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Si no se desembarazaba de ella estaba perdido.

Su padre se encargó de que todas las cosas de su cuarto fueran al montón. Juguetes viejos, libros de Ingvald Lieberkind con imágenes de animales, cosas que había recogido por aquí y por allá. Una buena rama para rascarse la espalda, un bote con pinzas de cangrejo, esqueletos de erizos de mar y fósiles. Todo al montón. Y cuando terminó, su padre apartó la cama de la pared y la inclinó hacia un lado. Allí estaban sus secretos, bajo el armiño aplastado. Las revistas, los tebeos y todos los momentos despreocupados.

Su padre le echó un vistazo rápido. Después hizo una pila con las revistas y se puso a contar. Cada revista era un voto. Y cada voto, un golpe.

– Veinticuatro revistas. No voy a preguntarte de dónde las has sacado, Chaplin, eso no me interesa. Ahora vuélvete, que voy a darte veinticuatro golpes, y en adelante no quiero volver a ver esas porquerías en esta casa, ¿está claro?

No respondió. Se limitó a mirar a la pila y despedirse de sus revistas una por una.

– ¿No respondes? Pues te llevarás doble ración de azotes. Así aprenderás a responder otra vez.

Pero no aprendió. A pesar de las marcas alargadas de la espalda y de los grandes moratones de la nuca, dejó que su padre volviera a ponerse el cinturón sin pronunciar una palabra. Sin un gemido.

Pero lo más difícil fue no llorar diez minutos más tarde, cuando le ordenaron que prendiera fuego a todas sus cosas amontonadas en el patio.

Eso fue lo más difícil.

Estaba encorvada, mirando las cajas de mudanza. Su marido había hablado sin interrupción mientras tiraba de ella escalera arriba, pero ella no decía nada. Nada en absoluto.

– Tenemos que aclarar dos cosas -dijo su marido-. Dame tu móvil.

Ella lo sacó del bolsillo, sabiendo que no iba a servirle de nada. Kenneth le había enseñado a borrar la lista de llamadas.

Él tecleó y miró a la pantalla sin ver nada, y eso la alegró. La alegró que se quedara con las ganas. ¿Qué iba a hacer ahora con su sospecha?

– Parece que has aprendido a borrar la lista de llamadas. ¿Es verdad?

Ella no respondió. Se limitó a quitarle el móvil de la mano y volver a metérselo al bolsillo.

Después el hombre señaló el cuarto estrecho con las cajas de mudanza.

– Está superordenado, lo has hecho bien.

Ella respiró aliviada. Tampoco en eso tenía pruebas de nada. Al final tendría que dejarla marchar.

– Pero no lo bastante, ¿sabes?

Ella pestañeó un par de veces mientras trataba de abarcar todo el cuarto. Los abrigos ¿no estaban en su sitio? La abolladura de la caja ¿no la había corregido?

– Mira estas rayas.

Se agachó y señaló un pequeño cuadrado en la parte frontal de dos de las cajas. Una rayita en uno de los bordes de la caja y otra en el otro. Casi seguidas, pero no del todo.

– Cuando coges estas cajas y vuelves a apilarlas, quedan colocadas de otra manera, ¿ves?

Señaló otras dos rayas que no coincidían.

– Has sacado las cajas y has vuelto a meterlas, es así de sencillo. Ahora vas a decirme qué has encontrado en ellas, ¿entendido?

Ella sacudió la cabeza.

– Estás loco. No son más que cajas de cartón, ¿por qué habría de interesarme en ellas? Han estado aquí desde que nos mudamos. Simplemente han cedido por el peso.

Ha estado bien, pensó. Ha sido una buena explicación.

Pero él sacudió la cabeza. La explicación no lo había convencido.

– Bien, vamos a comprobarlo -propuso, y la apretó contra la pared. «No te muevas, si no va a ser peor para ti», decía su fría mirada.

Ella miró al pasillo mientras él se ponía a tirar con cuidado de las cajas del medio. No era tarea fácil en aquel cuarto tan estrecho. Un taburete junto a la puerta del dormitorio, un jarrón en el alféizar de la ventana de la buhardilla, la pulidora bajo el techo abuhardillado.

