Miró a su hijo, que saltaba y reía. ¿Podría llevarlo hasta el seto sin que su marido los oyera? Las ventanas de arriba ¿seguirían abiertas? ¿Estaría vigilando por una de ellas para no perderlos de vista?
Se mordió el labio y miró al techo. ¿Qué hacía allí arriba?
Entonces tomó su bolso y vació en él el contenido de la lata con el dinero para los gastos de la casa. No se atrevía a salir al pasillo a por su abrigo y el de Benjamin, pero todo iría bien si Kenneth estaba en casa.
– Ven, cielo -dijo, atrayendo hacia sí al pequeño. Cuando la puerta del jardín estaba abierta, no hacían falta más de diez segundos para llegar al seto. La cuestión era si el agujero seguía estando allí. El año anterior lo había visto.
Al menos entonces tenía un tamaño considerable.
Capítulo 20
Cuando nacieron, él y su hermana Eva vivían en un mundo completamente diferente. Cuando su padre cerraba la puerta del despacho la mente se sosegaba. Entonces podían ir a sus habitaciones y dejar que Dios se ocupara de sus cosas.
Pero también otras veces, cuando acudían a las clases obligatorias de catequesis o cuando estaban en el servicio religioso rodeados de la multitud de manos alzadas al cielo, gritos de júbilo y adultos en éxtasis, volvían la mirada hacia su interior y se centraban en su propia realidad.
Cada uno tenía su propio estilo. Eva contemplaba a escondidas los zapatos y vestidos de las mujeres y se acicalaba. Apretaba con encanto los pliegues de la falda plisada entre las puntas de los dedos hasta dejarlos bien marcados y brillantes. En su interior era una princesa. Libre de los ojos severos y palabras duras del mundo. O un hada de livianas alas traslúcidas que el menor soplo de viento podía elevar por encima de la realidad gris y las obligaciones de su casa.
Cuando estaba en ese estado canturreaba en su interior. Canturreaba con la mirada embelesada y los pies inquietos, y los padres estaban convencidos de que se encontraba en las manos protectoras de Dios, y de que aquellos movimientos ágiles eran su forma característica de rezar.
Pero él ya sabía que no. Eva soñaba con zapatos y vestidos y un mundo hecho a base de espejos admiradores y palabras cariñosas. Era su hermano, y cosas así las sabía.
Él soñaba con un mundo de personas que supieran reír.
Donde vivían ellos nadie reía. Las sonrisas eran algo que solo veía en la ciudad, y le parecían feas. No, en su vida no había risas, no había alegría. No había oído reír a su padre desde la vez que, teniendo él cinco años, habló de un pastor de la Iglesia nacional al que había expulsado entre juramentos y maldiciones de su iglesia. Y por eso su alma infantil tardó años en entender que la risa podía expresar otras cosas que no fueran la alegría por el mal ajeno.
Cuando al final cayó en la cuenta, se hizo el sordo ante los sermones y las burlas de su padre, y aprendió a protegerse.
Guardaba secretos que podían alegrarlo, pero también hacerle daño. Debajo de su cama, bien oculto bajo un armiño disecado, estaban sus tesoros. Ejemplares de Hogar y La voz de la familia con dibujos y relatos delirantes. Catálogos de los grandes almacenes Daell con mujeres casi desnudas que lo miraban y sonreían. Tenía también revistas con nombres tan desquiciados que solo eso lo hacía reír. Antiguas revistas desechadas, con lamparones de grasa y las esquinas abarquilladas. Media hora de humor, Daffy, Scooby Doo. Revistas que excitaban y desafiaban, y que nada exigían a cambio. Solía encontrarlas en la basura de los vecinos cuando salía sigiloso por la ventana después de anochecer, cosa que hacía a menudo.
Luego pasaba la noche riendo con una risa ahogada bajo el edredón.
Fue en aquel período de su vida cuando empezó a ocuparse de que todas las puertas estuvieran entreabiertas, para saber dónde se encontraban los diversos miembros de la familia. Fue entonces cuando aprendió a asegurarse de que no había moros en la costa para poder volver con sus trofeos sin peligro.
