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Era aquel «o qué» lo que la atormentaba de forma tan desagradable.

Parecía ser que trabajaba por todo el país, así que era imposible que estuviera empleado en el ayuntamiento. En buena lógica, no podía estar empleado en el sector público, porque ¿quién guarda en su casa, metida en cajas de mudanza, ese tipo de información confidencial?

Pero ¿entonces? ¿Detective privado? ¿Estaba al servicio de algún ricachón para incordiar en los círculos religiosos daneses?

Tal vez.

Y se quedó tranquila con aquel «tal vez» hasta que llegó a un folio donde, bajo la información sobre la familia, ponía: «1,2 millones. Ningún problema».

Estuvo un buen rato con el papel en el regazo. Como en el resto de los apuntes, se trataba de una familia numerosa vinculada a una secta religiosa. Lo único que los hacía diferentes del resto era aquella última línea y otro detalle más: uno de los nombres de los niños estaba marcado. Un chico de dieciséis años, de quien se decía solo que todo el mundo lo quería.

¿Por qué había un asterisco junto a su nombre? ¿Porque todos lo querían?

Se mordió el labio sin saber qué hacer. Lo único que sabía era que su fuero interno le gritaba que se marchara de allí. Pero ¿sería la decisión correcta?

Tal vez todo aquello, bien utilizado contra él, la ayudara a quedarse con Benjamin. Pero no sabía cómo.

Después colocó en su sitio las dos últimas cajas, cajas anodinas con las cosas de él para las que no habían encontrado uso en su hogar común.

Luego puso con cuidado los abrigos encima. El único rastro de su indiscreción era la abolladura que hizo en el cartón de una de las cajas cuando anduvo buscando el cargador del móvil, y apenas se notaba.

Está bien así, pensó.

Entonces llamaron a la puerta.

Kenneth estaba en la penumbra con la mirada risueña. Igual que las veces anteriores, hizo justo lo convenido. Se plantó con un periódico del día arrugado, dispuesto a preguntar si les faltaba el periódico en la casa. Solía decir que lo había encontrado en medio de la carretera, y que los repartidores de periódicos eran cada vez más descuidados. Todo ello por si la expresión del rostro de ella indicaba que había moros en la costa, o si, en contra de lo esperado, era su marido quien abría la puerta.

Aquella vez le costó decidir qué debía expresar su rostro.

– Entra, pero solo un rato -se limitó a decir.

Miró a la calle. Estaba bastante oscuro y llevaba tiempo así. Todo estaba en calma.

– ¿Qué ocurre? ¿Va a volver a casa? -preguntó Kenneth.

– No, no creo; habría llamado.

– ¿Entonces…? ¿No te sientes bien?

– No.

Se mordió el labio. ¿De qué iba a servirle contárselo todo? ¿No sería mejor que lo dejaran durante una temporada para que él no se viera envuelto en lo que por fuerza iba a ocurrir? ¿Quién iba a poder probar ninguna relación entre ellos si interrumpían el contacto una temporada?

Asintió en silencio para sí.

– No, Kenneth, en este momento estoy confusa.

Se quedó mirándola en silencio. Bajo las cejas rubias había unos ojos vigilantes que habían aprendido a calibrar el peligro. Enseguida se habían dado cuenta de que aquello no era normal. Habían observado que eso podría tener consecuencias en unos sentimientos que ya no deseaba refrenar. Y el instinto de defensa estaba alerta.

– Vamos, dime qué te pasa, Mia.

Ella lo llevó de la puerta a la sala, donde Benjamin estaba sentado tranquilamente frente al televisor como solo los niños pequeños pueden estarlo. Era en aquel pequeño ser en quien debía concentrar sus energías.

Iba a volverse hacia él para decirle que no se pusiera nervioso, pero que tenía que estar fuera un tiempo.

En aquel preciso instante el brillo de los faros del Mercedes de su marido se deslizó por el jardín delantero.

– Tienes que marcharte, Kenneth. Por la puerta de atrás. ¡Ya!

– ¿No podemos…?

– ¡AHORA, Kenneth!