Si le doy con el taburete en la nuca, entonces…

Tragó saliva y apretó los puños. ¿Con qué fuerza debía pegar?

Mientras tanto, su marido salió del hueco de la puerta y dejó caer con un ruido sordo una de las cajas a los pies de ella.

– Bueno, vamos a ver esta. Pronto vamos a saber de una vez por todas si has revuelto en ellas, ¿vale?

Ella se quedó mirando cuando él abrió la tapa. Era la caja que estaba debajo del todo, hacia la mitad del cuarto. Dos hojas de cartón de la cámara funeraria que contenía los secretos más íntimos de su marido. El recorte en que aparecía ella en Bernstorffsparken. El archivador de madera con abundantes direcciones e informaciones sobre familias y sus hijos. Él sabía exactamente dónde estaban.

Ella cerró los ojos y trató de respirar con sosiego. Si existía Dios, tenía que ayudarla ahora.

– No sé para qué sacas todos esos papeles viejos. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

Él puso una rodilla en el suelo, tiró del primer montón de recortes y lo puso a un lado. No quería arriesgarse a que viera el recorte de ella a caballo en caso de no encontrarla culpable.

Ella lo tenía calado.

Después sacó con cuidado el archivador. Ni siquiera necesitó abrirlo. Dejó caer la cabeza y habló con suavidad.

– ¿Por qué no podías dejar mis cosas en paz?

¿Qué es lo que había visto? ¿Había pasado ella algo por alto?

Se quedó mirando la espalda de él; después miró al taburete, y de nuevo a su espalda.

¿Qué significaban aquellos papeles de la caja de madera? ¿Por qué tenía él los puños apretados y los nudillos blancos?

La mujer se llevó las manos al cuello y sintió el pulso desbocado.

Él se volvió hacia ella con los ojos entornados. Era una mirada espantosa. Reflejaba una repugnancia tan condensada que apenas la dejaba respirar.

El taburete seguía estando a tres metros.

– No he andado en tus cosas -replicó ella-. ¿Qué te hace creerlo?

– No es algo que crea. ¡Lo sé!

La mujer dio un pasito hacia el taburete. Él no reaccionó.

– ¡Mira! -exclamó entonces, volviendo hacia ella la parte frontal de la caja de madera. No se veía nada.

– ¿Qué tengo que mirar? -preguntó ella-. No se ve nada.

Cuando el aguanieve cae majestuosa se puede ver cómo se evaporan los copos mientras caen al suelo. Cómo lo bello y ligero es absorbido de nuevo en el aire, de donde había surgido, y el momento mágico termina.

Se sintió igual que uno de aquellos copos cuando él la agarró de las piernas y la hizo caer. Mientras caía, vio que su vida se disolvía y que todo cuanto conocía se pulverizaba. Lo único que sintió cuando su cabeza golpeó el suelo fue que él la seguía agarrando.

– No, no se ve nada en la caja, pero debería verse -dijo él entre dientes.

Ella sintió que manaba sangre de la sien, pero no le dolía.

– No sé a qué te refieres -se oyó decir.

– Había un hilo en la tapa -dijo su marido, bajando la cabeza hasta ella-. Y ahora no está.

– Suéltame. Déjame ponerme en pie. Seguro que se ha caído solo. ¿Cuánto tiempo llevas sin mirar en las cajas? ¿Cuatro años? ¿Sabes cuántas cosas pueden suceder en cuatro años?

Después hinchó sus pulmones de aire y gritó con todas sus fuerzas.

– ¡QUE ME SUELTES!

Pero no la soltó.

Cuando la arrastró al interior del cuarto de las cajas, vio que la distancia al taburete se hacía cada vez mayor. Vio el rastro de sangre que quedó en el suelo. Oyó sus juramentos y resoplidos cuando él le pisó la espalda para que no se levantara.

Quiso gritar otra vez, pero le faltaba aire.

Entonces él aflojó la presión del pie, la agarró de pronto con fuerza de las axilas y la arrastró hasta el cuarto. Allí se quedó, sangrando y paralizada en el pasillo de cajas de mudanza.

Tal vez hubiera podido reaccionar, pero lo que ocurrió no pudo preverlo.

Solo registró las piernas de él dando dos pasos rápidos a un lado, y que levantaban la caja de mudanzas que tenía encima.