Y eso hicieron.
La botella se había enganchado en las redes del arrastrero y brillaba un poco, pese a que el tiempo transcurrido la había dejado bastante mate, y el grumete del pesquero Brew Dog vio enseguida que no era una botella corriente.
– ¡Vuelve a echarla al mar, Seamus! -gritó el patrón cuando vio el papel que contenía-. Esas botellas traen mala suerte. Lo llamamos la «peste de la botella». El diablo está en la tinta, esperando a que lo liberen. ¿No has oído esas historias?
Pero el joven Seamus no conocía aquellas historias y decidió dársela a David Bell.
Cuando el sargento volvió a la comisaría de Wick, uno de los borrachos locales había arrasado dos de los despachos, y los compañeros estaban hartos de tener que reducir a aquel imbécil. Por eso arrojó Bell la chaqueta y la botella de Seamus salió del bolsillo. Y por eso la recogió y la puso en el alféizar interior de la ventana, para poder concentrarse en seguir a horcajadas sobre el pecho de aquel borracho estúpido y cortarle un poco la respiración. Pero, como suele ocurrir cuando le aprietas las tuercas a un auténtico descendiente de los vikingos de Caithness, puedes encontrarte con la horma de tu zapato. El borrachín le asestó tal patada en los huevos a David Bell que todo recuerdo de la botella se difuminó en el intenso destello azulado que emitió su atormentado sistema nervioso.
Por eso pasó la botella muchísimo tiempo olvidada en el extremo soleado del alféizar. Nadie reparó en ella y nadie se preocupó de que al papel de su interior no le convinieran la luz del sol y el agua de condensación que se había extendido dentro de la botella.
Nadie se tomó la molestia de leer el grupo de letras medio borradas del encabezamiento, y por eso nadie se preguntó qué podía significar la palabra «SOCORRO» escrita en danés.
La botella no volvió a estar en manos de nadie hasta que un cabrito, que creía que habían cometido una injusticia con él a cuenta de una simple multa de aparcamiento, infectó con un diluvio de virus informáticos la intranet de la comisaría de Wick. En una situación así, como es natural, llamaban siempre a la experta en informática Miranda McCulloch. Cuando los pedófilos encriptaban sus guarradas, cuando los hackers ocultaban su rastro después de hacer sus transacciones bancarias por internet, cuando los liquidadores de empresas borraban sus discos duros, era a ella a quien había que acudir.
La instalaron en un despacho donde el personal estaba desesperado y la cuidaron como a una reina. Llenaban constantemente el termo con café caliente y tenían las ventanas abiertas de par en par y la radio en el dial de Radio Scotland. Sí, a Miranda McCulloch la apreciaban en todas partes.
Debido a las ventanas abiertas y a las cortinas que tremolaban al viento, se fijó en la botella desde el primer día que llegó.
Qué botellita más cuca, pensó, y se preguntó por la sombra de su interior mientras se abría camino entre columnas de cifras y códigos maliciosos. Cuando al tercer día se levantó satisfecha por haber terminado, tras hacerse una idea de los tipos de virus que podrían esperarse en el futuro, se dirigió a la ventana y cogió la botella. Pesaba bastante más de lo que esperaba. Y estaba caliente.
– ¿Qué hay dentro? -preguntó a la oficinista que se sentaba a su lado-. ¿Es un mensaje?
– No lo sé. -Fue la respuesta-. David Bell la dejó ahí hace tiempo. Creo que la puso de adorno.
Miranda la puso al trasluz. ¿Había algo escrito en el papel? Era difícil de ver a causa de la condensación del interior.
La miró desde varios ángulos.
– ¿Dónde está ese tal David Bell? ¿Está de guardia?
La secretaria sacudió la cabeza.
– No, por desgracia. David se mató en las afueras de la ciudad hará dos años. Perseguían un coche que se había dado a la fuga tras un atropello, y tuvieron un accidente. Fue una historia fea. David era un tío muy majo.
