Выбрать главу

Sacudió la cabeza cuando Carl quiso meterle otra cucharada en la boca.

– Y no para de hablar todo el santo día. Me vuelve loco. Paris Hilton y la nueva ley de sucesión al trono, el pago de pensiones y chorradas así. ¿Qué me importa a mí? Los temas de conversación vuelan por el aire como en una corriente espesa de banalidades varias.

– ¿No puedes decírselo tú?

Hardy cerró los ojos. Vale, por lo visto lo había intentado. A Morten no era fácil hacerlo cambiar de parecer.

Carl asintió con la cabeza.

– Claro que se lo diré, Hardy. ¿Cómo va todo, por lo demás? -preguntó con el mayor cuidado. Era una de esas preguntas que estaban rodeadas de un campo de minas.

– Tengo dolores fantasma.

Carl vio la nuez de Hardy luchando por tragar saliva.

– ¿Quieres agua?

Cogió la botella de agua del soporte lateral de la cama e introdujo con cuidado la pajita doblada entre los labios de Hardy. Si Hardy y Morten se enfadaban, ¿quién iba a hacer aquello todo el día?

– ¿Dolores fantasma, dices? ¿Dónde? -quiso saber Carl.

– En la parte trasera de la rodilla, creo. Joder, no es fácil de saber. Pero me duele como si alguien me estuviera pegando con un cepillo metálico.

– ¿Quieres una inyección?

Asintió en silencio. Se la pondría Morten enseguida.

– Lo de la sensibilidad del dedo y el hombro ¿cómo va? ¿Aún puedes mover la muñeca?

Las comisuras de Hardy se hundieron. Fue respuesta suficiente.

– Oye, ¿tú no estuviste colaborando en un caso con la Policía de Karlshamn?

– ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?

– Verás, es que me hace falta un dibujante de la Policía para que haga el retrato de un asesino. Tengo un testigo en Blekinge que puede describirlo.

– ¿Y…?

– Me hace falta el dibujante ahora mismo, y la puñetera Policía sueca es tan hábil a la hora de cerrar sus comisarías locales como nosotros. Pues eso, que a las siete de la mañana estaba frente a un edificio amarillo enorme en la Erik Dahlsbergsvägen de Karlshamn, leyendo un letrero. «Cerrado sábados y domingos. Resto de la semana, abierto de 9.00 a 15.00», nada más. ¡Un sábado!

– Ya. ¿Y qué quieres que haga?

– Podrías pedir a tu amigo de Karlshamn que le hiciera un favor al Departamento Q de Copenhague.

– Joder, vete a saber si mi amigo sigue trabajando en Karlshamn. De aquello hace por lo menos seis años.

– Entonces estará en otro sitio. Lo buscaré en la red, basta que me digas el nombre. Seguramente seguirá en la Policía sueca, ¿no era un alumno modelo? Lo único que tienes que pedirle es que levante el receptor y llame a un dibujante de la Policía. Solo se trata de eso. ¿No lo harías acaso por nuestro compañero sueco si él te lo pidiera?

Los pesados párpados de Hardy no anunciaban nada bueno.

– Sale caro haciéndolo en fin de semana -informó después-. Y eso si es que hay algún dibujante cerca de tu testigo que quiera tomarse la molestia.

Carl miró a la taza de café que le había dejado Morten en la mesilla. Si no fuera porque sabía que no, podría pensarse que había cogido una lata de aceite y la había consumido al fuego para oscurecerlo más.

– Menos mal que has venido -comentó Morten-. Así puedo salir.

– ¿Salir? ¿Adónde vas?

– Al cortejo fúnebre de Mustafá Hsownay. Sale de la estación de Nørrebro a las dos de la tarde.

Carl asintió con la cabeza. Mustafá Hsownay, una víctima inocente más de la lucha por el mercado de hachís entre los círculos de moteros y las bandas de inmigrantes.

Morten levantó el brazo e hizo ondear por un breve segundo una bandera que seguramente sería iraquí. A saber de dónde diablos la había sacado.

– Fui a clase con uno que vivía en Mjølnerparken, donde mataron a tiros a Mustafá.

Otros quizá habrían vacilado ante la debilidad de los argumentos solidarios.

