de origen extranjero o gente joven, sin ir más lejos.

Señaló una de las direcciones.

– Por ejemplo, la escuela de Lautrupgård. Un centro para niños con problemas sociales o emocionales. No, si al final van a ser travesuras de chicos. Verás, cuando descifremos el resto del mensaje tal vez descubramos que está redactado para acosar a un profesor o algo así.

– Descifrar por acá, acosar por allá, vaya palabras más raras usas, Carl. Entonces, ¿si fuera alguien que trabajaba en alguna de esas empresas? Hay muchas.

– Así es. Pero ¿no crees que en ese caso la empresa habría informado a la policía de la desaparición de un empleado? Entiendo lo que quieres decir, pero debemos recordar que nunca se ha denunciado nada de lo que sugiere el mensaje de la botella. Por cierto, ¿existe algún otro Lautrupvang en otro lugar del país?

Assad sacudió la cabeza.

– ¿Me dices que, o sea, no es un secuestro de verdad?

– Sí, algo parecido.

– Creo que te equivocas, Carl.

– Bueno. Pero escucha, Assad: si se tratara de un secuestro, ¿quién nos dice que la persona que secuestraron no fue liberada hace tiempo a cambio de un rescate? Podría ser, ¿no? Y luego puede haberse olvidado todo. En ese caso, no vamos a poder seguir con la investigación, ¿verdad? Puede que solo unos pocos iniciados supieran lo que ocurrió.

Assad lo miró un instante.

– Sí, Carl, desde luego que es algo que no sabemos, y jamás lo sabremos si sigues diciendo que no debemos seguir adelante con el caso.

Salió del despacho sin decir palabra, dejando el tarro pegajoso y el cuchillo sobre la mesa de Carl. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Era por lo de escribir mal y ser inmigrante? Assad era capaz de aguantar eso y mucho más. O ¿es que estaba tan colgado con el caso que no podía concentrarse en otra cosa?

Carl ladeó la cabeza y se quedó escuchando las voces de Yrsa y Assad en el pasillo. Quejas, quejas y más quejas, seguro.

Después se acordó de la pregunta de Antonsen y se levantó.

– ¿Puedo interrumpiros un momento, pareja de tortolitos?

Se acercó a donde estaban ellos, delante del mensaje gigante. Yrsa seguía allí desde que le había entregado la contabilidad de las empresas. Unas cuatro o cinco horas, y no había escrito ninguna anotación en el cuaderno, que había dejado caer al suelo.

– ¿Tortolitos…? Creo que tienes que dar un centrifugado a las ideas de tu cráneo antes de halar -reaccionó Yrsa, volviéndose de nuevo hacia el mural.

– ¡Assad, escucha! El comisario de la Policía de Rødovre ha recibido una solicitud de Samir Ghazi. Samir quiere volver a la comisaría de allí. ¿Sabes algo de eso?

Assad miró a Carl sin comprender, pero era evidente que estaba alerta.

– ¿Por qué había de saberlo?

– Has evitado a Samir, ¿verdad? A lo mejor no os llevabais bien y es por eso. ¿Estoy en lo cierto?

¿Pareció un sí es no es ofendido?

– No lo conozco, no lo conozco bien. Será que quiere volver a su antiguo puesto, entonces -se evadió, y después mostró una sonrisa demasiado amplia-. A lo mejor es que no tiene aguante.