Eso era lo que veía.
A veces veía también aquella mirada falsamente inocente dibujarse en los ojos de su padre, pero raras veces. De hecho, la expresión facial de su padre era casi siempre la misma. Hacían falta cosas mucho más graves que el castigo corporal diario para agrandar las penetrantes y frías pupilas de aquel hombre.
Así es como captaba las miradas de niño, y ahora le pasaba lo mismo.
En el mismo instante en que entró en casa captó algo extraño en la mirada de su mujer. Sonreía, por supuesto, pero la sonrisa temblaba, y su mirada se detuvo en el vacío, justo delante de su rostro.
Si no tuviera a su hijo entre sus brazos sentada en el suelo, tal vez él habría pensado que estaba cansada o que le dolía la cabeza, pero estaba allí con su hijo en brazos y parecía ausente.
No era lógico.
– Hola -dijo, aspirando el conglomerado de olores de la casa. En el aroma familiar había un rastro que se le hacía desconocido. Un leve tufo a problemas y a límites rebasados.
– ¿Me preparas un té? -preguntó, acariciándola en la mejilla. La tenía caliente, como si tuviera fiebre-. Y a ti ¿cómo te va, campeón?
Tomó en brazos a su hijo y lo miró a los ojos. Estaban brillantes, alegres y cansados. La sonrisa apareció al instante.
– Pues ahora tiene buen aspecto -admitió.
– Sí. Pero ha tenido un montón de mocos hasta ayer, y de pronto esta mañana estaba como nuevo. Ya sabes cómo es eso.
Esbozó una pequeña sonrisa, y también aquello le pareció raro.
Era como si su mujer hubiera envejecido varios años durante los pocos días que él había estado ausente.
Mantuvo la palabra dada. Hizo el amor con ella con la misma pasión de la semana anterior. Pero duró más de lo habitual. Ella tardó más en abandonarse y separar el cuerpo de la mente.
Después la atrajo hacia sí y la dejó estar sobre su pecho. Habitualmente ella habría deslizado sus dedos entre los pelos del pecho y le habría acariciado la nuca con sus dedos finos y sensuales, pero esta vez no lo hizo. Se concentraba en bajar la respiración a un ritmo normal y en estar callada.
Por eso la interrogó directamente.
– Hay una bici de hombre en la entrada. ¿Sabes de quién es?
Ella se hizo la dormida, pero no lo estaba.
Por eso daba igual lo que hubiera podido responder.
Un par de horas después estaba tumbado con las manos tras la nuca, observando el amanecer de aquel día de marzo y la perezosa luz deslizándose por el techo en su empeño por ensanchar el espacio tramo a tramo.
El sosiego había vuelto a su mente. Tenían un problema, pero iba a resolverlo de una vez por todas.
Cuando ella despertara, iba a desnudar su mentira capa tras capa.
El interrogatorio empezó en serio cuando dejó al niño en el corralito. Justo como ella esperaba.
Llevaban cuatro años viviendo juntos sin desafiar su confianza mutua, pero ahora iban a tener que hacerlo.
– La bici está candada, así que no es robada -dijo, mirándola con ojos demasiado inexpresivos-. Alguien ha debido de dejarla a propósito, ¿no te parece?
Ella sacó hacia delante el labio inferior y se alzó de hombros. ¿Cómo iba a saberlo?, expresó por señas; pero el hombre desvió la mirada.
Poco a poco notó unas gotas traicioneras en las axilas. Dentro de poco el sudor se le notaría en la frente.
– Podríamos averiguar quién es el dueño, si queremos -dijo él y volvió a mirarla. Esta vez inclinando la cabeza.
– ¿Tú crees?
Trató de parecer sorprendida, no pillada en falta. Después se llevó la mano a la frente e hizo como si algo la molestara. Sí, estaba sudando ya.
Él la miró con intensidad. De pronto la cocina parecía muy estrecha.
– ¿Cómo podemos averiguarlo? -continuó ella.
– Podríamos preguntar a los vecinos si han visto a alguien dejarla ahí.
