Pero ella ¿cómo iba a detenerse ahora?
Si no se sumergía en la vida de él, nunca llegaría a entenderlo de verdad. Nunca llegaría a saber quién era realmente el padre de su hijo.
Así que se volvió hacia el resto de su vida, embalado con pulcritud en el pasillo. Cajas de zapatos convertidas en archivadores y metidas en cajas de mudanza. Todo ordenado por fechas.
Ella esperaba años en los que terminara teniendo problemas en las barricadas, pero algo debió de hacer que cambiara el rumbo. Como si por una temporada hubiera sentado la cabeza.
Cada época tenía su carpeta de plástico con su año y mes. Por lo visto, pasó un año ocupado estudiando derecho. Otro, filosofía. Un par de años de mochilero en países de Centroamérica, donde según otros documentos vivía de pequeños trabajos en hoteles, viñedos y mataderos.
Parece ser que no fue hasta volver a Dinamarca cuando empezó a convertirse de veras en la persona que ella creía conocer. Otra vez carpetas ordenadas con esmero. Folletos del servicio militar. Apuntes garabateados sobre una escuela de suboficiales, la Policía Militar y las fuerzas especiales del Ejército. Ahí terminaban los apuntes personales y la colección de pequeñas reliquias.
Nunca nombres ni indicaciones concretas de lugares y relaciones personales. Solo aquellos grandes esbozos de años que habían pasado.
Lo último que decía algo sobre la dirección que seguiría era un taco de folletos en diversas lenguas. Sobre estudios de consignatario marítimo en Bélgica. Propaganda de reclutamiento en la Legión Extranjera con bonitas fotos del sur de Francia. Diversos formularios de inscripción en escuelas de comercio.
Nada indicaba qué camino había tomado. Solo qué cosas ocupaban su mente por aquella época.
Desde luego, aquello parecía de lo más caótico.
Y mientras colocaba en su sitio aquel grupo de cajas, empezó a sentir miedo. Ya sabía que su trabajo era algo secreto, al menos es lo que él le contaba. Y hasta entonces había sido una verdad tácita que aquello era por el bien de todos. Actividades de inteligencia, trabajo con la Policía secreta o algo parecido. Pero ¿por qué era tan seguro que fuera por el bien de todos? ¿Tenía acaso alguna prueba?
Lo único que sabía era que su marido nunca había llevado una vida normal. Se mantenía aparte. Siempre había vivido en el borde.
Y ahora que había trillado los primeros treinta años de su vida seguía sin saber nada.
Por último, llegaron las cajas que habían estado arriba del todo. En algunas ya había mirado antes, pero no en todas. Y ahora que las abría sistemáticamente una a una y las examinaba al detalle surgía la espantosa pregunta de por qué esas cajas habían estado tan al alcance de la mano.
Era una pregunta espantosa, porque ya conocía la respuesta.
Las cajas habían podido estar allí porque era impensable que ella fuera a revolver en ellas, así de sencillo. ¿Qué podía poner mejor de relieve el poder que había ejercido sobre ella? ¿Que ella había aceptado sin más que era su territorio? ¿Que estaban cargadas de tabúes?
Un poder así sobre alguien lo tiene solo una persona que desea ejercerlo.
Abrió las cajas presa de una violenta agitación y tensión. Con los labios apretados, la respiración agitada y sintiendo el aire cálido en las fosas nasales.
Las cajas estaban llenas de carpetas. Cuadernos de anillas de todos los colores, pero el interior parecía negro como el carbón.
