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El tipo se quedó mirando la placa de policía que Carl sostenía ante él.

– ¿Quién crees que quiere ser amigo de alguien con una placa tan jodidamente fea? -lo amonestó torciendo el gesto.

Iba a darse la vuelta, pero Carl lo agarró de la manga.

– Igual te dignas responder a mis preguntas. Eso estaría…

– Ya puedes limpiarte ese culo blanco con tus estúpidas preguntas, gilipollas.

Carl asintió con la cabeza. Dentro de tres segundos y medio iba a enseñar a aquel fulano sobrecrecido tragapolvos proteínicos quién era el gilipollas. Puede que fuera ancho, pero desde luego no lo bastante como para un par de presas en el cuello seguidas de amenazas de arresto por obstruir la acción policial.

Entonces se oyó una voz por detrás.

– ¡Eh, Bilal!, ¿de qué vas? ¿No has visto la placa del señor?

Carl giró y se topó con un tipo aún más ancho, que a ojos vista se dedicaba también al levantamiento de pesas. Una auténtica exhibición de ropa de deporte por todas partes. Desde luego, si aquella camiseta enorme la había comprado en una tienda normal, la tienda aquella estaba bien surtida.

– Sí, perdone a mi hermano, toma demasiados esteroides -se disculpó y tendió una manaza del tamaño de una pequeña capital de provincia-. No conocemos a Hafez el-Assad. De hecho, solo lo he visto dos veces. Un tipo curioso de cara redonda y ojos saltones, ¿verdad?

Carl asintió en silencio y soltó la manaza.

– No, en serio -continuó el tipo-. Creo que no vive aquí. Y desde luego que no con ninguna familia.

Sonrió.

– Tampoco sería muy cómodo en un piso de una habitación, ¿verdad?

Tras haber marcado en vano el número del móvil de Assad varias veces, Carl salió del coche y aspiró hondo antes de avanzar a paso rápido por el sendero del huerto hacia la cabaña de Vigga.

– Hola, cielo -canturreó ella, mientras salía a su encuentro.

De los minúsculos altavoces que tenía en la sala surgía una música que no se parecía a nada que hubiera oído en su vida. Aquello que se oía ¿era el sonido de sitares o algún pobre animal atormentado?

– ¿Qué ocurre? -preguntó, sintiendo un deseo irresistible de taparse los oídos con las manos.

– ¿A que es bonita? -aseguró, dando un par de pasos de baile que ningún indio con un mínimo de respeto hacia sí mismo llamaría apropiados-. Gurkamal me ha regalado el CD, y va a darme más.

– ¿Está aquí?

Pregunta idiota en una casa con dos habitaciones.

Vigga exhibió una sonrisa espléndida.

– Está en la tienda. Su hija tenía curling y ha ido a sustituirla.

– ¿Curling? Vaya. Desde luego, hay que buscar bien para encontrar un deporte indio más típico.

Ella le dio un golpecito.

– Indio, dices. Yo digo que de Punjab, porque él es de allí.

– No me digas. O sea que es pakistaní, no indio.

– No, es indio; pero no te preocupes por eso.

Se dejó caer sobre una butaca gastada.

– Vigga, esto es insoportable. Jesper anda de un lado a otro, y tú amenazas con esto y aquello. No sé a qué santo encomendarme en la casa donde vivo.

– Sí, es lo que pasa cuando sigues casado con la que es dueña de media casa.

– A eso me refiero. ¿No podríamos llegar a un acuerdo razonable para que te pague tu parte poco a poco?

– ¿Razonable?

Alargó la palabra hasta que llegó a sonar odiosa.

– Sí. Si tú y yo pidiéramos un préstamo hipotecario de, digamos, doscientas mil, podría pagarte dos mil coronas al mes. No te vendría mal, ¿no?

Se podía ver su maquinaria interna haciendo sumas y restas. Cuando se trataba de cantidades pequeñas podía equivocarse, pero en el caso de sumas con muchos ceros por detrás era una auténtica eminencia.

– Cariño -empezó, y con ello Carl perdió la batalla-, una cosa así no se decide en el té de media tarde. Tal vez más adelante, y quizá por una cantidad bastante superior. Pero ¿quién sabe lo que nos depara la vida?

Después echó a reír sin motivo, y la confusión volvió a su cauce habitual.

