POULHOLT
– Es decir, que lo han secuestrado junto con su hermano -resumió Yrsa-. Se llama Poul Holt y escribe que han ido en coche casi una hora, y también parece que dice que se dirigen a la costa.
Plantó los puños en sus caderas estrechas. Ahora venía su punto de vista.
– Si el chico sufría de Asperger o algo parecido, no creo que se le ocurriera inventar algo así como que se dirigían a la costa -aseveró. Después se volvió hacia él-. ¿No?
– Puede que se le ocurriera a su hermano pequeño. En realidad no sabemos nada de eso.
– No, pero Carl, la verdad: Laursen encontró una escama de pez en el mensaje de la botella. Si el que escribía era el hermano pequeño, ¿metió también la escama para hacer la historia más creíble? ¿Y la mucosidad de pescado?
– Puede que fuera igual de listo que su hermano mayor. Solo que para otras cosas.
Yrsa dio una patada en el suelo y el eco resonó desde la rotonda de la escalera, al otro extremo del pasillo.
– Diablos, Carl, escucha. Pon en marcha tus células grises. ¿Dónde los secuestraron?
Le cepilló el hombro con la mano, como para suavizar un poco la dureza del tono.
Carl observó que el movimiento levantaba algo de caspa.
– En Ballerup -contestó.
– Sí, y ¿en qué piensas si los secuestraron en Ballerup y necesitaron casi una hora para llegar hasta el agua? Si iban a Hundested, no pudieron tardar una hora ni por el forro para llegar desde Ballerup. ¿En cuánto tiempo se llega a Jyllinge desde Ballerup? Como mucho media hora, te lo digo yo.
– Pero, por ejemplo, podrían haber ido hasta Stevns, al sur, ¿no?
Gruñó un poco para sí. A nadie le gustaba que arrastrasen por el fango su capacidad intelectual. Tampoco a él.
– ¡SÍ! -Yrsa volvió a dar un pisotón en el suelo. Si hubiera habido ratas en el subsuelo, habrían desaparecido. Después continuó-. Pero si el mensaje de la botella es pura invención, ¿por qué ponerlo tan difícil? ¿Por qué no escribir sin más que tras un trayecto de media hora llegaron al agua? Eso es lo que escribiría un chaval que se inventa una buena historia. Por eso estoy convencida de que no es una invención. Tómate el mensaje en serio, Carl.
Carl hizo una inspiración profunda. No quería hacerla partícipe de su punto de vista sobre la gravedad del caso. Tal vez a Rose sí, pero no a Yrsa.
– Vale, vale -dijo bajando la voz-. Bueno, veremos cómo va todo cuando encontremos a la familia.
– ¿Qué pasa aquí?
La cabeza de Assad asomó por la puerta de su diminuto despacho. Era obvio que deseaba sondear el ambiente. ¿Estaban discutiendo, o qué?
– Ya tengo la dirección, Carl -dijo, y le puso un papel en la mano-. Se han mudado cuatro veces desde 1996. Cuatro veces en trece años, y ahora, o sea, viven en Suecia.
Mierda, pensó Carl. Suecia, el país con los mosquitos más grandes y la comida más aburrida del mundo.
– ¡Santo cielo! -exclamó-. Así que se han mudado adonde se pierden los renos. ¿A Luleå, a Kebnekaise o algo así?
– A Hallabro. Se llama Hallabro y está en Blekinge. A unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí.
Doscientos cincuenta kilómetros. Por desgracia, bastante accesible. Otro fin de semana al carajo.
Trató de quitarse el marrón de encima.
– Bien. Pero no van a estar en casa cuando vayamos. Y si llamamos antes, seguro que no están en casa. Y si están en casa, seguro que hablan en sueco, ¿y quién coño entiende eso cuando eres de Jutlandia?
Assad entornó un poco los ojos. Demasiada palabrería para su gusto.
– Los he llamado. Y estaban en casa.
– Ah, ¿sí? Bueno, pues desde luego no van a estar mañana.
