– ¡No me digas! ¿Eso es lo que tengo que contarle a Antonsen?
Assad se alzó de hombros.
– Ya tengo otro par de palabras -informó Yrsa.
Agarró la escalera y la puso en su sitio con dificultad.
– Escribo con lápiz, para poder borrarlo después -dijo desde el penúltimo peldaño-. Bueno, así es como queda. No es más que una propuesta. Sobre todo a partir de «Tiene» invento un poco. Me da que tiene que ser «cicatriz», y en algo que está a la derecha. Además, quien lo escribió tenía problemas con la ortografía, pero creo que a veces eso es una ventaja.
Assad y Carl se miraron. ¿No se lo habían dicho?
– Por ejemplo, estoy casi segura de que ese «ame» tiene que ser «amenazado».
Volvió a observar su obra.
– Bueno, y también estoy segura de que ese «asul» tiene que ser «azul», con la letra al revés. Mirad cómo queda.
SOCORRO
El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B -… amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
P…
– ¿Qué os parece? -preguntó, todavía sin mirarlos.
Carl lo leyó un par de veces. Debía reconocer que parecía convincente. Aquello no era una serie de insultos a un profesor o compañero que le cayera gordo al remitente.
Pero aunque el grito de auxilio parecía auténtico, no era seguro que lo fuera. Tendría que enseñárselo a un experto. Si podía corroborar que era auténtico, entonces había un par de frases más inquietantes que las demás.
«Papá y mamá lo conocen», ponía. Una cosa así no se inventa. Y al final «nos matará».
Nada de «quizá».
– No sabemos dónde diablos tiene el secuestrador esa cicatriz, y eso me mosquea -añadió Yrsa con la mano en sus rizos dorados. Después continuó-. Hay demasiadas extremidades con cuatro letras. Y más aún si no sabes escribir bien. Pies, dedo, mano, codo. ¿No creéis que podemos suponer que la cicatriz está en alguna extremidad? Al menos yo no consigo pensar en nada de la cabeza o el tronco con cuatro letras. ¿Y vosotros?
– Bueno… -reconoció Carl tras cavilar un rato-, pelo, ceja, boca, nuca. Nariz y oreja tienen cinco. Pero tienes razón, aparte de esas no hay más palabras de cuatro letras que se refieran a partes de la cabeza o cuerpo. Porque no puede referirse al culo. Creo que la cicatriz está a la vista.
– ¿Qué está a la vista en febrero en este frigorífico de país? -preguntó Assad.
– Podría haberse desvestido -adujo Yrsa, resplandeciente-. Puede que se pusiera obsceno. A lo mejor es la causa de que sea secuestrador.
Carl asintió con la cabeza. Era una posibilidad. Por desgracia.
– Lo único visible es la cabeza, o sea, cuando hace frío -sostuvo Assad. Se quedó mirando a las orejas de Carl-. La oreja se puede ver si el pelo no la tapa, y ahí puede estar la cicatriz. Pero ¿y los ojos? ¿Se puede tener una cicatriz en un ojo?
Assad debió de tratar de imaginárselo.
– No, una cicatriz, no -concluyó-. En el ojo, no. Es imposible.
– Bueno, amigos, dejadlo estar. Creo que nos haremos una idea más clara del aspecto del autor de los hechos si los de Genética Forense consiguen algún rastro de ADN de la botella que nos sirva. Debemos esperar, estas cosas llevan su tiempo. ¿Tenéis alguna propuesta acerca de cómo seguir adelante aquí y ahora?
Yrsa se volvió hacia ellos.
– Sí, ¡es la hora del almuerzo! -exclamó-. ¿Queréis un bollo? Me he traído el tostador de casa.
Cuando la caja de cambios gruñe, hay que cambiar el aceite, y en aquel momento al Departamento Q le estaba costando una enormidad subir de marcha.
Hora de cambiar el aceite, pensó Carl, y llamó a Yrsa y Assad.
– Vamos a escarbar en el material, a ver si solucionamos el embrollo. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos asintieron en silencio. Assad quizá con cierta reticencia, porque eran palabras difíciles.