Pero Morten estaba hecho de otra pasta.

Estaban tumbados muy cerca uno del otro. Carl en el sofá con los pies en la mesa baja, y Hardy en la cama de hospital con su largo cuerpo paralizado vuelto de costado. Había tenido cerrados los ojos desde que Carl encendió el televisor, y la expresión amarga de su boca se había difuminado poco a poco.

Eran como un matrimonio de ancianos que por fin se abandonan al final del día en la compañía insustituible de noticias y presentadores maquillados. Durmiendo en paz un sábado por la noche. Solo faltaba que se cogieran de la mano para que la imagen fuera perfecta.

Carl levantó con trabajo sus pesados párpados y observó que el noticiario que estaba viendo era el último del día.

Así que ya era hora de preparar a Hardy para dormir y meterse en la cama como es debido.

Se quedó mirando la pantalla, donde el cortejo de Mustafá Hsownay se movía con lentitud por Nørrebrogade con digna calma y en silencio. Miles de rostros silenciosos pasaron ante las cámaras, mientras desde los balcones arrojaban tulipanes de color rosa hacia el coche fúnebre. Inmigrantes de todo tipo, y otros tantos daneses de segunda generación. Muchos cogidos de la mano.

El hervidero de Copenhague había perdido furor por un momento. Todos estaban contra la guerra entre bandas.

Carl asintió en silencio. Estaba bien que Morten estuviera allí. Seguro que no había muchos de Allerød. Joder, tampoco estaba él.

– Mira, Assad -se oyó decir a Hardy en voz baja.

Carl lo miró. ¿Había estado despierto todo el tiempo?

– ¿Dónde?

Miró a la pantalla y vio enseguida la cabeza redonda de Assad asomando entre la gente de la acera.

Al contrario que los demás, no dirigía la mirada hacia el coche fúnebre, sino más atrás, hacia el cortejo. Su cabeza se movía imperceptiblemente de lado a lado como la de una fiera que sigue con la mirada a su presa entre la espesura. Estaba serio. Después la imagen desapareció.

¿Qué coño…?, se dijo Carl.

– Ostras, parecía del Servicio de Información -gruñó Hardy.

Carl despertó en su cama hacia las tres con el corazón martilleándolo y un edredón que pesaba doscientos kilos. No se sentía bien. Era como una fiebre repentina. Como si una horda de virus lo hubiera atacado y paralizado su sistema nervioso simpático.

Jadeó en busca de aire y se llevó la mano al pecho. ¿Por qué siento pánico?, pensó, mientras echaba en falta una mano que agarrar.

Abrió los ojos en la habitación negra.

Esto me ha pasado antes, pensó, y recordó el ataque mientras el sudor le pegaba la camiseta al cuerpo.

Lo que lo provocó la vez anterior fue el tiroteo a que los sometieron a él, a Anker y a Hardy en Amager.

¿Podría ser lo mismo?

«Trata de recordar el episodio para poder distanciarte», solía decirle Mona durante el tratamiento.

Apretó los puños y recordó los temblores del suelo cuando alcanzaron a Hardy y la bala que le rozó la frente a él. La sensación de cuerpo contra cuerpo cuando Hardy lo arrastró en su caída y lo pringó de sangre. El intento heroico de Anker por detener a los atacantes pese a estar herido de gravedad. Y el último disparo mortal que dejó impresa para siempre la sangre del corazón de Anker en las sucias tablas del suelo.

Lo repasó todo varias veces. Recordó su vergüenza por no haber hecho nada, y el asombro de Hardy ante lo sucedido.

Y el corazón de Carl seguía martilleando.

– Me cago en la puta -dijo entre dientes varias veces mientras encendía la luz y un cigarrillo. Mañana mismo iba a telefonear a Mona para decirle que volvía a tener problemas. La llamaría y se lo diría del modo más encantador posible, añadiendo una pizca de impotencia. Puede que así ella correspondiera con más de una consulta. La esperanza es lo último que se pierde.

Sonrió al pensar en ello y se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Luego cerró los ojos y volvió a sentir el corazón percutiendo como un taladro. ¿Estaba enfermo grave, o qué?