– Vale, pero tengo la bici en el camino de entrada. ¿Qué hago?

Empezó a sudar. ¿Debía marcharse con él ahora? ¿Salir sin más por la puerta principal con Benjamin en brazos? No, no se atrevía. No se atrevía en absoluto.

– Ya le contaré una historia, vete. Sal por la cocina, ¡que no te vea Benjamin!

Y la puerta de atrás se cerró un milisegundo antes de que la llave girase en la puerta de entrada y esta se abriera.

Ya estaba sentada en el suelo ante el televisor con las piernas a un lado y abrazaba afectuosa a su hijo.

– ¡Mira, Benjamin! -exclamó-. Ya ha llegado papá. Ahora sí que lo vamos a pasar bien, ¿a que sí?

Capítulo 18

En un viernes brumoso de marzo como aquel no hay gran cosa que decir de la carretera E-22, que atraviesa la región sueca de Escania. Aparte de las casas y los postes indicadores, podría haber sido un tramo entre Ringsted y Slagelse, en Dinamarca. Bastante llano, sobrecultivado, totalmente falto de interés.

Pero aun así había al menos cincuenta de sus compañeros de Jefatura a quienes les brillaban los ojos en cuanto la ese de Suecia pasaba por sus labios. Según ellos, todas las necesidades podían satisfacerse en cuanto la bandera azul y amarilla ondeaba en el paisaje. Carl miró por el parabrisas y sacudió la cabeza. Debía de faltarle un sentido, sería eso. Aquel gen especial que llevaba al júbilo en cuanto las palabras arándano, albóndigas y arenque salían a relucir.

El paisaje empezó a ser más variado y desigual cuando llegó a Blekinge. Algunos decían que a los dioses les temblaban las manos cuando separaron las piedras de la tierra y al fin llegaron a Blekinge. El paisaje era mucho más bonito a la vista, pero aun así… Muchos árboles, muchas piedras, mucho tiempo entre diversión y diversión. La Suecia de siempre.

No hay muchas tumbonas ni vermús, pensó cuando llegó a Hallabro y dio una vuelta por la habitual combinación de quiosco, estación de servicio y taller mecánico especializado en trabajos de chapa, antes de seguir por Gamla Kongavägen.

La casa lucía bien al crepúsculo, alzada sobre la ciudad. Una cerca de piedra marcaba los límites del terreno, y tres luces encendidas señalaban que la familia Holt no se había alarmado ni mucho menos por la llamada de Assad.

Llamó a la puerta con un aldabón maltrecho y no oyó ninguna actividad especial en el interior.

Joder, pensó. Es viernes. Los Testigos de Jehová ¿celebraban el sabbath? Sí, los judíos celebraban el sabbath los viernes, seguro que lo ponía en la Biblia, y los Testigos de Jehová seguían al pie de la letra lo que ponía en la Biblia.

Volvió a llamar. A lo mejor no le abrían porque lo tenían prohibido. El día de fiesta ¿estaría prohibido moverse? Y en tal caso, ¿qué podía hacer? ¿Echar la puerta abajo a patadas? No era una idea muy buena, allí todo el mundo tenía una escopeta de caza bajo el colchón.

Miró un rato alrededor. La ciudad estaba silenciosa y adormecida a aquella hora gris en que lo mejor que podía hacerse era poner los pies encima de la mesa sin pensar en el día que había pasado.

¿Dónde diablos habrá un sitio para dormir en este rincón del mundo?, estaba pensando cuando se encendió la luz del pasillo tras el cristal de la puerta.

Un chico de quince o dieciséis años asomó su rostro serio y pálido por la puerta entreabierta y lo miró sin decir palabra.

– Hola -saludó Carl-. ¿Están tu padre o tu madre en casa?

Entonces el chico se limitó a cerrar la puerta y echar el pestillo. Su rostro estaba en calma. Por lo visto ya sabía lo que debía hacer, y no estaba entre sus obligaciones invitar a pasar a gente desconocida.

Después transcurrieron unos minutos en los que Carl miró fijamente a la puerta. Algunas veces solía funcionar cuando eras lo bastante obstinado.