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Pero una cosa era perder los sentimientos y otra justificarlo. Porque ¿acaso su marido no se portaba bien con ella? ¿No era solo su propia ceguera lo que la impedía ver?

Pensaba en cosas así. Y por eso volvió a subir al primer piso y se quedó mirando a la puerta donde estaban las cajas de mudanza. ¿Era el momento de conocer más? ¿De traspasar los límites? ¿De no poder retroceder? Sí, lo era.

Sacó las cajas de cartón una a una y las colocó en el pasillo en orden inverso. Cuando las volviera a colocar en su sitio tenían que estar exactamente como antes, bien cerradas y con los abrigos encima. Solo así veía factible la empresa.

Eso esperaba.

Las primeras diez cajas, las que habían estado al fondo, bajo la ventana Velux, corroboraban lo que le había dicho su marido. Viejos trastos de familia que habían terminado en sus manos. Productos típicos de herencias, iguales a los que dejaron sus abuelos para la familia: piezas de porcelana, todo tipo de papeles y cachivaches, mantas de lana, manteles de encaje, vajilla para doce y diversos cortapuros, relojes de mesa y baratijas.

La imagen de una vida familiar ya pasada y camino del olvido. Así es como se lo describió él.

Las siguientes diez cajas añadían detalles que corrían un velo desconcertante sobre esa imagen. Allí estaban los marcos de foto dorados. Carpetas con recortes de periódico ampliados. Álbumes con acontecimientos y recuerdos pegados. Todo ello de su infancia, todo ello apuntalando la idea de que la mentira y los silencios siempre están presentes en la mirada retrospectiva hacia las sendas de la infancia.

Porque, contrariamente a lo que siempre había sostenido, su marido no era hijo único. De hecho, no cabía la menor duda de que tenía una hermana.

En una de las fotografías aparecía vestido de marinero, cruzado de brazos, mirando con ojos tristes hacia la cámara. No tendría más de seis o siete años. Piel suave y cabellera espesa con raya a un lado. Junto a él había una niña pequeña de largas trenzas y sonrisa inocente. Podría ser la primera vez que la fotografiaban.

Era un bonito retrato de dos niños bien diferentes.

Dio la vuelta a la foto y aparecieron tres letras. EVA, ponía. También había algo más escrito, pero estaba tachado a bolígrafo.

Estuvo hojeando las fotografías y dándoles la vuelta a todas. Otra vez las tachaduras.

Ningún nombre, ninguna indicación del lugar.

Todo estaba tachado.

¿Por qué tachar los nombres?, pensó. Así desaparece la gente para siempre.

Cuántas veces no había estado en su casa mirando fotos antiguas de gente sin nombre.

Igual su madre le decía «Es tu bisabuela, se llamaba Dagmar», pero no estaba escrito en ninguna parte. Y cuando su madre muriera ¿qué iba a pasar con los nombres? ¿Quién había insuflado vida a quién, y cuándo?

Pero aquella niña tenía nombre. Eva.

Seguro que era la hermana de su marido. Los mismos ojos, la misma boca. En dos de las fotos en que estaban solos miraba a su hermano con admiración. Era conmovedor.

Eva parecía una chica de lo más normal. Rubia, limpia y con una mirada al mundo en la que, aparte de aquella primera foto, siempre había más inquietud que valor.

Cuando los hermanos aparecían con los padres estaban todos apretados, como si se defendieran del resto del mundo. Nunca se abrazaban, solo se ponían muy juntos. En las escasas fotos en que aparecían los cuatro, la disposición era siempre la misma. En primer plano los niños, con los brazos caídos, y la madre detrás con las manos posadas en los hombros de su hija, y las manos del padre en los del hijo.

Era como si aquellos dos pares de manos apretaran a los niños contra la tierra.

Trataba de entender a aquel chico con mirada de viejo que se convirtió en su marido. Era difícil. Y es que había demasiada diferencia de edad entre ella y él, se dio cuenta con más claridad que nunca.

