Miró al crucifijo colgado de la pared sobre el rostro cabreado de su cuñado. Era más pesado de lo que parecía.
Había sentido su peso encima.
Escuchó ruidos en la parte trasera de la furgoneta cuando atravesaba el puente del Gran Belt, y se detuvo antes de llegar a la cabina de peaje para abrir la puerta trasera y volver a rociar con cloroformo los dos cuerpos que forcejeaban.
No se puso en marcha hasta que la quietud regresó a la parte trasera, y esta vez bajó las ventanillas, porque tenía la sensación de que la última dosis había sido excesiva.
Cuando llegó a la caseta de botes del norte de Selandia había demasiada luz para meter a los jóvenes. Los primeros veleros del año y los últimos del día volvían a los puertos de recreo de Lynæs y Kignæs. Bastaba un alma curiosa con un par de prismáticos para que todo se fuera al garete. El problema era que en la parte trasera de la furgoneta reinaba excesivo silencio, y aquello empezaba a inquietarlo. Si los niños morían por la dosis de cloroformo, habría echado por la borda meses de preparativos.
Vete de una puta vez, pensó con la vista clavada en el obstinado coloso celeste que, de color rojo intenso, parecía atascado en el horizonte bajo las nubes arreboladas.
Entonces cogió el móvil. La familia de Dollerup ya habría empezado a extrañarse de que no hubiera vuelto con los niños. Les había prometido entregarlos antes del descanso y no había mantenido su promesa. Se los imaginaba en aquel momento esperando sentados en torno a la mesa con sus velas, sus túnicas y las manos juntas. Iba a ser la última vez que confiaban en él, estaría diciendo en aquel momento la madre.
Y en eso estaba dolorosamente en lo cierto.
Tecleó el número. No se presentó. Dijo sin más que exigía un millón de coronas de rescate. Billetes usados en un pequeño saco que debían arrojar del tren. Les dijo cuándo salía el tren, dónde y cuándo tenían que hacer transbordo, y en qué tramo iban a ver una luz estroboscópica y a qué lado del tren. La llevaría en la mano y destellaría como un flash. No tenían que dudar, solo había una oportunidad. Después de arrojar el saco, pronto volverían a ver a sus hijos.
Más les valía no tratar de engañarlo. Tenían el fin de semana y el lunes para reunir el dinero. Y el lunes por la noche debían coger el tren.
Si no estaba todo el dinero, los niños morirían. Si se ponían en contacto con la Policía, los niños morirían. Si hacían algo extraño tras la entrega del dinero, los niños morirían.
– Recordad -dijo-. El dinero volveréis a ganarlo, pero los niños se perderán para siempre.
Tras decir eso siempre dejaba a los padres un momento para que jadearan en busca de aire. Para que superasen la conmoción.
– Y recordad también que no podréis proteger a los demás hijos todo el tiempo. Si tengo la mínima sospecha, viviréis en la inseguridad. De lo único que podéis estar seguros es de eso y de que nunca podréis localizar este móvil.
Luego cortó la comunicación. Era así de sencillo. Dentro de diez segundos el móvil habría desaparecido en la bahía. Siempre había sido hábil tirando piedras.
Los niños tenían una palidez cadavérica, pero estaban vivos. Los encadenó en el interior de la caseta de botes, a cierta distancia uno del otro, les soltó las ligaduras y se aseguró de que no devolvieran lo que les dio de beber.
Tras la habitual escena de súplicas, llantos y miedo comieron algo, y él tenía la conciencia tranquila cuando les tapó la boca con cinta adhesiva y se marchó con la furgoneta.
Hacía quince años que era propietario del lugar y nunca se había acercado a la caseta nadie aparte de él. La granja a la que pertenecía la caseta estaba oculta tras los árboles, y el trayecto hasta la caseta siempre había estado cubierto por vegetación. El único sitio desde el que podía divisarse era desde el agua, y aun así había obstáculos. ¿Quién querría amarrar en la masa maloliente llena de algas que crecía sobre la red de pesca? La red la había extendido entre las estacas de la masa aquella vez que una de sus víctimas arrojó algo al agua.
No, los niños podían gimotear cuanto quisieran.
Nadie los oiría.
