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Sonrió en silencio.

Así quedaría otro menos de los que ponen a Dios por delante de la persona para infectar el mundo.

El desastre se cebó en la familia del pastor un día de invierno, un par de meses después de que él cumpliera los quince años. En los meses previos habían sucedido en su cuerpo cosas extrañas e inexplicables. Las ideas pecaminosas, contra las que advertía la comunidad, empezaron a asaltarlo. Vio a una mujer de falda ajustada inclinarse hacia delante, y aquella misma noche, en unos pocos segundos, tuvo su primera polución con aquella imagen en la retina.

Notaba que las manchas de sudor se extendían por sus axilas y que su voz desafinaba en todas direcciones. Los músculos de la nuca se contraían y el vello corporal surgía por todas partes, recio y oscuro.

De pronto, se sintió como una topera en medio de un campo llano.

Cuando hacía un esfuerzo podía reconocerse en los chicos de la comunidad que habían sufrido la misma transformación antes que él, pero no tenía ni remota idea de qué se trataba. No era de ninguna manera un tema que se discutiera en el hogar que su padre llamaba de «los elegidos de Dios».

Sus padres llevaban tres años sin dirigirle la palabra a menos que fuera necesario. No veían los esfuerzos que hacía, nunca se daban cuenta cuando trataba de satisfacerlos en las reuniones para orar. Para ellos no era más que un reflejo de Satanás llamado Chaplin. Lo que hiciera y lo que se le ocurriera carecía de importancia.

Y la comunidad lo llamaba diferente y poseído, y oraban juntos para que los niños no salieran como él.

Solo le quedaba Eva. Su hermana pequeña, que de vez en cuando lo traicionaba y declaraba, presionada por su padre, que calumniaba a sus padres y que no deseaba obedecer, ni a ellos ni la palabra de Dios.

En consecuencia, su padre hizo de doblegarlo su segunda misión en la vida. Órdenes interminables sin objeto. Una dieta diaria de desprecio e insultos, y de postre golpes y terror psíquico.

Al principio había en la comunidad un par de personas en quienes buscar consuelo, pero aquello también terminó. En aquellos ambientes, la ira y las maldiciones de Dios superaban por mucho la compasión humana, y en tales tinieblas la persona temerosa de Dios solo se tiene a sí misma y a Dios.

Le daban la espalda y tomaban partido. Al final no podía hacer otra cosa que poner la otra mejilla.

Justo como prescribía la Biblia.

Y en medio de aquel hogar de tinieblas en que nada podía respirar, la relación entre Eva y él fue languideciendo poco a poco. ¿Cuántas veces ella le había pedido perdón y cuántas veces él se había hecho el sordo?

Al final ya no la tenía de su parte, y aquel día de invierno todo se torció.

– Con esa voz pareces un cerdo chillando -dijo su padre justo antes de sentarse a la mesa en la cocina-. Y por lo demás también. Pareces un cerdo. Mira en el espejo qué repugnante y torpe eres. Husmea con tu feo morro y verás cómo apestas. Ve a lavarte, ser abominable.

Era justo así como solían llegar las infamias y las órdenes. Con esa astucia. De una en una. Una tras otra. Pequeñeces como la orden de lavarse, que con el tiempo se multiplicaban, y al final quedó muy claro. Cuando su padre terminara de sermonearlo seguramente exigiría que lavara todas las paredes de su cuarto para poder dominar el hedor.

Así que ¿por qué no poner manos a la obra?

– Para cuando termines con tus desquiciadas órdenes tendré que lavar las paredes del cuarto con lejía, ¿verdad? ¡Pues lávalas tú, viejo chiflado! -gritó.

Fue entonces cuando su padre empezó a sudar, y fue entonces cuando su madre empezó a protestar. ¿Quién creía que era para hablar así a su padre?

Su madre quería ponerlo entre la espada y la pared, la conocía bien. Le pediría que desapareciera de sus vidas, hasta que él, harto de despropósitos, terminara dando un portazo para pasar la mitad de la noche fuera de casa. Su madre había empleado aquella táctica a menudo con fortuna cuando la situación se agravaba, pero aquella vez no.

