– Ahí va -dijo el muchacho, señalando al frente-. No podrás pasar por ahí, no creo.
Se equivocaba, pero no era cuestión de discutir. Por eso dijo:
– Pues vaya, Samuel, tienes razón. Así que tendré que dar la vuelta aquí. Lo siento, oye. Pues estaba seguro de que…
Atravesó la furgoneta frente al camino estrecho, y luego dio marcha atrás entre los árboles.
Cuando el coche se detuvo, sacó raudo el arma de electrochoque del portaobjetos lateral, quitó el seguro, la puso contra el cuello de Magdalena y disparó. Era un aparato diabólico que metía 1,2 millones de voltios en el cuerpo de la víctima y la paralizaba temporalmente. El grito de dolor y sobre todo el sobresalto que provocó en la chica hicieron que Samuel se asustara. Al igual que la hermana, estaba desprevenido. La expresión de la mirada del chico reflejaba angustia, pero también que estaba dispuesto a pelear. En el breve segundo transcurrido desde que su hermana cayó sobre él hasta que se dio cuenta de que el chisme que apretaban contra él era peligrosísimo, todos los mecanismos de defensa del muchacho despertaron.
Por eso el hombre tardó en percibir que el chico apartaba a su hermana de un empujón, tiraba de la manilla de la puerta, conseguía abrirla y saltaba fuera del coche. Por eso la descarga del arma no penetró lo suficiente.
Dio otra sacudida a la chica y saltó en pos de su hermano, que seguía avanzando por la pista forestal verduzca cojeando por la rodilla mala. Atraparlo sería cuestión de segundos.
Cuando llegó a los pinos, el chico se volvió de repente.
– ¿Qué es lo que quieres? -gritó, e imploró ayuda a los dioses, como si de las filas perfectas de árboles fuera a surgir una cohorte de ángeles que lo defendieran. Cojeando, dio un paso a un lado y asió un garrote de pino con las ramas rotas peligrosamente afiladas.
Mierda, pensó fugazmente. Pues era verdad, debía haberse encargado del chico primero. ¿Por qué diablos no había escuchado a su instinto?
– ¡No te acerques! -rugió el chico blandiendo el garrote. No había duda de que iba a usarlo. Samuel iba a pelear con todas sus fuerzas.
Fue entonces cuando pensó que debía comprar una Taser C2 por internet. Con ella podría disparar corriente a sus víctimas a varios metros de distancia. En ciertas ocasiones no había un segundo que perder, como ocurría ahora. Solo había unos cientos de metros hasta las granjas. Pese a que el lugar estaba escogido a conciencia, un campesino o un trabajador forestal podrían aparecer de repente. Dentro de pocos segundos la hermana pequeña del joven se habría recuperado lo suficiente como para poder escapar ella también.
– No te valdrá de nada, Samuel -lo amonestó, lanzándose hacia los garrotazos febriles del chico. Notó que el garrote golpeaba su hombro de lleno en el mismo instante en que disparó el arma contra el brazo del chico, y los rugidos que emitieron fueron simultáneos.
Pero el combate era desigual, y con la siguiente descarga el chico se desplomó.
Se miró el hombro, donde lo había golpeado Samuel. Joder, pensó, mientras la sangre se extendía como si fueran estrellas por el hombro de la chaqueta.
– Sí, antes de la próxima vez tengo que comprarme una Taser -murmuró mientras arrastraba al chico a la parte trasera de la furgoneta y colocaba en sus narices un trapo con cloroformo. Solo fue un momento, luego Samuel dirigió una mirada vacía a ninguna parte y perdió el conocimiento.
Un momento después ocurría lo mismo con su hermana.
A continuación les vendó los ojos, les ató con cinta adhesiva las manos, los pies y les tapó la boca, tal como solía hacer, y los dejó tumbados en postura fetal en medio de la gruesa alfombra que cubría el suelo.
Se mudó de camisa, se puso otra chaqueta y se quedó un rato mirando a los niños para estar seguro de que no iban a marearse, vomitar y ahogarse en su propio vómito.
Cuando se sintió seguro de su estado arrancó.