Miranda hizo un gesto afirmativo. La verdad es que no había escuchado a la secretaria. Estaba convencida de que en el papel ponía algo, pero lo que atrajo su atención no fue eso. Fue lo que había en el fondo de la botella.
Si se miraba con atención al otro lado del cristal esmerilado por la arena, aquella masa coagulada parecía sin duda sangre.
– ¿Puedo llevarme la botella? ¿Con quién tengo que hablar?
– Pregúntale a Emerson. Fue compañero de coche patrulla de David un par de años. Seguro que te da permiso.
La secretaria se volvió hacia el pasillo.
– ¡Emerson! -gritó; los cristales de las ventanas vibraron-. Entra un momento.
Miranda lo saludó. Era un tipo robusto y apacible de cejas tristes.
– ¿Que si te la puedes llevar? Sí, mujer, claro que sí. Desde luego, yo no la quiero para nada.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, seguro que es una tontería. Pero justo antes de morir David, vio la botella y dijo que ya era hora de que la abriera. Se la había dado un grumete de su pueblo. El chaval y su pesquero se fueron a pique con toda la tripulación unos años después, y David creía que le debía al chaval mirar qué había dentro. Pero David murió antes de hacerlo, y eso no es un buen presagio, ¿verdad? -argumentó Emerson, sacudiendo la cabeza-. Llévatela, llévatela, esa botella no trae nada bueno.
Aquella noche Miranda estaba en su chalé adosado de Granton, un suburbio de Edimburgo, observando fijamente la botella. Unos quince centímetros de altura, vidrio azulado, algo aplastada y con un cuello bastante largo. Era demasiado grande para ser un frasco de perfume. Puede que fuera un frasco de colonia, y parecía bastante viejo. Le dio unos golpes con la mano. Desde luego, estaba hecha de un vidrio sólido.
Sonrió.
– ¿Qué secreto escondes, tesoro mío? -preguntó. Después tomó un sorbo de vino tinto y se puso a retirar con ayuda del sacacorchos lo que taponaba el cuello del frasco. El tapón estaba hecho de algo que olía a brea, pero el tiempo pasado en el agua hacía que su origen pareciera incierto.
Trató de sacar el papel del interior, pero estaba húmedo y reblandecido. Puso la botella boca abajo y golpeó el culo varias veces, pero el papel no se movió un milímetro. Entonces la llevó a la cocina y le dio un par de golpes con el mazo para la carne.
Aquello funcionó, y la botella se hizo trizas; los cristales azules se desperdigaron por la mesa de la cocina como hielo picado.
Observó con atención el papel que quedó en la tabla de cortar. Se dio cuenta de que sus cejas se arqueaban. Su mirada se deslizó por los cascos de vidrio y respiró hondo.
Quizá no fuera muy inteligente por su parte hacer lo que había hecho.
– Sí -le confirmó su compañero Douglas, de la Policía Científica-. Es sangre. No cabe la menor duda. Tenías razón. Esa manera de absorber el papel la sangre y el agua condensada es clásica. Sobre todo aquí, donde la firma está borrada por completo. Sí, el color y la absorción son bastante típicos.
Desdobló con cuidado el papel usando sus pinzas y volvió a iluminarlo con luz azul. Había rastros de sangre por todo el papel. Cada letra emitía una luz difusa.
– ¿Está escrito con sangre?
– Con toda seguridad.
– Y crees igual que yo que el encabezamiento es una llamada de socorro. Al menos es lo que parece.
– Es lo que creo -respondió Douglas-. Pero dudo que podamos salvar otra cosa que el encabezamiento, el mensaje está bastante deteriorado. Además, puede que esté escrito hace muchos años. Ahora hay que acondicionarlo y conservarlo, y después tal vez podamos hacer una datación. Y también se lo enseñaremos a un experto en lenguas. Esperemos que pueda decirnos en qué idioma está escrito.