Un pequeño grupo se había reunido delante del puesto. Niños y adultos entremezclados. En una banderola de lona blanca alguien había escrito con torpes letras rojas «BIDEOS APASIONANTES A MITAZ DE PRECIO SOLO OY», y sobre la mesa hecha con tablones había un televisor, el más pequeño que había visto en su vida.
En la pantalla se veía uno de esos vídeos de imagen centelleante en blanco y negro, los niños reían y pronto rio él también. Rio hasta que le dolió el diafragma y la parte de su alma que por primera vez había salido al mundo en todo su esplendor.
– Desde luego, no hay nadie como Chaplin -dijo uno de los adultos.
Y todos reían con aquel hombre que hacía piruetas y boxeaba en la pantalla. Reían cuando hacía girar su bastón y alzaba su sombrero negro. Reían cuando hacía muecas a todas aquellas señoras gordas y señores con enormes ojeras. También él rio, y sintió calambres en el vientre y una sensación maravillosa, incontrolada e inesperada, y nadie le dio un pescozón ni se fijó en él por ello.
Aquella experiencia, siguiendo una lógica retorcida, iba a transformar su vida y la de muchos otros.
Su mujer no miró atrás. En realidad, no miraba a ninguna parte. Dejaba que sus pies tirasen de ella y del niño a través del barrio de villas, como si fuerzas desconocidas decidieran el rumbo y la velocidad.
Y cuando la gente pretende prescindir en tal grado de la realidad, hace falta poca cosa para que se produzca la catástrofe.
Como un tornillo que se desprende de las alas del avión, como la gota de agua que cortocircuita el relé del pulmón de acero.
Reparó en la paloma que se posó en el árbol justo encima de su mujer e hijo cuando iban a pasar la calle, y también se fijó en el excremento de ave que golpeó las baldosas como dedos fantasmales. Vio que su hijo lo señalaba y que su mujer miraba al suelo. Y en el momento en que salieron a la calzada un coche torció en la esquina y se dirigió hacia ellos con precisión asesina.
Pudo haber gritado. Pudo chillar y silbar a modo de aviso, pero no hizo nada. No era momento para eso. Sus sentimientos no alcanzaban para tanto.
Los frenos del coche chirriaron, la sombra tras el parabrisas dio un volantazo y el mundo se detuvo.
Vio a su mujer y a su hijo temblando del susto y girando la cabeza a cámara lenta. Y el pesado vehículo derrapó a un lado y dejó la marca de las ruedas en la calzada como un carboncillo sobre papel de dibujo. Después se enderezó, la parte trasera agarró bien y todo terminó.
Su mujer se quedó paralizada en la calzada cuando el coche siguió volando, y él se quedó rígido y con los brazos colgando, a medio metro del seto. Los sentimientos de ternura luchaban contra una extraña forma de embriaguez que solo había experimentado la primera vez que mató. No era un sentimiento que deseara experimentar.
Dejó escapar lentamente el aire comprimido en sus pulmones mientras el calor se extendía por su cuerpo. Y se quedó allí demasiado tiempo, porque Benjamin lo vio cuando giró la cabeza para esconder el rostro en el cuello de su madre. Se veía que tenía miedo, porque se asustó de verdad cuando su madre reaccionó con energía. Pero el arqueo de cejas y el temblor de labios desaparecieron en cuanto vio a su padre y levantó las manos, riendo.
Entonces ella dio la vuelta y lo vio, y la expresión de susto del segundo anterior volvió a su rostro.
Cinco minutos después estaba sentada frente a él en la sala con el rostro vuelto. «Vuelve a casa voluntariamente», le había dicho él. «De lo contrario, no volverás a ver a nuestro hijo.»
Y ahora la mirada de ella estaba llena de odio y aversión.
Si quería saber adónde había querido ir ella, iba a tener que sacárselo por la fuerza.
Su hermana y él conocieron pocos momentos maravillosos.
Cuando se colocaba bien en el dormitorio, podía dar diez pasos cortos hasta el espejo. Con los pies bien hacia fuera, la cabeza balanceándose de lado a lado y el bastón girando en el aire. Diez pasos en los que él era otro, allí, dentro del espejo. No el chico que no tenía compañeros de juego. No el hijo de quien hacía y deshacía en la pequeña ciudad. No era la oveja elegida del rebaño, que debía portar la palabra de Dios y dirigirla como un rayo contra la gente. Solo era el pequeño vagabundo que hacía que todos rieran, él el primero.