Sintió que su nuevo cuerpo se tensaba. Sintió que las venas del cuello latían con más fuerza y los músculos se tonificaban. Si su padre se le acercaba demasiado con el puño cerrado, iba a enterarse de lo que es bueno.

– Déjame en paz, monstruo infernal -advirtió a su padre-. Te odio como a la peste, ojalá escupas sangre, hijo de la gran puta. Mantente alejado de mí.

Ver al hipócrita de su padre descomponerse ante aquella nube de barbaridades diabólicas fue demasiado para Eva. La tímida violeta que se escondía tras el delantal y los quehaceres diarios avanzó hacia él y lo zarandeó.

Le pidió que no arruinara sus vidas más de lo que había hecho ya, gritó a su hermano mientras su madre trataba de separarlos, y su padre cogió un par de botellas de debajo del fregadero.

– Ahora vas a lavar las paredes de tu cuarto con lejía, tal como has propuesto, pequeño Chaplin-Satanás -dijo entre dientes con el rostro lívido-. Y si no lo haces, ya me ocuparé yo de que no te levantes de la cama durante varios días, ¿entendido?

Después su padre le escupió a la cara y le dio una de las botellas. Miró con desdén a la saliva que le goteaba de la mejilla.

Entonces él desenroscó la tapa de la botella y empezó a vaciar su contenido corrosivo en el suelo de la cocina.

– Pero ¿qué demonios haces, chaval? -gritó su padre, agarrándolo con fuerza y tratando de quitarle la botella, de forma que un chorro de material corrosivo salpicó toda la estancia.

El rugido de su padre fue profundo y estremecedor, pero no fue nada comparado con el chillido de Eva.

Todo el cuerpo de su hermana se agitó, sus manos temblaban ante su rostro como si no se atreviera a tocarlo. Fue durante aquellos segundos cuando la lejía se le metió en los ojos y veló su mirada hacia el mundo.

Y mientras la estancia se llenaba con los lloros de la madre, los gritos de Eva y su propio espanto por lo que había causado, su padre se miraba las manos burbujeantes de líquido corrosivo y el color de su rostro pasaba del rojo al azul.

De pronto abrió desmesuradamente los ojos y se llevó la mano al pecho, se dobló hacia delante, boqueó en busca de aire con un gesto sorprendido e incrédulo en los labios. Y cuando por fin cayó al suelo, su vida se había agotado.

– Jesucristo nuestro Señor, Dios Padre Todopoderoso, descanso en tus manos -dijo entre estertores con su último aliento, y se murió. Con las manos cruzadas en el pecho y una sonrisa en los labios.

Él se quedó un rato mirando la sonrisa de la helada máscara mortuoria de su padre, mientras su madre imploraba la gracia divina y Eva chillaba.

La sed de venganza, que lo había sostenido los últimos años, se había quedado de pronto sin sustento. Su padre había muerto de un ataque al corazón con una sonrisa y el nombre de Dios en los labios.

No era lo que él había soñado.

Cinco horas más tarde, la familia se había dividido. Eva y su madre estaban en el hospital de Odense, y él en un reformatorio. De ello se encargaron los miembros de la comunidad, y aquel fue el pago por vivir a la sombra de Dios.

Ahora solo le faltaba devolver el golpe.

Capítulo 23

Hacía una noche impresionante. Oscura y silenciosa.

Sobre el fiordo brillaban aún un par de luces de veleros, y en el prado, al sur de la casa, la hierba susurraba, preparada para la primavera. Pronto estarían pastando las vacas, y el verano estaba cerca.

Así era Vibegården en sus mejores momentos.

Le encantaba aquel lugar. Cuando llegara el momento oportuno, iba a pulir el ladrillo rojo, derribar la caseta de botes y despejar la vista hacia el fiordo.

Era una buena granja la que tenía. Le gustaría envejecer allí.

Abrió la puerta del anexo, encendió la lámpara que colgaba de un poste, y después vació la mayor parte del bidón de diez litros en el depósito del generador.