Después él dejó caer con pesadez la caja sobre el pecho de ella.
Por un momento se quedó sin aire, pero instintivamente se retorció un poco a un lado y consiguió cruzar una pierna sobre la otra. Después llegó volando la segunda caja de cartón, que bloqueó su antebrazo contra las costillas y no la dejaba mover el cuerpo. Y para terminar, otra caja encima.
Tres cajas de mudanzas que pesaban demasiado.
Veía algo de la abertura de la puerta y el pasillo en el extremo de sus pies, pero también aquello desapareció cuando él cerró el hueco con una pila de cajas sobre su pantorrilla y finalizó con una última pila de cajas en el suelo, justo contra la puerta.
Su marido no dijo nada mientras lo hacía. Tampoco dijo nada cuando cerró la puerta con llave y la dejó completamente encerrada entre cajas.
No tuvo tiempo ni de gritar pidiendo ayuda. Claro que ¿quién iba a ayudarla?
¿Pensará dejarme aquí?, se preguntó mientras el diafragma se encargaba de la respiración del pecho. Solo llegaban unos resquicios de luz procedentes de la ventana Velux de arriba, y únicamente veía superficies marrones de cartón.
Cuando al fin llegó la oscuridad, sonó el móvil de su bolsillo trasero.
Sonó y sonó, hasta que también eso terminó.
Capítulo 21
En los primeros veinte kilómetros camino de Karlshamn, Carl fumó cuatro cigarrillos para superar los temblores producidos por el terrorífico café de Tryggve Holt.
Si hubiera terminado el interrogatorio la víspera, habría podido volver a casa justo después, y en aquel momento estaría calentito en su cama con el periódico sobre la tripa y el olor penetrante de los buñuelos de arroz de Morten en las fosas nasales.
Saboreó su propio mal aliento.
Sábado por la mañana. Dentro de tres horas estaría en casa. Mientras tanto, tendría que apretarse los machos.
Acababa de sintonizar a duras penas con Radio Blekinge cuando el timbre del móvil interrumpió un vals ejecutado por violines noruegos.
– ¡Vaya! ¿Dónde estás, Charlie? -dijo la voz al otro extremo de la línea.
Carl volvió a mirar el reloj. Solo eran las nueve, aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuál fue la última vez que su hijo postizo había estado levantado tan temprano un sábado?
– ¿Qué ocurre, Jesper?
El joven parecía cabreado.
– No aguanto más en casa de Vigga. Voy a volver a casa, ¿vale?
Carl bajó el volumen de la radio.
– ¿A casa? Oye, Jesper, escucha. Vigga acaba de darme un ultimátum. También ella quiere volver a casa, y si me parece mal prefiere vender la casa y quedarse con la mitad. ¿Dónde coño vas a vivir entonces?
– No puede hacer eso.
Carl sonrió. Era asombroso lo mal que conocía aquel chico a su madre.
– ¿Qué pasa, Jesper? ¿Por qué quieres volver a casa? ¿Te has cansado de los agujeros del techo de la cabaña de tu madre? O ¿es que te hizo fregar los platos anoche?
Sonrió para sí. El sarcasmo les venía bien a las contracciones del diafragma.
– El insti de Allerød queda en el quinto pino. Una hora para ir y otra para volver, es una putada. Y Vigga está chillando todo el tiempo. Estoy harto de oírla.
– ¿Chilla? ¿A qué te refieres? -preguntó, pero era una pregunta estúpida-. Deja, olvídalo, Jesper. No tengo ninguna gana de oír eso.
– ¡No, hombre! ¡No me refiero a eso! Chilla cada vez que no hay un tío en casa, y en este momento no hay ninguno. Es un coñazo, ni más ni menos.
¿No tenía ningún tío? Entonces, ¿qué coño había pasado con el poeta de gafas de concha? ¿Había encontrado una musa con más dinero en la cartera? ¿Una que fuera capaz de cerrar el pico de cuando en cuando?
Carl miró al paisaje empapado. El GPS decía que tenía que pasar por Rödby y por Bräkne-Hoby, y parecía un terreno accidentado y embarrado. Joder, cuántos árboles había en aquel país.
– Por eso quiere volver a Rønneholtparken -continuó el muchacho-. Allí al menos te tiene a ti.
