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Un par de vecinos que paseaban bajo las farolas de la calle clavaron en él una mirada que decía «¿quién eres tú?». Sabuesos leales de la ciudad provinciana, siempre hay gente así.

Por fin apareció un rostro de hombre tras el cristal de la puerta, así que la táctica de quedarse esperando había vuelto a funcionar.

Era un rostro inexpresivo el que escudriñaba a Carl, como si hubiera estado esperando a una persona concreta.

Abrió la puerta.

– ¿Sí…? -dijo en sueco, y se quedó esperando a que Carl tomara la iniciativa.

Carl sacó la placa.

– Carl Mørck, del Departamento Q de Copenhague -se presentó-. ¿Es usted Martin Holt?

El hombre miró la placa con cara de pocos amigos y asintió con la cabeza.

– ¿Puedo pasar?

– ¿De qué se trata? -replicó el hombre con voz queda, en un danés impecable.

– ¿No podemos hablar de ello dentro?

– No creo -dijo el hombre. Retrocedió e hizo ademán de cerrar la puerta, pero Carl asió el pomo.

– Martin Holt, ¿puedo hablar un rato con su hijo Poul?

El hombre vaciló.

– No -dijo después-. No está aquí, así que es imposible.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

– No lo sé.

Miró con fijeza a Carl. Con demasiada fijeza para no saberlo.

– ¿No tiene ninguna dirección de su hijo Poul?

– No. Y ahora me gustaría que nos dejara en paz. Tenemos clase de catequesis.

Carl enseñó su papel.

– Tengo aquí la lista del registro civil de los que habitaban en su casa de Græsted el 16 de febrero de 1996, cuando Poul dejó de asistir a la Escuela de Ingenieros. Como ve, aparecen usted, su mujer Laila y sus hijos Poul, Mikkeline y Tryggve, Ellen y Henrik.

Miró en la parte inferior de la hoja.

– Por los números de registro deduzco que sus hijos tendrán hoy, respectivamente, treinta y uno, veintiséis, veinticuatro, dieciséis y quince, ¿estoy en lo cierto? [1]

Martin Holt asintió en silencio y ahuyentó a un chico que miraba con curiosidad a Carl por encima de su hombro. El mismo chico de antes. Seguro que era el que se llamaba Henrik.

Carl siguió al chico con la vista. Tenía en la mirada esa expresión apagada de la gente a la que solo se le permite decidir cuándo hacer de vientre.

Carl levantó la vista hacia el hombre que parecía llevar con firmeza las riendas de la familia.

– Sabemos que Tryggve y Poul estuvieron juntos aquel día en la Escuela de Ingenieros, donde Poul fue visto por última vez -informó-. O sea que si Poul no vive en casa, ¿quizá pudiera hablar con Tryggve? ¿Solo un momento?

– No, no nos hablamos con él.

Lo dijo con total frialdad y voz neutra, si bien la lámpara de la puerta de entrada desveló la piel grisácea característica de quienes cargan con muchas responsabilidades. Demasiado que hacer, demasiadas decisiones y demasiadas pocas vivencias positivas. Tenía la piel grisácea y los ojos sin brillo. Y aquellos ojos fueron lo último que vio Carl antes de que el hombre cerrara dando un portazo.

Pasó un segundo, se apagó la luz de encima de la puerta y la del recibidor, pero Carl sabía que el hombre estaba al otro lado, esperando a que se marchara.

Carl dio unos pasos sin moverse, para que pareciera que estaba bajando los escalones.

En el mismo instante se oyó con claridad que el hombre del otro lado de la puerta empezaba a rezar.

«Refrena nuestra lengua, Señor, para que no digamos las palabras feas que son inciertas, las palabras ciertas que no son toda la verdad, toda la verdad cuando sea cruel. En nombre de Jesucristo», rezó en sueco.

Había dejado atrás hasta su lengua materna.

«Refrena nuestra lengua, Señor», había dicho, y «no nos hablamos con él». ¿Cómo diablos se podía decir eso? ¿No se permitía hablar para nada de Tryggve? ¿Tampoco de Poul? ¿Sería que ambos chicos fueron expulsados a causa de lo que ocurrió? ¿Habían demostrado ser indignos del reino de Dios? ¿Se trataba de eso?

