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¿Tan cabreado estaba?

– ¡Yrsa! -gritó desde el pasillo-. ¿Sabes dónde está Assad?

Silencio.

Si Mahoma no va a la montaña, tendrá que ir la montaña a Mahoma, pensó mientras se encaminaba al despacho de ella.

Se paró en seco en cuanto asomó la cabeza. Fue casi como si acabara de caer un rayo frente a él.

El espartano y gélido paisaje blanquinegro hightech de Rose se había transformado en algo que ni una niña de diez años de Barbielandia con el gusto trastornado hubiera podido imitar. Cantidades increíbles de rosa y cantidades increíbles de chucherías.

Tragó saliva y dirigió la vista a Yrsa.

– ¿Has visto a Assad? -preguntó.

– Se ha ido hace media hora. Ha dicho que volverá mañana.

– ¿Qué tenía que hacer?

Yrsa se encogió de hombros.

– Tengo un informe provisional sobre el asunto de Lautrupvang. ¿Quieres verlo?

Carl asintió en silencio.

– ¿Has descubierto algo?

Los labios rojo hollywoodiense de Yrsa destellaron.

– Ni pijo. Por cierto, ¿te ha dicho alguien que tienes la misma sonrisa que Gwyneth Paltrow?

– Gwyneth Paltrow ¿no es una mujer?

Yrsa asintió con la cabeza.

Carl volvió a su despacho y llamó por teléfono a casa de Rose. Si Yrsa seguía allí más tiempo, las cosas iban a torcerse. Si el Departamento Q deseaba mantener su dudoso nivel, a Rose no le quedaba otro remedio que volver pitando a su mesa de trabajo.

Le recibió el contestador automático.

– El contestador automático de Yrsa y Rose comunica que las señoras están de audiencia con la reina. Responderemos en cuanto finalicen las festividades. Deje un mensaje si no tiene otro remedio. -Y después se oyó el pitido.

Era imposible saber quién de las dos había grabado el mensaje.

Carl se acomodó en la silla del despacho y se palpó los bolsillos en busca de un cigarrillo. Alguien le había dicho que en aquel momento había buenas vacantes en Correos.

Le pareció una tentación paradisíaca.

Las cosas no mejoraron mucho cuando hora y media después entró en el salón de su casa y observó a un médico inclinado sobre la cama de Hardy, y sobre todo cuando vio a Vigga a su lado.

Saludó cortés al médico y se llevó aparte a Vigga.

– ¿Qué haces aquí, Vigga? Si quieres estar conmigo tienes que llamar antes. Sabes que detesto esas salidas espontáneas.

– Carl, cariño.

Le acarició la mejilla con un sonido rasposo.

Aquello era de lo más inquietante.

– Pienso en ti todos los días, y he decidido volver a casa -afirmó Vigga con un tono bastante convincente.

Carl se dio cuenta de que abría los ojos como platos. Joder, aquella orgía de colores casi divorciada hablaba en serio.

– No es posible, Vigga. No me interesa en absoluto.

Vigga parpadeó un par de veces.

– Pero es lo que quiero. Y la mitad de la casa sigue siendo mía, amiguito. ¡No lo olvides!

Entonces él estalló en un arrebato de furia, ante el cual el médico se sobresaltó y Vigga se echó a llorar. Cuando por fin el taxi se la llevó, Carl cogió el rotulador más gordo que pudo encontrar y trazó una gruesa raya negra en el buzón justo donde ponía Vigga Rasmussen. Joder, ya era hora.

Costara lo que costase.

El resultado inevitable fue que Carl pasó la mayor parte de la noche sentado en la cama, manteniendo monólogos interminables con imaginarios abogados de familia deseando meterle la mano en la cartera.

Aquello iba a ser su ruina.

Así que era triste consuelo que el médico de la clínica para lesiones de médula hubiera estado de visita. Que hubiera podido apreciar cierta actividad, aunque muy vaga, en uno de los brazos de Hardy.

Que se hubiera quedado desconcertado ante el hecho.

A la mañana siguiente, Carl estaba en la cabina de guardia a las cinco y media. Habría sido inútil pasar más horas en la cama.