– Bien. Entonces, coge tú la contabilidad de las empresas, Assad. Yrsa, tú llama a las instituciones y pregunta por Lautrupvang.
Carl asintió con la cabeza. Con aquella voz de niña espabilada no tendría problemas para que esas ratas de despacho volvieran a mirar en los archivos.
– Haz que la gente de las instituciones educativas del entorno pregunte a antiguos compañeros de trabajo por si sabían de alumnos o compañeros que hubieran desaparecido sin previo aviso -ordenó-. Y dales también alguna pista para que sepan qué más sucedió en febrero de 1996. Recuérdales, por ejemplo, que el barrio acababa de ampliarse.
Por lo visto, Assad estaba harto y se largó a su despacho. No cabía duda de que el reparto de papeles no le había gustado. Pero era Carl quien decidía, así que tendría que acostumbrarse. Además, el caso de los incendios tenía más sustancia y, cosa importante, era con el que más podía jorobar a los compañeros del Departamento A.
De modo que Assad tuvo que tragarse el cabreo y ponerse manos a la obra. Mientras tanto, el asunto del mensaje en la botella podía seguir su curso al propio ritmo de Yrsa.
Carl esperó hasta que ella salió, y después sacó el número de teléfono de la clínica para lesiones de médula de Hornbæk.
– Quiero hablar con el jefe de servicio y solo con él -se anunció, sabiendo que no podía exigir nada.
Pasaron cinco minutos hasta que el médico adjunto por fin hizo oír su voz.
No sonaba muy contento.
– Sí, sé perfectamente quién es usted -dijo con voz cansada-. Supongo que llama por Hardy Henningsen.
Carl lo puso a grandes rasgos al corriente de la situación.
– Vaya -cacareó el médico. ¿Por qué coño las voces de los médicos se volvían tan nasales cuando subían un peldaño o dos en el escalafón? Después continuó-. ¿Quiere saber si, en un caso como el de Hardy, es probable que se restituyan las vías nerviosas? El problema con el caso de Hardy Henningsen es que ya no lo tenemos bajo control diario, y por eso no podemos hacer nuestras mediciones como deberíamos. Usted se lo llevó a su casa por propia voluntad, no lo olvide. No puede decir que no lo avisáramos.
– No, pero si Hardy se hubiera quedado en la clínica habría muerto en menos que canta un gallo. Ahora al menos ha recuperado unas mínimas ganas de vivir, ¿no le parece importante?
Al otro extremo de la línea le respondió el silencio.
– ¿No puede venir alguien a verlo? -continuó Carl-. Podría ser una oportunidad para hacer una nueva valoración general. Tanto para él como para ustedes, quiero decir.
– ¿Dice que siente que su muñeca está viva? -dijo finalmente el galeno-. Antes ya hemos advertido contracciones en un par de articulaciones de los dedos, quizá lo confunda con eso. Pueden ser reflejos.
– ¿Me está diciendo que una médula espinal tan dañada jamás va a funcionar mejor que ahora?
– Señor Mørck, aquí no estamos hablando de si va a volver a caminar, porque no va a hacerlo. Hardy Henningsen está atado para siempre a la cama, paralizado de cuello para abajo, es lo que hay. Otra cosa es si va a ser capaz de sentir algo en partes del brazo en cuestión. No creo que podamos esperar nada salvo esas pequeñas contracciones, y probablemente ni eso.
– ¿Nada de mover la mano?
– No me hago a la idea.
– Así que ¿no van a venir a reconocerlo?
– No he dicho eso -se defendió el médico mientras manoseaba unos papeles al otro extremo de la línea. Seguramente un calendario-. ¿Cuándo tiene que ser?
– Pues tan pronto como puedan.
– Veré qué puedo hacer.
Cuando Carl fue al despacho de Assad, estaba desierto.
Había una nota sobre la mesa. «Aquí están las cifras», ponía, y debajo estaba firmado con toda formalidad: «Atte., Assad».