Carl sacudió la cabeza. Menudo cumplido.
– Bueno, Jesper. Vigga no puede volver a casa de ninguna de las maneras. Escucha: te doy mil coronas si le quitas la idea de la cabeza.
– Vaya. ¿Y cómo voy a hacerlo?
– ¿Cómo? Encuéntrale un novio, chaval, ¿es que no tienes ideas? Dos mil si lo consigues antes del fin de semana. Entonces podrás volver a casa; si no, no.
Dos pájaros de un tiro, Carl estaba satisfecho de sí mismo. El joven al otro extremo de la línea estaba estupefacto.
– Y otra cosa: si vuelves a casa, no quiero volver a oírte refunfuñar porque Hardy vive con nosotros. Si no te gustan las reglas no tienes más que seguir viviendo en la casita de la pradera.
– ¿Cómo?
– ¿Está claro? Te doy dos mil si lo arreglas antes de este fin de semana.
Hubo un momento de silencio. La idea tenía que atravesar un filtro adolescente compuesto de falta de voluntad, pereza y una buena dosis de torpeza resacosa.
– Dos mil, dices -se oyó después-. Vale. Pegaré algunos anuncios por ahí.
– Vaya.
Carl dudaba de la bondad del método. Él había imaginado más bien que Jesper debía invitar a un montón de pintores frustrados a la cabaña con huerta. Así verían con sus propios ojos el magnífico -y sobre todo gratuito- taller que podían conseguir por la adquisición de una hippy bien usada.
– ¿Y qué vas a escribir en esos anuncios?
– Ni puta idea, Charlie.
Se quedó cavilando un momento. Seguro que se le ocurría algo especial.
– Podría ser algo de este estilo: «Hola, mi madre está buena y busca un tío bueno. Abstenerse amargados y pobretones» -declamó, y se rio.
– Vaya. Igual deberías pensar alguna otra cosa.
– ¡Pues claro! -Jesper volvió a reír con voz ronca por la resaca-. ¡Charlie, tío! Ya puedes ir sacando el dinero del banco.
Luego cortó la comunicación.
Carl miró algo desconcertado al salpicadero y al paisaje de casas pintadas de rojo y vacas que pacían bajo el aguacero.
No había nada como la tecnología moderna para amalgamar los elementos de la vida.
Hardy dirigió a Carl una mirada triste y mustia cuando este entró en la sala.
– ¿Dónde has estado? -preguntó en voz baja mientras Morten le retiraba puré de patata de la comisura de los labios.
– Bueno, dando una vuelta por Suecia. He ido a Blekinge y he pasado la noche allí. De hecho, esta mañana me he plantado en la puerta de una comisaría bastante bonita de Karlshamn y he llamado, en vano. Esos son casi peores que nosotros. Como ocurra algún delito en sábado, mala suerte.
Se permitió reír con ironía, pero a Hardy no le hizo gracia.
Pero lo que decía Carl no era del todo cierto. En la comisaría había de hecho un portero automático. «Apriete B y diga qué quiere», ponía en un letrero al lado. Y él lo intentó, pero no entendió ni jota cuando el guardia le respondió. Luego debió de chapurrear en inglés con fuerte acento sueco, y Carl no entendió ni papa de lo que decía. Así que se marchó.
Carl dio una palmada en el hombro de su corpulento inquilino.
– Gracias, Morten. Ya me encargo yo de darle la comida. ¿Me haces mientras tanto un café? Pero que no esté muy fuerte, por favor.
Siguió con la vista el majestuoso trasero de Morten dirigiéndose hacia la zona de la cocina. ¿Había estado comiendo tarta de queso día y noche las dos últimas semanas? Sus glúteos parecían ruedas de tractor.
Después volvió la cabeza hacia Hardy.
– Pareces triste. ¿Ha ocurrido algo?
– Morten me está matando poco a poco -susurró Hardy, jadeando ligeramente en busca de aire-. Me obliga a comer todo el día, como si no hubiera otra cosa en que ocuparse. Comida grasienta que me hace cagar todo el tiempo. No entiendo que se tome la molestia; joder, luego me tiene que limpiar el culo él. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? ¿Al menos de vez en cuando?