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Habían intercambiado frases corteses y hablado un poco de su último ataque. Bebieron un Campari con soda y, animados por eso, bebieron otro par. Hablaron de su viaje a África y estuvieron a punto de besarse.

Tal vez fuera la idea de lo que debería ocurrir lo que desencadenó la sensación de pánico.

Mona entró en la sala con unos triangulitos que llamó bocados de medianoche, pero ¿quién podía pensar en ellos cuando estaban solos y ella llevaba la blusa tan condenadamente ajustada?

Vamos, Carl, pensó. Si un hombre que se llama Carcamal y lleva trenzas en la barba puede, también tú puedes.

Capítulo 22

Había encerrado a su mujer en una cárcel de cajas pesadas, y allí iba a seguir hasta que todo terminara. Sabía demasiado.

Durante un par de horas oyó ruido de raspado contra el suelo del piso de arriba, y cuando volvió a casa con Benjamin oyó también algún gemido sofocado.

Ahora que había metido todas las cosas del niño en el coche, se hizo el silencio en el trastero.

Puso un CD de música infantil en el equipo del coche y sonrió a su hijo por el retrovisor. Cuando llevara una hora conduciendo llegaría la calma. Un paseo así por Selandia siempre funcionaba.

Su hermana sonaba medio dormida al teléfono, pero enseguida espabiló cuando le dijo cuánto se proponía darles por cuidar de Benjamin.

– Sí, has oído bien -le dijo-. Te daré tres mil coronas a la semana. Pasaré de vez en cuando para comprobar que lo estáis haciendo bien.

– Tendrás que pagar un mes por adelantado -advirtió ella.

– Vale. Lo pagaré.

– Y además tienes que seguir pagándonos como antes.

Asintió en silencio. Aquella exigencia tenía que llegar.

– Tranquila, no voy a cambiar nada.

– ¿Cuánto tiempo va a estar ingresada tu mujer?

– No lo sé. Ya veremos cómo evoluciona. Está muy enferma. Puede llevar mucho tiempo.

Ella no expresó ninguna empatía o pesar.

Eva no era así.

– Ve adonde tu padre -ordenó su madre con voz áspera. Tenía el pelo revuelto y el vestido como retorcido en el talle. Así que su padre había vuelto a darle bien.

– ¿Por qué? -preguntó él-. Tengo que terminar la Epístola a los Corintios para los rezos de mañana, lo ha dicho papá.

En su ingenuidad infantil, pensó que ella lo salvaría. Que se interpondría. Que lo apartaría del abrazo ahogador de su padre y por una vez lo dejaría marchar. Lo de Chaplin no era más que un juego que le gustaba. No era nada que molestara a nadie. También Jesús jugaba de niño, lo sabían.

– ¡Entra ahí ahora mismo!

Su madre apretó los labios y lo agarró del cuello. Era la presa que tantas veces lo había acompañado camino de los golpes y humillaciones.

– Entonces diré que miras al vecino cuando se quita la camiseta en el prado -dijo.

Ella se estremeció. Ambos sabían que no era verdad. Que el menor guiño hacia la libertad y una vida diferente eran el camino directo al infierno. Lo oían en la comunidad, en las oraciones de la mesa y en cada palabra surgida del libro negro que su padre llevaba siempre dispuesto en el bolsillo. Satanás estaba en las miradas de la gente, decía el libro. Satanás estaba en la sonrisa y en cualquier forma de contacto físico. Lo ponía en el libro.

Y no, no era cierto que su madre mirase al vecino, pero su padre tenía siempre la mano suelta, nunca daba a nadie el beneficio de la duda.

Entonces su madre dijo aquello que habría de separarlos para siempre.

– Hijo del Diablo -declaró con frialdad-. Ojalá Satanás te arrastre abajo, de donde vienes. Que las llamas del infierno carbonicen tu piel y te causen dolor eterno.

Movía la cabeza arriba y abajo.

– Sí, pareces asustado, pero Satanás te tiene atrapado ya. No vamos a preocuparnos más de ti.

