Miranda asintió con la cabeza. Ella, desde luego, tenía una propuesta.
Islandés.
Capítulo 4
– Han venido de la Inspección de Trabajo, Carl.
Rose estaba plantada en la puerta y no hizo ademán de moverse. Quizá esperaba a que las partes se tirasen de los pelos.
Apareció un hombrecillo vestido con un traje bien planchado, y se presentó como John Studsgaard. Pequeño y decidido. Aparte de la carpeta de cuero marrón que llevaba bajo el brazo, parecía bastante inofensivo. La mirada amable y la mano tendida. Impresión que se evaporó en cuanto abrió la boca.
– En la última inspección se ha detectado polvo de amianto en el pasillo y en los corredores auxiliares. De modo que hay que proceder a revisar el aislamiento de la tubería, para que estos locales cumplan las condiciones de habitabilidad.
Carl miró al techo. Vaya movida por una puñetera tubería, la única de todo el sótano.
– Veo que han instalado despachos aquí -continuó el hombre del maletín-. Eso ¿está de conformidad con los permisos de apertura y la normativa en materia de incendios?
Iba a abrir la cremallera de la carpeta, así que tendría un montón de papeles que respondieran la pregunta.
– ¿Qué despachos? -preguntó Carl-. ¿Se refiere a la sala de consulta de archivos?
– ¿Sala de consulta de archivos?
Por un instante el hombre se quedó como perdido, pero el burócrata que llevaba dentro enseguida asumió el control.
– No conozco el término, pero es evidente que aquí transcurre gran parte de la jornada laboral, en quehaceres que diría que están tradicionalmente relacionados con el trabajo.
– ¿Se refiere a la máquina de café? Ya la quitaremos.
– En absoluto. Me refiero a todo. Escritorios, tablones de anuncios, estanterías, colgadores, cajones con papel, artículos de oficina, fotocopiadoras.
– Ya. ¿Sabe cuántas escaleras hay hasta el segundo piso?
– No.
– Claro. Entonces tampoco sabe que andamos cortos de personal y que pasaríamos medio día corriendo hasta el segundo piso cada vez que hubiera que hacer una fotocopia para los archivos. ¿Acaso prefiere que un montón de asesinos anden sueltos a que hagamos nuestro trabajo?
Studsgaard iba a protestar, pero Carl lo rechazó alzando la mano.
– ¿Dónde está ese amianto del que habla?
El hombre frunció las cejas.
– Esto no es una discusión acerca del dónde y el cómo. Hemos observado contaminación por amianto, y el amianto produce cáncer. Eso no se limpia con una fregona.
– ¿Estabas presente cuando hicieron la inspección, Rose? -preguntó Carl.
Rose señaló al pasillo.
– Encontraron algo de polvo ahí.
– ¡ASSAD! -gritó Carl con tal fuerza que el hombre dio un paso atrás.
– A ver, Rose, enséñamelo -la apremió mientras Assad asomaba la cabeza-. Ven tú también, Assad. Lleva el cubo de agua, la fregona y tus magníficos guantes de goma verdes. Tenemos un trabajo que hacer.
Avanzaron quince pasos por el pasillo y Rose señaló un polvo blanquecino entre sus botas negras.
– Aquí -concretó.
El hombre de la Inspección de Trabajo protestó y trató de explicarles que lo que iban a hacer no valía para nada. Que así no se erradicaría el mal, y que el sentido común y la normativa decían que había que retirar las cosas de manera reglamentaria.
Carl hizo como si nada.
– Cuando hayas limpiado bien, llama a un carpintero, Assad. Vamos a construir un tabique de separación entre la zona contaminada según la Inspección de Trabajo y nuestra sala de consulta de archivos. No queremos esa porquería cerca de nosotros, ¿verdad?
Assad sacudió la cabeza lentamente.
– ¿A qué sala te refieres, o sea? ¿De consulta…?
– Tú limpia, Assad. Este señor tiene mucho que hacer.
El funcionario dirigió a Carl una mirada hostil.
– Tendrán noticias nuestras. -Fue lo último que dijo, mientras se alejaba a paso vivo por el pasillo con la carpeta pegada al cuerpo.