A Carl le habría gustado hacer acopio de fuerzas para decir que en ese caso tendrían que contratar a un abogado que se ocupara del asunto, pero no se atrevió.

– Pero mira, Carl. Somos familia y debemos ayudarnos entre nosotros. Ya sé que tú y Hardy, Morten y Jesper estáis contentos de vivir en Rønneholtparken, así que sería una lástima daros un disgusto. Lo comprendo.

Mirándola, vio que dentro de nada haría una propuesta como un puñetazo que iba a dejarlo sin aliento.

– Y por eso he decidido dejaros en paz a ti y a los demás.

Bien podía decirlo. Pero ¿qué iba a suceder cuando Carcamal se cansara de su parloteo interminable y sus calcetines de punto?

– Pero, a cambio, has de hacerme un favor.

Una declaración así, procediendo de quien procedía, podía significar problemas del todo insuperables.

– Creo… -alcanzó a decir antes de que lo interrumpieran.

– Mi madre quiere que la visites. Habla mucho de ti, Carl, sigues siendo su gran favorito. Por eso he decidido que la visites una vez por semana. ¿Te parece bien? Pues empiezas mañana.

Carl volvió a tragar saliva. Eran cosas como aquella las que dejaban a un hombre con la garganta seca. ¡La madre de Vigga! Aquella señora extraña que tardó cuatro años en darse cuenta de que Carl y Vigga se habían casado. Una persona que vivía convencida de que Dios creó el mundo solo para el disfrute de ella.

– Sí, sí, ya sé en qué estás pensando, Carl. Pero ya no está tan mal. Desde que está senil.

Carl respiró hondo.

– No sé si podrá ser una vez por semana, Vigga.

Observó enseguida que los rasgos de ella se agudizaban.

– Pero lo intentaré.

Ella le tendió la mano. Era curioso que siempre acordaran algo que él estaba obligado a mantener y que para ella era un arreglo provisional.

Aparcó el coche en una calle lateral del pantano de Utterslev y se sintió muy solo. En casa había vida, sin duda, pero no era la suya. También en el trabajo se perdía en ensoñaciones. No tenía aficiones ni practicaba deporte alguno. No le gustaba andar con extraños ni estaba lo bastante sediento para ahogar su soledad en los tentadores bares.

Y ahora un hombre con turbante se había armado de valor y se había cepillado a su casi exmujer en menos tiempo del necesario para alquilar una peli porno.

Su supuesto colega ni siquiera vivía en la dirección que le había dado, o sea que tampoco podía andar de juerga con él.

No era de extrañar que lo estuviera pasando mal.

Aspiró poco a poco el oxígeno del terreno pantanoso entre sus labios afilados y volvió a notar que se le ponía carne de gallina en los brazos mientras sudaba a chorros. ¿Iba a volver a estar tan jodido otra vez? Dos veces en menos de un día.

¿Estaba enfermo?

Cogió su móvil del asiento del copiloto y miró un buen rato el número que había buscado. Solo ponía «Mona Ibsen». ¿Sería peligroso?

Cuando a los veinte minutos notó que su ritmo cardíaco iba a más, apretó el botón de llamada y rezó por que la noche del domingo no fuera tabú para una psicóloga de emergencias.

– Hola, Mona -dijo en voz baja cuando oyó la voz de ella-. Soy Carl Mørck. Me s…

Habría querido decir que se sentía mal. Que tenía necesidad de hablar. Pero no llegó a decirlo.

– ¡Carl Mørck! -lo interrumpió Mona. No sonaba muy sociable, que se diga-. Llevo esperando tu llamada desde que volví a Dinamarca. Desde luego, ya era hora.

Estar sentado en su sofá, en una sala con tanto aroma de mujer, era como cuando en otros tiempos estuvo tras unos barracones de madera, en una excursión escolar, con la mano de una chica de piernas largas bien metida en sus pantalones. De lo más desconcertante, y a la vez de lo más excitante y transgresor.

Y Mona tampoco era ninguna pecosa hija del panadero de la calle Mayor; las reacciones de su cuerpo así lo confirmaban. Cada vez que oía los pasos de ella en la cocina sentía aquel martilleo amenazante a la altura del bolsillo del pecho. Desagradable a más no poder. Solo le faltaba caerse redondo ahí mismo.