Porque, de ser así, aquello no le interesaba en absoluto a un funcionario público.

Y ahora ¿qué?, pensó. ¿Debería aun así telefonear a la Policía de Karlshamn para que lo ayudasen? Y en ese caso, ¿cómo diablos iba a argumentarlo? Al fin y al cabo, la familia no había hecho nada que no debiera. Al menos que a él le constara.

Sacudió la cabeza, bajó los escalones con sigilo y se metió en el coche, dio marcha atrás y retrocedió un poco en el camino hasta poder aparcar en un sitio donde no lo molestaran.

Desenroscó la tapa del termo y observó que el contenido estaba frío. Fantástico, pensó en un arranque de sarcasmo. Habían pasado al menos diez años desde la última vez que tuvo que trabajar de noche, y aquella vez tampoco fue por voluntad propia. Noches frías y húmedas de marzo en un coche sin un reposacabezas como es debido y con café frío no eran precisamente lo que había esperado cuando consiguió trabajo en Jefatura. Y ahora estaba allí. Con la cabeza completamente vacía, a excepción de aquel puñetero sentido común que le decía cómo debía interpretar las reacciones de la gente y a qué podían conducir.

El hombre de la casa de la colina no había reaccionado con naturalidad, era algo evidente. Martin Holt estuvo demasiado a la defensiva, tenía el rostro demasiado gris, demasiado indiferente al hablar de sus dos hijos mayores y, al mismo tiempo, demasiado displicente con lo que un subcomisario de la Policía de Copenhague pintara en aquel paisaje rocoso. Lo que desvelaba si algo no iba bien no solía ser lo que preguntaba la gente, sino más bien lo que no preguntaba. Y esta vez estaba claro.

Miró hacia la casa al otro lado de la curva y dejó la taza de café entre sus muslos. Ahora iba a cerrar los ojos con mucho cuidado. Las siestas cortas eran el elixir de la vida.

Solo dos minutos, se dijo, y despertó veinte minutos más tarde para darse cuenta de que una taza de café le estaba refrescando los genitales.

– ¡Mierda! -rugió, apartando con la mano el café de los pantalones. Volvió a jurar al segundo siguiente, cuando los faros delanteros de un coche salieron de la casa y bajaron la carretera que llevaba a Ronneby.

Dejó que el café calara el asiento y apretó el acelerador a fondo. No se veía un carajo. En cuanto salieron de Hallabro, solo quedaron las estrellas y el coche de delante en el paisaje rocoso de Blekinge.

Descendieron diez o quince kilómetros, hasta que los faros del coche de delante rozaron una casa de color amarillo chillón, situada en una colina y tan cerca de la carretera que bastarían unas ráfagas moderadas de viento para que aquel feo edificio provocase un caos en el tráfico.

El otro coche torció en ese punto y se quedó en el camino de entrada diez minutos; entonces Carl dejó el Peugeot al borde de la carretera y avanzó sin prisa hacia la casa.

Fue entonces cuando vio que el otro coche estaba lleno de gente. Figuras inmóviles y tétricas. Cuatro en total, de diversos tamaños.

Esperó unos minutos, mirando bien alrededor. En aquella casa, aparte del color, que lucía en la oscuridad, no había nada que alegrara la vista.

Basura, hierros viejos y aperos gastados. Parecían bienes de una herencia que llevaban muchos, muchos años sin tocar.

Hay una gran diferencia entre la casa elegante que tenía la familia en el mejor barrio de viviendas unifamiliares de Græsted y este desierto, pensó, y siguió los conos de luz de un coche procedente de Ronneby que se deslizaron carretera arriba para barrer el lateral de la casa y el coche aparcado en la entrada. La ráfaga de luz desveló por un segundo el rostro lloroso de la madre, de una joven y dos adolescentes en el asiento trasero. Todos los del coche parecían estar muy afectados por la situación. Callados, pero con una expresión nerviosa y asustada en el rostro.

Carl se acercó sigiloso al lateral y pegó la oreja a la pared de madera podrida. Entonces se dio cuenta de que lo único que mantenía aquello en pie era la pintura.

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[1] Las seis primeras cifras del número de registro danés corresponden al día, mes y año de nacimiento del titular. (N. del T.)