¡Noticias nuestras! Sí, hombre, lo que tú digas.
– Ahora explícame qué significa que mis expedientes estén en la pared, Assad -exigió Carl-. Espero por tu bien que sean copias.
– ¿Copias? Si quieres tener copias ya las bajaré. Tendrás todas las copias que quieras, claro que sí.
Carl tragó saliva.
– ¿Me estás diciendo a la cara que son los expedientes originales los que están puestos a secar?
– Pero mira mi sistema, Carl. Tú dime si no te parece de lo más fantástico. Tranquilo, o sea, no voy a enfadarme.
Carl echó la cabeza atrás. Que no iba a enfadarse, decía. O sea, que había pasado dos semanas fuera, y entretanto sus colaboradores se habían vuelto locos por haber inhalado amianto.
– Mira, Carl.
Assad, radiante de felicidad, le enseñó dos rollos de cordel.
– Vaya, vaya. Así que has arramblado con un rollo de cordel azul y un rollo de cordel rojo con rayas blancas. Con eso vas a poder atar muchos paquetes de regalo cuando llegue la Navidad. Dentro de nueve meses.
Assad le dio una palmada en el hombro.
– Ja, ja, Carl. Muy bueno. Vuelves a ser el mismo de siempre.
Carl sacudió la cabeza. No era divertido pensar que todavía le faltaban un montón de años para jubilarse.
– Mira esto.
Assad desenrolló el cordel azul. Cortó un pedazo de cinta adhesiva, unió uno de los extremos del cordel con un expediente de los años sesenta, después pasó con el rollo junto a varios casos, cortó el cordel y pegó el extremo a un caso de los años ochenta.
– ¿Verdad que está bien?
Carl se llevó las manos tras la nuca, como para sujetar la cabeza.
– Una fantástica obra de arte, Assad. Andy Warhol no ha vivido en vano.
– Andy ¿quién?
– Pero ¿qué haces, Assad? ¿Intentas relacionar ambos casos?
– Imagínate, si los dos casos tuvieran realmente relación entre ellos, podría verse sin más.
Volvió a señalar el cordel azul.
– ¡Aquí mismo! ¡Cordel azul! -exclamó, chasqueando los dedos-. Puede que los casos guarden relación.
Carl respiró hondo.
– ¡Ajá! Entonces ya sé para qué es el cordel rojo.
– Claro, ¿verdad? Para saber cuándo estamos seguros de que sabemos que hay relación entre los casos. Es un buen sistema, ¿no?
Carl respiró hondo.
– Claro, Assad. Pero en este momento no hay ningún caso que tenga relación con otros, así que de todas formas va a ser mejor que estén sobre mi escritorio, para poder hojearlos de vez en cuando, ¿vale?
No era ninguna pregunta, pero aun así obtuvo respuesta.
– Vale, jefe -aceptó Assad, mientras se balanceaba sobre sus desgastados zapatos-. Pues entonces, o sea, voy a empezar a copiarlos dentro de diez minutos. Así te doy los originales y cuelgo las copias.
Marcus Jacobsen parecía haber envejecido de golpe. En los últimos tiempos habían pasado muchos casos por su mesa. Para empezar, los ajustes de cuentas entre bandas y los tiroteos en Nørrebro y alrededores, pero también una serie de incendios sospechosos. Incendios provocados, con enormes pérdidas económicas y, por desgracia, también humanas. Y siempre de noche. Marcus llevaba una semana durmiendo, a lo sumo, tres horas de media. Igual debería intentar mostrarse amable con él, aunque no sabía para qué coño lo llamaba.
– ¿Qué ocurre, jefe? ¿Por qué me has hecho subir? -preguntó Carl.
Marcus jugueteó con su viejo paquete de cigarrillos. Pobre hombre, nunca conseguiría superar aquellas abstinencias.
– Bueno, ya sé que tu departamento no tiene tanto sitio aquí arriba. Pero de acuerdo con las normas no debo dejarte estar en el sótano. Y me han llamado de la Inspección de Trabajo para decirme que has obstruido las indicaciones de uno de sus empleados.
– Está controlado, Marcus. Vamos a construir un tabique en medio del pasillo, con puerta y todo. Así aislamos esa porquería.