Se levantó con dificultad y bajó las escaleras tambaleándose. Mierda, no iba a quedarse solo allí arriba con un ataque al corazón.
Entonces se desplomó, y despertó en el mismo sitio para ver a Morten zarandeándolo con restos de una bandera iraquí pintada en la frente.
Las cejas del médico de guardia expresaban que Carl le había hecho perder el tiempo. El comunicado era breve: exceso de trabajo.
¡Exceso de trabajo! Una ofensa poco habitual, a la que siguieron unas observaciones tópicas del doctor sobre el estrés, y después un par de pastillas que noquearon a Carl y lo enviaron al país de los sueños.
Cuando despertó el domingo a la una y media tenía la cabeza pesada, llena de imágenes horribles, pero el corazón latía normal.
– Que llames a Jesper -dijo Hardy desde su camilla cuando finalmente Carl consiguió bajar del dormitorio-. ¿Estás bien?
Carl se encogió de hombros.
– Me rondan por la cabeza cosas que no puedo controlar -respondió.
Hardy trató de sonreír, y Carl se podía haber mordido la lengua. Era lo jodido de tener a Hardy tan cerca. Había que pensar las cosas antes de abrir la boca.
– He estado pensando en lo de Assad ayer -comentó Hardy-. ¿Qué sabes realmente de él? ¿No deberías conocer a su familia? ¿No es hora de que le hagas una visita?
– ¿Por qué lo dices?
– Es normal que uno se interese por los colegas, ¿no?
¿Colegas? ¿Ahora iba a resultar que Assad era su colega?
– Te conozco, Hardy -dijo-. Algo te traes entre manos. ¿En qué estás pensando?
Hardy torció los labios hacia abajo en una especie de sonrisa. Desde luego, estaba bien que te entendieran.
– Bueno, es que de pronto lo vi diferente en la tele. Como si no lo conociera. ¿Tú conoces a Assad?
– Podrías preguntarme si conozco a alguien por completo. ¿Quién conoce a quién en realidad?
– ¿Dónde vive? ¿Lo sabes?
– En Heimdalsgade, por lo visto.
– ¿Por lo visto?
¿Dónde vive? ¿Cómo es su familia? Aquello parecía un interrogatorio a fondo. Y por desgracia, Hardy tenía razón. Seguía sin saber un carajo sobre Assad.
– ¿Dices que llame a Jesper? -cambió de tema.
Hardy asintió ligeramente con la cabeza. Estaba claro que no había terminado con el asunto de Assad. Sirviera para lo que sirviese.
– ¿Has llamado? -preguntó a Jesper por el móvil justo después.
– Ya puedes ir aflojando la pasta, Charlie.
Un parpadeo reflejo se apoderó de Carl. Ostras, el chaval parecía seguro.
– ¡Carl! Me llamo Carl, Jesper. Si vuelves a llamarme Charlie, voy a quedarme temporalmente sordo en momentos decisivos; estás avisado.
– Vale, Charlie -rio de forma casi visible-. Pues a ver si puedes oír esto. He encontrado a un pavo para Vigga.
– Vaya. ¿Y vale los dos mil, o lo va a echar a la calle mañana como al poeta rechoncho? Porque entonces no vas a oler la guita.
– Tiene cuarenta años. Conduce un Ford Vectra, tiene una tienda de ultramarinos y una hija de diecinueve años.
– Bueno, bueno. ¿De dónde lo has sacado?
– Puse un anuncio en su tienda. Era el primero que ponía.
¡Joder! Desde luego, no le había costado nada ganar el dinero.
– ¿Y por qué crees que el tendero mercachifle va a ganarse a Vigga? ¿Se parece a Brad Pitt?
– Tú lo flipas, Charlie. Para eso Pitt tendría que quedarse roncando bajo el sol durante una semana.
– ¿Me estás diciendo que es negro?
– Negro no, pero poco le falta.
Carl contuvo el aliento mientras le contaban el resto de la historia con todo lujo de detalles. El hombre era viudo y tenía unos tímidos ojos castaños. Justo lo que Vigga necesitaba. Jesper lo había llevado a la cabaña con huerta, y el tipo alabó los cuadros de Vigga y exclamó embelesado que la cabaña con huerta era el lugar más acogedor que había visto en toda su vida. No hizo falta más. En aquel momento, al menos, estaban almorzando en un restaurante del centro.