Volvió a cerrar las cajas con las fotos y abrió las carpetas con la convicción recién adquirida de que habría sido mejor que ella y su marido nunca se hubieran conocido. De que, en realidad, había nacido para compartir el destino con un hombre como el que vivía a cinco manzanas de ella. No con el hombre cuyas fotos había estado viendo.

El padre de él fue pastor protestante, era algo que él nunca le contó, pero se veía en varias fotografías.

Un hombre sin sonrisa y con una mirada que expresaba soberbia y poder.

La madre de su marido no tenía la misma mirada. La suya era inexpresiva.

En aquellas carpetas se intuía por qué. Porque el padre mandaba en todo. Había hojas parroquiales en las que despotricaba contra el ateísmo, predicaba la desigualdad y denunciaba a las almas descarriadas. Panfletos que trataban sobre poseer la palabra de Dios y solo soltarla cuando podía arrojarse a la vista de los descreídos. En aquellos escritos se veía con nitidez que su marido había crecido en un ambiente muy diferente al que ella conoció.

Demasiado diferente.

Era un ambiente nauseabundo, de exaltación patriótica, opiniones siniestras, intolerancia, profundo conservadurismo y chovinismo el que se traslucía de aquellos libelos amarillentos. Claro que era el padre y no su marido quien era así. Pero, de todos modos, se daba perfecta cuenta, tanto ahora como -tras pensarlo- a diario, de que las maldiciones del pasado habían creado en él unas tinieblas que solo desaparecían del todo cuando hacía el amor con ella.

Y no debía ser así.

Bien pensado, en aquella infancia algo había ido muy mal. Cada vez que aparecía algún nombre o lugar estaba tachado con bolígrafo. Siempre con el mismo bolígrafo.

Cuando fuera a la biblioteca iba a buscar en internet al abuelo paterno de Benjamin. Pero primero tenía que averiguar su nombre. Alguno de aquellos recortes tenía que ayudarla a saber cómo se llamaba. Y si encontraba algo en ellos, debía de existir todavía alguna huella de aquella persona tan singular e innoble. Incluso en estos tiempos de amnesia.

En tal caso, quizá pudiera hablar de eso con su marido. Quizá hablar lo hiciera sincerarse.

Luego abrió un montón de cajas de zapatos apiladas en una de las cajas de mudanza. En la parte de abajo había diversos efectos de escaso interés, así como un mechero Ronson que accionó, y que curiosamente funcionaba de forma intachable, unos gemelos, un cortaplumas y viejos artículos de oficina de otros tiempos.

El resto de las cajas desvelaban una época completamente diferente. Recortes, folletos y panfletos políticos. Cada caja descubría nuevos fragmentos de la vida de su marido, que en conjunto ofrecían la imagen de una persona deshonrada y herida que creció para ser un fiel reflejo de su padre, pero también su polo opuesto. El muchacho que de forma inevitable iba en la dirección opuesta a la prescrita por los maestros de su infancia. El adolescente que sustituyó la reacción por la acción. El hombre de las barricadas que apoyaba todo totalitarismo que no tuviera que ver con la religión. El que buscaba el bullicio de Vesterbrogade cuando los okupas se reunían. El que cambió el traje de marinero por el grueso jersey de punto, la casaca del ejército y el pañuelo palestino. Y el que se cubría el rostro con el pañuelo cuando llegaba el momento.

Era un camaleón que sabía de qué color camuflarse y cuándo. Ahora se estaba dando cuenta.

Se quedó un rato pensando si debía colocar las cajas en su sitio y olvidar lo que había visto. Porque en aquellas cajas había cosas que sin duda su marido no quería recordar.

¿No había deseado acaso hacer tabla rasa con su vida anterior? Sí que lo había deseado. Si no le habría contado todo, sin hacer todas aquellas tachaduras.