Volvió a mirar la hora. Hoy no iba a telefonear a su mujer como tenía por costumbre cuando se ponía rumbo a Roskilde. ¿Por qué darle una idea de cuándo podía esperarlo de vuelta?
Ahora se dirigiría a la pequeña propiedad rural de Ferslev, dejaría la furgoneta en el granero y a continuación saldría con el Mercedes. En menos de una hora estaría en casa, y el tiempo diría qué se traía entre manos su mujer.
Los últimos kilómetros antes de llegar a casa logró una especie de paz interior. ¿Qué era lo que había alimentado la sospecha respecto a su mujer? ¿No era acaso un fallo de él? Aquellas sospechas infundadas e ideas sombrías ¿no se alimentaban acaso de todas las mentiras que él escupía y de las que vivía? Todo aquello ¿no era sencillamente consecuencia de su propia vida encubierta?
Bueno, la verdad es que lo pasamos bien juntos, fue su último pensamiento antes de reparar en la bici de hombre apoyada en el sauce llorón de la entrada.
Fue antes de reparar en ello, y en que la bici no era la suya.
Capítulo 17
Hubo una época en que las conversaciones telefónicas que mantenía con él por la mañana le daban energía. El mero sonido de la voz de él bastaba para aguantar un día sin ningún otro contacto humano. Solo pensar en su abrazo hacía que lo soportara todo.
Pero ya no sentía eso. La magia había desaparecido.
Mañana llamaré a mamá y haré las paces con ella, se decía. Y pasaba el día y llegaba la mañana siguiente y no lo hacía.
Porque ¿qué iba a decirle? ¿Que sentía que se hubieran distanciado? ¿Que tal vez se había equivocado? ¿Que había conocido a otro hombre que se lo había hecho ver? ¿Que la llenaba de palabras y no era capaz de oír nada más? Por supuesto que no podía decírselo a su madre, pero era la verdad.
El vacío interminable en el que la había dejado su marido se había llenado.
Kenneth había estado en la casa más de una vez. Tras dejar a Benjamin en la guardería, lo encontraba allí. A pesar del caprichoso marzo, siempre en camisa de manga corta y pantalones de verano prietos. Ocho meses destinado en Irak y otros diez en Afganistán lo habían endurecido. Solía decir que los duros inviernos, tanto interiores como exteriores, atemperaban el deseo de comodidades de los soldados daneses.
Era sencillamente irresistible. Y también sencillamente espantoso.
Había oído a su marido preguntar por Benjamin y extrañarse de que se le hubiera pasado el catarro tan pronto. También lo había oído decir por el móvil que la quería y que tenía ganas de llegar a casa. Que tal vez llegara antes de lo previsto. Y no se creyó ni la mitad de lo que le contaba; esa era la diferencia. La diferencia entre antes, cuando sus palabras la deslumbraban, y ahora, que solo la molestaban.
Y le tenía miedo. Tenía miedo de su ira, miedo de su poder. Si la echaba de casa no tenía nada, ya se había ocupado él de eso. Sí, tal vez un poco, pero ni eso. Puede que ni siquiera tuviera a Benjamin.
Y es que hablaba tan bien… Era muy hábil con las palabras. ¿Quién iba a creerla cuando dijera que Benjamin estaba mejor con su madre? ¿No era acaso ella la que deseaba marcharse? Y su marido, ¿no sacrificaba acaso su vida y tenía que viajar para poder proporcionarles sustento? Los estaba oyendo. La gente del ayuntamiento, de la administración. Todos aquellos profesionales que solo se fijarían en la madurez de él y en los fallos de ella.
Estaba convencida.
Después llamaré a mamá, pensó. Me comeré el orgullo y se lo contaré todo. Es mi madre. Me ayudará. Claro que sí. Seguro.
Pasaron las horas y las ideas la agobiaban. ¿Por qué se sentía así? ¿Era porque en unos pocos días se había sentido más cerca de un extraño de lo que se sintiera nunca de la persona con quien estaba casada? Porque era verdad. Lo único que sabía de su marido era lo que hablaban periódicamente en las pocas horas que pasaban juntos en casa. ¿Qué sabía, aparte de eso? Su trabajo, su pasado, todas las cajas del primer piso, todo aquello era territorio vedado.