Abrió la puerta y lo empujó a la habitación que apestaba a oporto.

– Ven aquí -lo instó su padre mientras enrollaba el cinturón en torno al puño.

Las cortinas estaban corridas, así que entraba muy poca luz.

Tras el escritorio estaba Eva como una estatua de sal con su vestido blanco. Al parecer no la había pegado, pues no estaba remangado, y el llanto de ella era controlado.

– Vaya, así que sigues jugando a Chaplin -se limitó a decir su padre.

Al instante reparó en que la mirada de Eva evitaba mirar hacia donde estaba él.

Aquello iba a ser duro.

– Estos son los papeles de Benjamin. Es mejor que los tengáis vosotros mientras esté aquí. Por si se pone enfermo.

Entregó los documentos a su cuñado.

– ¿Crees que va a ponerse enfermo? -preguntó su hermana, angustiada.

– Claro que no. Benjamin es un chaval fuerte y sano.

Lo vio ya entonces en los ojos del cuñado. Quería más dinero.

– Un chico de la edad de Benjamin come mucho -dijo. Después añadió-: solo los pañales vienen a salir por unas mil coronas al mes.

Si alguien tenía alguna duda al respecto, no tenía más que mirar en internet.

Y el cuñado se frotaba las manos como el codicioso Scrooge del Cuento de Navidad. Un pago único de cinco mil coronas podría arreglarlo, repetían monótonas aquellas manos.

Pero su cuñado no lo consiguió. De todas formas iban a ir a parar a las manos de algún predicador de los que no reparaban en qué comunidad pagaba y por qué.

– Si surgen problemas contigo y con Eva, nuestro acuerdo puede revisarse, ¿está claro? -advirtió.

Su cuñado accedió a regañadientes, pero su hermana estaba ya muy lejos. Dedos no demasiado bien acostumbrados analizaron a conciencia la suave piel del niño.

– ¿De qué color tiene el pelo? -preguntó con los ojos ciegos llenos de gozo.

– El mismo color que tenía yo de pequeño, si es que te acuerdas -contestó, y observó que la mirada sin brillo de su hermana se desviaba. Antes de darles el dinero añadió-: Y ahorrad a Benjamin vuestros putos rezos, ¿entendido?

Los vio asentir con la cabeza, pero no le gustó su silencio.

Dentro de veinticuatro horas caería el dinero. Un millón de coronas en billetes usados, no tenía la menor duda.

Ahora iba a ir a la caseta de botes para comprobar que los niños estaban más o menos bien, y mañana, cuando se hubiera hecho el intercambio, regresaría y mataría a la chica. Al chico lo neutralizaría con cloroformo y el lunes por la noche lo dejaría en un campo cerca de Frederiks.

Daría instrucciones a Samuel acerca de lo que debía decir a sus padres, para que supieran a qué atenerse. Que el asesino de su hermana tenía informadores y siempre sabría dónde estaba la familia. Que aún les quedaban hijos, que podía volver a hacerlo, que no se sintieran demasiado seguros. Si tenía la menor sospecha de que se iban de la lengua, iba a costarles otro hijo, eso tenía que decirles Samuel. La amenaza no tenía límite en el tiempo. Además tenían que saber que solía disfrazarse. La persona que creían conocer no existía en absoluto, y nunca usaba el mismo disfraz dos veces.

Siempre había funcionado. Las familias tenían una fe en la que refugiarse, y en ella se cobijaban. Lloraban al niño muerto y los demás quedaban protegidos. La historia de las pruebas de Job era su referencia.

Y en el círculo de sus amistades explicarían la desaparición del niño como si se hubiera tratado de una expulsión. En aquel caso concreto, esa explicación sería creíble, pues Magdalena era especial y casi demasiado brillante, y eso no era ninguna ventaja en aquellos círculos. Sus padres dirían que la habían dejado en manos de alguna familia. Así la comunidad no se preocuparía más de ello y él estaría a salvo.