Fue entonces cuando aprendió a escuchar como los murciélagos cuando salen de caza.
Desde el momento en que dejó a su mujer en la sala hasta que la vio salir furtivamente por la puerta del jardín con el niño en brazos apenas transcurrieron dos minutos. Más o menos lo que había esperado.
No era tonta. Desde luego, era joven e ingenua, y fácil de calar, pero tonta no era. Por eso sabía que él sospechaba algo, y por eso también tenía miedo. Lo leía en su cara y lo oía en el tono de su voz.
Y ahora quería huir.
Iba a actuar tan pronto como se sintiera a salvo de él. Era solo cuestión de tiempo, lo sabía. Por eso estaba ahora junto a la ventana de la primera planta golpeando el piso de madera con el pie, y no paró hasta que ella casi alcanzó el seto.
Así de fácil era conocer sus intenciones, y aquello dolía, pese a que hacía tiempo que se había acostumbrado a que la gente lo defraudara. Te acostumbrabas, eso era todo.
Miró a la mujer y al niño. Se le escapaba una vida. Dentro de poco habrían pasado por el agujero.
El seto estaba bien crecido, así que esperó un momento para bajar las escaleras en dos saltos y salir al jardín.
Aquella mujer guapa con vestido rojo y el niño en brazos llamaba la atención, así que era facilísimo seguirla, aunque ya había avanzado un buen trecho por la carretera para cuando él logró atravesar el seto.
Cuando llegó a la calle principal la mujer torció por una lateral y después volvió a adentrarse en la frondosa paz del barrio de villas.
No esperaba que sucediera eso.
Estúpida mujer, pensó. ¿Me pones los cuernos en mi propio territorio?
El verano que cumplió once años, la comunidad de su padre alquiló una tienda de campaña y la plantó en la feria de ganado. «Si esos diablos rojos pueden hacerlo», sentenció, «también podemos hacerlo las iglesias libres».
Trabajaron duro toda la mañana para terminar a tiempo. Era un trabajo pesado, pero otros niños los ayudaron, también obligados. Cuando terminaron de colocar el suelo de la tienda, su padre dio una palmada en la cabeza a todos los demás niños.
Sus hijos se quedaron sin palmada; eso sí, los puso a desplegar sillas.
Y había muchas.
Se abrió al público la plaza del mercado. Cuatro focos amarillos iluminaban la entrada a la tienda, y una estrella mensajera colgaba del mástil central. «Abraza a Jesús, ábrele tu corazón», ponía en el lateral de la tienda.
Apareció la comunidad en pleno y todos aplaudieron la organización; eso fue todo. A pesar de los folletos de colores que Eva y él habían repartido a todo quisqui, no se presentó nadie que no perteneciera a la comunidad.
Su padre solía descargar su cabreo y frustración en su madre cuando nadie lo veía.
– Salid otra vez, críos -dijo entre dientes-, y esta vez hacedlo como Dios manda.
Se perdieron en la esquina de la feria de ganado, justo al lado de los puestos de baratijas. Eva se quedó prendada de los conejos, pero él siguió adelante. Era la única forma de ayudar a su madre.
«Cojan un folleto», mendigaban sus ojos mientras la gente pasaba de lado. Si lo cogían, tal vez su madre se librara de la paliza cuando llegaran a casa. Tal vez no pasara toda la noche llorando.
Y anduvo buscando un rostro amable que pareciera querer compartir con otros su religiosidad. Tratando de escuchar una voz que encerrase la dulzura que predicaba Jesucristo.
Entonces oyó a unos niños riendo. No eran las risas que oía cuando pasaba junto a una escuela a la hora del recreo o cuando se atrevía a ver algo de televisión infantil frente a la tienda de electrodomésticos. No, reían como si las cuerdas vocales fueran a desgarrarse y todo el mundo debiera dirigir sus miradas hacia ellos. Él nunca había reído así bajo el edredón, y aquello lo atrajo.
Su voz interior ya podía susurrar cuanto quisiera sobre la ira y la penitencia. No pudo pasar de largo.