Ella respiró hondo. Estaba segura de que él no iba a hacerlo.
– Sí -admitió-. Podríamos hacerlo. Pero ¿no crees que se la llevarán en algún momento? Podemos dejarla junto a la carretera.
Se apoyó en el respaldo. Estaba más relajado ahora. Ella, no. Volvió a llevarse la mano a la frente.
– Estás sudando -dijo él-. ¿Te pasa algo?
Ella afiló los labios y expulsó el aire con lentitud. Conserva la serenidad, se dijo.
– Sí, creo que tengo algo de fiebre. Benjamin debe de haberme contagiado.
Él asintió en silencio y ladeó la cabeza.
– Por cierto, ¿dónde encontraste el cargador? -preguntó.
Ella cogió otro bollo y lo cortó por la mitad.
– En la cesta de los gorros, en el pasillo.
Se sentía en terreno más seguro. Ahora se trataba de seguir ahí.
– ¿En la cesta?
– No sabía qué hacer con él después de cargar el móvil, así que volví a dejarlo ahí.
Él se levantó sin decir palabra. Dentro de poco iba a preguntarle cómo era posible que hubiera un cargador de móvil allí. Y ella iba a decirle, tal como había planeado, que debía de llevar años allí.
En aquel momento se dio cuenta de su error.
La bici que había en la entrada lo echaba todo a perder. Iba a asociar ambas cosas, así era él.
Se quedó mirando a la sala, donde Benjamin sacudía los barrotes del corralito como si fuera un animal luchando por salir de allí.
También tenían eso en común.
El cargador de móvil parecía más pequeño en la mano de él. Como si pudiera aplastarlo con un solo apretón.
– ¿De dónde ha salido? -preguntó.
– Creía que era tuyo -respondió ella.
Él no dijo nada. O sea, que se llevaba el cargador cuando salía.
– Venga, dilo -la apremió-. Sé que estás mintiendo.
Trató de hacerse la indignada. No le costó gran cosa.
– Oye, ¿por qué dices eso? Si no es el tuyo, será de alguien que se lo ha dejado. Seguro que lleva ahí desde el bautizo.
Pero se sentía insegura.
– ¿Desde el bautizo? Eso fue hace año y medio. ¿Desde el bautizo, dices?
Era evidente que le parecía risible, pero no se rio.
– Tuvimos diez o doce invitados. La mayoría viejas. Nadie se quedó a dormir y pocos tendrían móvil, de eso estoy seguro al cien por cien. Y si lo tenían, ¿por qué llevar el cargador a un bautizo? No tiene ninguna lógica.
Ella iba a protestar, pero la detuvo con un movimiento de la mano.
– No, mientes -dijo, señalando la bici al otro lado de la ventana-. ¿Es el cargador de él? ¿Cuándo ha estado por última vez?
La reacción de las glándulas sudoríferas de las axilas llegó de inmediato.
La asió con fuerza del brazo, tenía la mano cubierta de sudor frío. Ella había tenido sus dudas cuando vio el contenido de las cajas del primer piso, pero aquella presa de su brazo, tan firme y segura como un tornillo de banco, las despejó todas. Ahora me pegará, pensó ella; pero no la pegó. Al contrario, cuando vio que ella no respondía se volvió, cerró la puerta que daba al recibidor dando un portazo y no ocurrió nada más.
La mujer se levantó para ver si la sombra de él se deslizaba por el sendero del jardín. Tan pronto como supiera que él había salido iba a coger a Benjamin y escapar. Atravesar el jardín hasta el seto, encontrar el agujero que habían hecho los hijos de los anteriores propietarios y escabullirse por allí. Tardarían cinco minutos en llegar a la casa de Kenneth. Su marido jamás sabría adónde habían ido.
Y después tendría que volver a empezar de cero.
Pero no apareció la sombra del sendero del jardín; eso sí, se oyó un golpe sordo en el piso de arriba.
Dios mío, pensó. ¿Qué está haciendo ahora?