Carl sacudió la cabeza. Debería estar más contento que unas pascuas, pero en su lugar volvía a notar una molesta sensación en el estómago.
Cuando Jesper terminó, Carl apagó el móvil a cámara lenta y dirigió la vista hacia Morten y Hardy, que lo miraron como un par de chuchos callejeros esperando las sobras de la comida.
– Toquemos madera, puede que nos hayamos salvado en última instancia. Jesper ha conseguido aparear a Vigga con el hombre ideal, así que tal vez podamos seguir viviendo aquí.
Morten abrió la boca, entusiasmado, y juntó las manos con cuidado.
– ¡No me digas…! -exclamó-. Y ¿quién es el príncipe azul?
– ¿Azul? -Carl trató de sonreír, pero era como si tuviera agarrotados los músculos faciales-. Por lo que dice Jesper, Gurkamal Singh Pannu es el indio con la tez más oscura al norte del Ecuador.
¿Había oído un estremecimiento sofocado de ambos?
Aquel día el azul, el blanco y las caras tristes dominaban en la periferia de Nørrebro. Carl nunca había visto tantos forofos del Copenhague F. C. esparcidos por las aceras con una pinta tan alicaída. Las banderolas estaban en el suelo, las latas de cerveza parecían pesar demasiado para llevarlas a la boca, los himnos combativos habían enmudecido, solo de vez en cuando surgía algún rugido frustrado que pendía sobre la ciudad como el grito de dolor de los antílopes de la sabana tras el ataque de una manada de leones.
Su equipo favorito había perdido 0-2 contra el Esbjerg. Catorce victorias en casa seguidas de una derrota contra un equipo que no había ganado ni un solo partido a domicilio en todo el año.
La ciudad estaba noqueada.
Aparcó hacia la mitad de Heimdalsgade y miró alrededor. Desde los tiempos en que patrullaba allí, las tiendas de inmigrantes habían crecido como setas. Había ambiente incluso en domingo.
Encontró el nombre de Assad en el letrero de la puerta y apretó el timbre. Más valía que le pusiera mala cara que un «no, gracias» por teléfono. Si Assad no estaba en casa, iría a casa de Vigga para indagar qué le rondaba por la cabeza.
Pasados veinte segundos seguían sin abrir la puerta.
Dio un paso atrás y miró a los balcones. No era un edificio característico de los guetos, como había esperado. De hecho, había muy pocas antenas parabólicas, y tampoco había ropa tendida.
– ¿Quieres entrar? -preguntó una voz desenfadada por detrás, y una chica rubia de las que te dejan sin habla con solo una mirada abrió el portal.
– Gracias -murmuró, y entró con ella en la caja de hormigón.
Encontró la vivienda en el segundo piso y observó que, a diferencia de sus dos vecinos árabes, cuyos letreros rebosaban de nombres, en la puerta de Assad solo había uno.
Carl apretó el timbre un par de veces, pero para entonces ya sabía que había hecho el viaje en balde. Luego se agachó y abrió del todo el buzón de la puerta.
El piso parecía vacío. Aparte de propaganda y un par de sobres de ventanilla, no se veía nada más que un par de sillones de cuero gastados a lo lejos.
– Eh, tío, ¿qué haces?
Carl enderezó la nuca y se encontró frente a un par de pantalones de entrenamiento blancos con rayas en las costuras.
Se levantó hacia el culturista, que tenía sendas mazas marrones por brazos.
– Quería visitar a Assad. ¿Sabes si ha estado hoy en casa?
– ¿El chiita? No ha estado.
– ¿Y su familia?
El tipo ladeó un poco la cabeza.
– ¿Estás seguro de que lo conoces? No serás el cabronazo que anda robando en esta casa, ¿verdad? ¿Para qué mirabas por la rendija del buzón?
Golpeó con su pecho de roca el costado de Carl.
– Eh, un momento, Rambo.
Apretó la mano contra el trenzado de abdominales y rebuscó en su bolsillo interior.
– Assad es amigo mío, y tú también lo serás si respondes aquí y ahora a mis preguntas.