– Me llamo Chaplin, Charlie Chaplin -se presentaba, haciendo muecas con los labios bajo su bigote imaginario mientras Eva estaba a punto de caerse de la cama de sus padres al suelo de la risa. Solía reaccionar así cuando él hacía su número, pero aquella vez fue la última.
Eva nunca volvió a reír.
Un segundo después sintió un ligero golpe en el hombro. Un simple dedo bastó para que se le cortara el aliento y se le secara la garganta. Cuando se volvió, el golpe de su padre iba ya camino de la boca de su estómago. Unos ojos abiertos como platos bajo unas cejas pobladas. Ningún ruido aparte del golpe y de los que siguieron.
Cuando los intestinos empezaban a arderle y los jugos gástricos le quemaban la garganta, dio un paso atrás y miró a su padre a los ojos con obstinación.
– Vaya, así que ahora te llamas Chaplin -susurró su padre mientras lo miraba con la mirada de Viernes Santo, cuando relataba con detalle el duro ascenso de Jesucristo al Gólgota. Todo el pesar y el dolor del mundo cargaban sus hombros dispuestos, no tenías la menor duda al respecto aunque fueras solo un niño.
Entonces volvió a pegar. Esta vez tuvo que alargar el brazo para llegar. No iban a obligarlo a avanzar un paso hacia aquel niño terco.
– ¿Cómo se te ha metido esa idea endiablada en la cabeza?
Él miró a los pies de su padre. En lo sucesivo solo respondería a las preguntas que le diera la gana. Su padre podía pegarlo cuanto quisiera, no iba a responder.
– Vaya, no respondes. Pues tendré que castigarte.
Lo arrastró de la oreja hasta su cuarto y lo empujó con fuerza contra la cama.
– Ahora te quedas aquí hasta que vengamos a buscarte, ¿entendido?
Tampoco respondió a aquello, y su padre lo miró un rato con ojos asombrados y los labios entreabiertos, como si la terquedad de aquel niño anunciara la hora del Juicio Final y la llegada del Diluvio Universal. Después se calmó.
– Coge todas tus cosas y déjalas en el pasillo -le ordenó.
Al principio no entendía qué quería decirle su padre, pero después sí.
– Salvo tu ropa, tus zapatos y tu ropa de cama. Todo lo demás.
Apartó al niño de la vista de su mujer, y la dejó sola en la pálida luz rayada que filtraban las persianas sobre su rostro.
Ella no iría a ninguna parte sin el niño, lo sabía.
– Se ha dormido -dijo él cuando volvió a bajar del primer piso-. Oye, ¿qué ocurre?
– ¿Cómo que qué ocurre?
Su mujer giró la cabeza poco a poco.
– ¿No debería ser yo quien lo preguntara? -preguntó con mirada sombría-. ¿En qué trabajas? ¿Dónde ganas ese montón de dinero? ¿Haces algo ilegal? ¿Chantajeas a la gente?
– ¿Chantajear a la gente? ¿Qué te hace pensar eso?
Ella desvió la vista.
– Da igual. Solo quiero que nos dejes marchar a Benjamin y a mí. No quiero seguir viviendo aquí.
El hombre frunció el entrecejo. Estaba planteándole preguntas. Le imponía condiciones. ¿Había pasado algo por alto?
– Te he dicho: ¿qué te hace pensar eso?
Ella se encogió de hombros.
– ¡Pues todo! Siempre estás fuera. No dices nada. Guardas unas cajas de mudanza en un cuarto, como si fuera un santuario. Mientes sobre tu familia. No…
No fue él quien la interrumpió. Se calló por sí misma. Miró al suelo, incapaz de recoger las palabras que jamás debieran habérsele escapado. Arrepentida de su temeridad.
– Has andado en mis cajas, ¿verdad? -preguntó tranquilo, pero bajo su piel la seguridad ardía como fuego.
Así que sabía sobre él cosas que no debería saber.