Su hermana y su cuñado se habían establecido en una pequeña granja a las afueras de Årup. Blanca y pegada a la carretera. A unos pocos kilómetros de la iglesia donde su padre ejerció su misión final.
Era el último lugar del mundo en que se le ocurriría vivir.
– ¿De dónde vienes esta vez? -preguntó su cuñado con desgana mientras señalaba las zapatillas gastadas que había siempre en el recibidor y que todos los visitantes debían calzar para andar por la casa. Como si sus suelos fueran algo del otro mundo.
Siguió el sonido hasta la sala y encontró a su hermana canturreando en un rincón, envuelta en una manta escocesa roída por el tiempo y la polilla.
Eva siempre lo reconocía por el caminar, pero no decía nada. Había engordado muchísimo desde la última vez que se vieron. Por lo menos veinte kilos. Su cuerpo se desparramaba en todas direcciones, y la imagen de su hermana bailando con entusiasmo en el jardín de la casa del pastor pronto se desvanecería.
No se saludaron, nunca lo hacían. Tampoco las frases de cortesía eran moneda corriente en el hogar de su infancia.
– Va a ser una visita corta -dijo, poniéndose en cuclillas ante ella-. ¿Qué tal estás?
– Willy me cuida bien -respondió su hermana-. Vamos a almorzar dentro de poco. ¿Quieres acompañarnos?
– Bueno, tomaré un bocado. Y luego me voy.
Eva asintió con la cabeza. En realidad le daba igual. Desde que la luz de sus ojos se apagó, también había perdido las ganas de oír noticias de sus semejantes y del mundo exterior. Puede que fuera necesario. Puede que de pronto las imágenes descoloridas del pasado ocuparan demasiado en su interior.
– Os he traído dinero.
Sacó un sobre del bolsillo y se lo puso en la mano.
– Son treinta mil. Con eso podréis apañaros hasta mi próxima visita.
– Gracias. ¿Cuándo?
– Dentro de unos meses.
Eva asintió en silencio y se levantó. Él fue a ayudarla, pero ella retiró el brazo.
En la mesa de la cocina, cubierta por un hule que había conocido días más felices en décadas pasadas, completaban el bodegón sendos moldes de aluminio conteniendo paté barato y unos pedazos indefinibles de carne frita. Willy conocía a gente de la comarca que cazaba más de lo que podía comer, así que no les faltaban calorías.
Su cuñado jadeaba, asmático, cuando hincó la cabeza en el pecho y rezó un padrenuestro. Tanto él como su hermana tenían los ojos cerrados con fuerza, pero todos sus sentidos estaban dirigidos hacia el extremo de la mesa donde estaba sentado él.
– ¿Todavía no has encontrado a Dios? -preguntó después su hermana dirigiéndole su mirada muerta jaspeada de blanco.
– No -replicó-. Mi padre me lo sacó a golpes.
Su cuñado alzó lentamente la cabeza y lo miró con odio. En otros tiempos había sido un tipo guapo. Bromista y lleno de ambiciones de navegar y conocer los rincones más recónditos y las mujeres de piel más suave del mundo. Cuando conoció a Eva, ella lo deslumbró con su vulnerabilidad y sus hermosas palabras. Él siempre había conocido a Jesucristo, pero no era su mejor amigo.
Eva lo hizo cambiar de parecer.
– Habla con respeto de mi suegro -dijo su cuñado-. Era un santo.
Miró a su hermana. Su rostro carecía por completo de expresión. Si hubiera tenido algún comentario que hacer al respecto, podría haberlo dicho entonces, pero no lo hizo. Por supuesto que no.
– Entonces, ¿crees que nuestro padre se encuentra en el Paraíso?
Su cuñado entornó los ojos. Esa fue su respuesta. Más le valía no seguir en esa dirección, fuera o no hermano de Eva.
Sacudió la cabeza y devolvió la mirada a su cuñado. Pobre desgraciado, pensó. Si la idea de un Paraíso donde tuviera sitio un pastor de tercera, embrutecido y con estrechez de miras, era tan importante para él, lo ayudaría con sumo gusto a alcanzarlo en un santiamén.
– Deja de mirarme así, cuñado -dijo-. He dejado treinta mil coronas para ti y para Eva. A cambio exijo que te controles durante la media hora que voy a estar aquí.