Miró al frente mientras ella inspeccionaba sus movimientos. Aunque era experto en cambiar sus rasgos y siempre actuaba con alguna forma de disfraz, era posible que el mensaje contuviera una descripción exacta de su altura y corpulencia, color de ojos e incluso detalles más íntimos. En suma, no podía saber qué le habría contado a su hermano en aquel mensaje, y aquello daba un giro radical a la situación.
La miró a los ojos implacables, y le chocó que no fuera un oso polar. Era un basilisco. Serpiente, gallo y dragón a la vez. Y si mirabas a los ojos a un basilisco te volvías de piedra. Si te cruzabas en su camino, te morías por efecto del veneno de la serpiente. Nadie podía cacarear su versión de la verdad a los cuatro vientos como el basilisco. Nadie. Y solo su propio reflejo podía matar a aquel animal, ya lo sabía.
Por eso dijo:
– Digas lo que digas, siempre pensaré en ti, Isabel. Eres tan guapa y tan fantástica, que me gustaría haberte conocido cuando era más joven. Ahora es demasiado tarde. Lo siento y te pido perdón. No era mi intención herirte. Eres una persona maravillosa. Perdona.
Y le acarició suavemente la mejilla. En apariencia funcionó. Al menos, los labios de ella se estremecieron un poco.
– Creo que debes irte ahora. No quiero verte más. -Fue lo que dijo Isabel, pero no hablaba en serio.
La tristeza por que todo hubiera terminado la acompañaría para siempre. No iba a tener muchas experiencias como aquella a su edad.
Entonces saltó de su placa de hielo a otra placa de hielo. Ni el basilisco ni el oso polar lo seguirían.
Ella lo dejó marchar; aún no eran las siete.
Capítulo 16
Como siempre, llamó a su mujer hacia las ocho. Evitó hacer preguntas conflictivas y habló sin parar de vivencias que no había tenido y de sentimientos hacia ella que en aquellos momentos no albergaba. A la salida de Viborg se detuvo junto a un supermercado y se lavó rápidamente cara, axilas y entrepierna en los servicios para los clientes antes de partir para Hald Ege y después a Stanghede, donde lo esperaban Samuel y Magdalena.
Nada iba a detenerlo ahora. Hacía buen tiempo. Llegaría a su destino, como muy tarde, antes de oscurecer.
La familia lo recibió con olor a bollos recién horneados y grandes expectativas. Samuel había estado entrenándose por la mañana a pesar de su rodilla mala, y a Magdalena le brillaban los ojos y su espesa cabellera estaba cuidadosamente cepillada.
Estaban de lo más preparados.
– ¿Os parece que pase antes por el hospital para que le miren la rodilla a Samuel? Tenemos tiempo.
Engulló el último pedazo de bollo y consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto, y sabía que se opondrían.
Los discípulos de la Iglesia Madre no frecuentaban hospitales a menos que fuera necesario.
– Gracias, pero no, solo es una torcedura.
Rakel le pasó una taza de café y señaló la leche sobre la mesa. No tenía más que servirse.
– Bueno, y ¿dónde es ese encuentro de kárate? -preguntó Joshua-. Igual me paso por allí más tarde si tengo tiempo.
– Tonterías, Joshua -intervino Rakel, dándole una manotada-. Sabes muy bien cuándo tienes tiempo y cuándo no tienes tiempo.
Probablemente nunca, por lo que veía.
– En el polideportivo de Vinderup -respondió, no obstante, al hombre de la casa-. Es el club Bujutsukan quien lo organiza. Puede que haya información en internet.
No la había, pero por otra parte estaba seguro de que no tenían internet en la casa. Era uno más de los inventos sacrílegos que rechazaba la Iglesia Madre.
Se tapó el rostro con la mano.
– Perdonad, qué tonto soy. Por supuesto que no tenéis internet. Perdón. La verdad es que es algo diabólico.
Intentó parecer compungido, y observó que el café era descafeinado. En aquella casa no había nada políticamente incorrecto.
– Pero eso, es en el polideportivo de Vinderup -concluyó.
Los despidieron. Toda la familia en fila ante la casa, que a partir de entonces nunca más conocería la paz y armonía de tiempos pasados. Personas sonrientes que pronto aprenderían con dolor que la maldad del mundo no se deja controlar con misas semanales y la renuncia a los goces de los nuevos tiempos.
Y no le daban lástima. Fueron ellos quienes eligieron el camino que deseaban hollar, y que se cruzaba con el suyo.
Miró a los dos niños sentados junto a él en el asiento delantero y devolvió el saludo a la familia.
– ¿Vais cómodos? -preguntó mientras pasaban junto a franjas de terrenos yermos cubiertos de rastrojos de maíz marrón oscuro. Metió la mano en el bolsillo lateral de la puerta. Sí, su arma estaba debidamente preparada. Poca gente sospecharía que aquel cachivache era lo que era. Tenía la misma forma que el asa de un maletín.
Les sonrió cuando hicieron un gesto afirmativo. Iban cómodos, sus pensamientos volaban. No estaban acostumbrados a grandes fluctuaciones en su tranquila y limitada vida cotidiana. Les esperaba el gran acontecimiento del año.
No, aquello lo solventaría sin dificultad.
– Iremos por Finderup, es un camino muy bonito -aseguró, ofreciéndoles una chocolatina. Lo tenían prohibido, sí, pero era también una forma de crear una sensación de complicidad entre ellos. Y la complicidad producía confianza. Y la confianza proporcionaba tranquilidad en el trabajo.
– Ah, bueno -dijo cuando vio que vacilaban-. También tengo algo de fruta. ¿Preferís una clementina?
– Creo que prefiero el chocolate -sentenció Magdalena con una sonrisa irresistible que dejó al descubierto su aparato dental. No cabía duda de que era la misma chica que tenía secretos ocultos bajo el césped del jardín.
A continuación puso por las nubes el paisaje del páramo y les dijo que estaba deseando mudarse para siempre a la región. Y cuando llegaron al cruce de Finderup reinaba el ambiente que él quería: distendido, lleno de confianza y camaradería. Allí tomó la desviación.
– Eh, me parece que te has desviado demasiado pronto -dijo Samuel, acercándose al parabrisas-. La desviación para Holstebro era la siguiente.
– Sí, ya lo sé. Pero ayer, cuando andaba por aquí en busca de una casa, encontré este atajo a la carretera nacional 16.
Volvió a desviarse doscientos metros más allá del monumento a Erik Klipping.
«Hesselborgvej», ponía.
– Tomaremos esta carretera. Tiene baches, pero es un atajo magnífico -continuó.
– ¿De verdad? -dudó Samuel, leyendo un cartel al pasar al lado. «Prohibido el tráfico militar por carreteras secundarias», se leía-. Yo creía que no tenía salida -dijo el chico, recostándose en el asiento.
– No, ahora tenemos que pasar junto a la granja amarilla de la izquierda, y llegaremos a una granja en ruinas a la derecha, y después volvemos a desviarnos a la izquierda. Me parece que no conoces esta carretera.
Asintió para sí en silencio cuando avanzaron otros doscientos metros y la gravilla del terreno empezó a escasear. Ahora venía un paisaje ondulado de bosque y tocones. El destino final estaba tras la siguiente curva.