– Sí, porque no he dicho quién era, entonces. He colgado enseguida.
Desde luego, aquellos dos tenían un talento especial para dar cortes.
Carl se arrastró hasta su despacho y llamó a casa. Dio unas breves instrucciones a Morten acerca de qué hacer si aparecía Vigga mientras él estaba fuera. A saber qué se le podría ocurrir.
Después dio instrucciones a Assad sobre la investigación posterior del caso de los incendios y para que controlara a Yrsa en su trabajo.
– Dale una buena lista de sectas religiosas, para empezar. Y luego sube donde Laursen y dile que llame al Instituto Forense y les meta prisa con las pruebas de ADN, ¿me harás el favor? -solicitó.
Después metió la pistola reglamentaria en el bolso. Con los suecos nunca se sabe.
No, al menos, cuando son daneses emigrados.
Capítulo 15
Por la noche del día siguiente, se encargó de que su patrona y amante provisional no llegara al orgasmo. En los segundos previos a que ella echara la cabeza hacia atrás y aspirase hondo hasta el diafragma, retiró sus hábiles dedos de su entrepierna y la dejó tumbada con la tensión chisporroteando en su interior y la mirada a la deriva.
Se levantó rápido y dejó a Isabel Jønsson a solas para que decidiera la mejor manera de descargar el cuerpo. Parecía confusa, y eso era justo lo que él quería.
Sobre la casita adosada de Viborg, la luz de la luna intentaba abrirse paso entre las densas nubes aborregadas. Se quedó desnudo en la terraza mirándolas, mientras el humo del cigarrillo surgía de sus fosas nasales.
A partir de ahora todo iba a seguir un patrón conocido.
Primero, la riña. Luego la amante querría una explicación de por qué había terminado lo suyo, y por qué entonces. Suplicaría, discutiría y volvería a suplicar, y él respondería, y después ella le pediría que recogiera sus cosas, y entonces saldría de la vida de la mujer.
Mañana a las diez de la mañana dejaría las colinas de Dollerup con los niños a su lado en el asiento delantero, y cuando se extrañaran porque se desviaba demasiado pronto, los anestesiaría. Sabía con exactitud dónde podía hacerlo sin problemas, lo había pensado bien. Entre unos árboles frondosos, que esconderían el coche y sus propósitos durante los escasos minutos que necesitara para neutralizarlos y esconderlos en la parte trasera de la furgoneta.
Cuatro horas y media después, incluyendo una visita para almorzar con su hermana, que vivía en Fionia, habría llegado a la caseta de botes junto a Nordskoven, en Jægerspris. Ese era el plan. Solo quedarían veinte pasos a través de matorrales hasta el local de techo bajo con las cadenas. Veinte pasos con las dos figuras tambaleantes a su lado.
Antes ya había oído gritos de súplica durante el paseíto. Ahora volvería a oírlos.
Después empezarían las negociaciones con los padres.
Vació de humo los pulmones y arrojó el cigarrillo al pequeño trozo de césped. En suma, lo aguardaban una noche y un día atareados.
Las terribles sospechas de que en su casa ocurría algo que podía poner toda su vida patas arriba tendrían que esperar. Si su mujer le era infiel, peor para ella.
Oyó un chirrido en la puerta de la terraza y se volvió hacia el rostro perplejo de Isabel. La bata apenas cubría su tembloroso cuerpo desnudo. Dentro de un par de segundos iba a decirle que la dejaba porque era demasiado vieja, aunque no era verdad. Su cuerpo era excitante y sabroso, irradiaba algo que apelaba a lo insaciable que había en él. Era una pena, por varias razones, que la relación tuviera que terminar, pero había pensado lo mismo muchas veces antes.
– Estás aquí sin ropa con este frío, ¿estás loco? Hace un frío que pela -dijo ella ladeando la cabeza, pero sin mirarlo-. Dime, ¿qué diablos pasa?
Él se colocó ante ella y asió el cuello de la bata.
– Eres demasiado vieja para mí -dijo con frialdad mientras cerraba la bata en torno al cuello desnudo.