– Vaya sorpresa verte por aquí a estas horas, Carl -dijo el agente de guardia-. Seguro que tu pequeño asistente piensa lo mismo. Ten cuidado, no vayas a darle un susto en el sótano.

Carl pidió que se lo repitiera.

– ¿Qué me dices? ¿Que Assad está aquí? ¿Ahora?

– Sí. Lleva días viniendo a esta hora. Normalmente algo antes de las seis, pero hoy hacia las cinco. ¿No lo sabías?

Pues claro que no lo sabía.

No cabía la menor duda de que Assad ya había hecho sus oraciones en el pasillo, porque la alfombra de orar aún seguía allí, y era la primera vez que Carl reparaba en ella. Normalmente, Assad solía rezar en su despacho. Era algo que hacía en la intimidad.

Carl oyó con nitidez a Assad conversando en el despacho, como si estuviera hablando por teléfono con alguien duro de oído. Hablaba en árabe y el tono de voz no parecía amable, pero a veces era difícil de saber con aquel idioma.

Avanzó hacia la puerta y vio que el vapor del agua del hervidor se posaba en la nuca de Assad. Este tenía ante sí apuntes en árabe, y en la pantalla plana centelleaba una imagen de webcam con mucho grano de un anciano con barba y unos auriculares enormes. Entonces Carl vio que Assad tenía puesto un microcasco. O sea, que estaba hablando por Skype con el hombre. Probablemente algún familiar de Siria.

– Buenos días, Assad -saludó Carl. No esperaba en absoluto la brusca reacción de Assad. Quizá un pequeño sobresalto porque, al fin y al cabo, era la primera vez que Carl iba al trabajo tan temprano, pero la violenta sacudida nerviosa que atravesó el cuerpo de su colega fue algo totalmente inesperado. Su cuerpo entero se sobresaltó.

El anciano con quien hablaba pareció alarmarse y se acercó a la pantalla. Era probable que estuviera viendo la silueta de Carl detrás de Assad.

El hombre dijo algo a toda prisa y cortó la comunicación. Mientras tanto, Assad, sentado en el borde de la silla, trató de reponerse.

¿Qué haces tú aquí?, parecían preguntar sus ojos, como si lo hubiera pillado con las manos en la caja, y no precisamente en la de galletas.

– Perdona, Assad, no era mi intención asustarte. ¿Estás bien?

Puso la mano en la camisa de Assad. Estaba húmeda, cubierta de sudor frío.

Assad pinchó con el ratón el icono de Skype, y la imagen de la pantalla desapareció. A lo mejor no quería que Carl viera con quién había estado hablando.

Carl levantó las manos con aire de disculpa.

– No voy a molestarte, Assad. Haz lo que tengas que hacer. Después puedes pasar por mi despacho.

Assad seguía sin decir palabra. Aquello era muy, pero que muy raro.

Cuando Carl se desplomó sobre la silla de su despacho estaba ya cansado. Unas pocas semanas antes el sótano de la Jefatura de Policía había sido su refugio. Dos compañeros razonables y un ambiente que en días buenos casi llegaba a ser entrañable. Ahora Rose había sido sustituida por alguien que era igual de singular, solo que de otra manera, y Assad tampoco parecía el mismo. Sobre esa base era difícil mantener a raya los demás contratiempos de su vida. Tales como la inquietud por lo que fuera a pasar si Vigga exigía el divorcio y la mitad de sus bienes terrenales.

Mierda.

Carl miró una oferta de trabajo que había clavado en el tablón de anuncios un par de meses atrás. «Comisario jefe de policía», ponía. Seguro que era algo apropiado para él. ¿Qué podía haber mejor que un trabajo con compañeros serviles, cruz de caballero, viajes baratos y un nivel retributivo que podía hacer que hasta Vigga cerrara el pico? Setecientas dos mil doscientas setenta y siete coronas, y después la calderilla. Solo para decir la cifra hacía falta casi una jornada laboral.

Una pena que no llegara a rellenar la instancia, pensó. Entonces vio a Assad de pie ante él.

– Carl, ¿es necesario que hablemos de lo de antes?

¿Hablar? ¿De qué? ¿De que hablara por Skype? ¿De que Assad fuera a Jefatura tan temprano? ¿De que le hubiera dado un susto?