Las primeras carpetas desvelaban un período en el que, por lo visto, buscó retractarse de su vida impía. Otra vez folletos. Folletos de todo tipo de movimientos religiosos, ordenados en archivadores. Pasquines que hablaban de la eternidad, de la luz eterna de Dios y de cómo se podía llegar hasta ella con absoluta seguridad. Opúsculos de comunidades y sectas de nuevas religiones que aseguraban tener la respuesta definitiva a las adversidades del ser humano. Nombres como Sathya Sai Baba, Cienciología, Iglesia Madre, Testigos de Jehová, Sociedad de los Eternos y los Niños de Dios se mezclaban con el movimiento Tongil, la Cuarta Vía, la Misión de la Luz Divina y un montón más de los que tampoco sabía gran cosa. Y fuera cual fuese la orientación que tuvieran las religiones, todas se reclamaban poseedoras del único camino verdadero hacia la salvación, la armonía y el amor al prójimo. El único camino verdadero, tan seguro como la muerte.
Sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que había buscado? Él, que con tal ahínco se despojó de la sombría escuela de su infancia y de los dogmas cristianos. Por lo que ella sabía, ninguna de aquellas numerosas ofertas había merecido la atención de su marido.
No, las palabras Dios y religión no eran palabras de uso corriente en su villa de piedra caliza roja, a la poderosa sombra de la catedral de Roskilde.
Tras recoger a Benjamin de la guardería y jugar un poco con él, lo sentó ante el televisor. Con tal de que hubiera colores y la imagen no estuviese quieta, se daba por satisfecho.
Subió al primer piso, pero pensó si no sería mejor no seguir adelante. Meter las últimas cajas sin mirar en ellas y dejar en paz la atormentada vida de su marido.
Veinte minutos más tarde se alegraba de no haber seguido el impulso. De hecho, se sentía tan mal que en aquel momento sopesaba seriamente si debería recoger sus cosas, levantar la tapa de la lata con el dinero para la casa y coger el primer tren que partiera.
Seguramente esperaba encontrar en las cajas cosas relacionadas con la época y la vida de la que ella se había convertido en parte, pero no que de pronto se revelara que también ella era uno de sus proyectos.
Le dijo que se había enamorado perdidamente de ella la primera vez que charlaron, y así lo sintió ella también. Ahora sabía que eran falsas apariencias.
Porque ¿cómo podía haber sido casual su primer encuentro en el café cuando veía ahora recortes del concurso hípico de Bernstorffsparken en el que por primera vez subió al podio? Eso fue muchos meses antes de que se conocieran. ¿De dónde había sacado aquellos recortes? Si los hubiera encontrado después, se los habría enseñado, ¿no? Además, tenía programas de torneos en los que participó mucho antes de eso. También tenía fotos de ella sacadas en lugares en los que, desde luego, no había estado con él. Así que la había vigilado de manera sistemática durante un tiempo antes de su supuesto primer encuentro.
Lo único que hizo él fue esperar el momento adecuado para golpear. Ella había sido la elegida, pero no se sentía halagada, a la vista de cómo había ido todo; no se sentía halagada en absoluto.
Le producía escalofríos.
Y también sintió escalofríos cuando abrió después un archivador de madera que estaba en la misma caja de mudanzas. A primera vista no era nada especial. Una simple caja con listas de nombres y direcciones que no le decían nada. Pero cuando examinó los papeles con más detenimiento sintió desagrado.
¿Por qué era tan importante aquella información para su marido? No lo entendía.
A cada nombre de la lista correspondía una página donde se habían anotado, de manera ordenada, datos de la persona y de su correspondiente familia. Primero ponía a qué religión pertenecían. Después cuál era el rango que ocupaban en la comunidad, y luego cuánto tiempo llevaban siendo miembros. Entre las informaciones más personales destacaban las correspondientes a los niños de la familia. Nombre, edad y, lo que era inquietante, también sus rasgos característicos. Por ejemplo, ponía:
«Willers Schou, quince años. No es el favorito de su madre, pero está muy unido al padre. Un chico rebelde que no participa regularmente en las reuniones de la comunidad. Pasa resfriado la mayor parte del invierno y debe guardar cama dos veces.»
¿Para qué quería su marido aquella información? ¿Y qué le importaba a él lo que ganaran al año? ¿Era un espía de la Seguridad Social, o qué? ¿Lo habían destinado a infiltrarse en sectas danesas para poner al descubierto casos de incesto, violencia u otras barbaridades, o qué?