Igual que las demás víctimas.
La chica había dejado de cantar de pronto. La presencia de él absorbía toda su energía. Quizá había pensado que los esfuerzos de su hermano valdrían para algo. Ahora ya sabía que no podía estar más equivocada.
Llenó la taza de agua y arrancó la cinta adhesiva de su boca.
Magdalena jadeó un par de veces, pero después alargó el cuello y abrió la boca. A pesar de todo, el instinto de supervivencia estaba intacto.
– No bebas tan rápido, Magdalena -susurró.
Ella alzó el rostro y lo miró un momento a los ojos. Confusa y aterrada.
– ¿Cuándo volvemos a casa? -preguntó con labios trémulos. Nada de arrebatos impetuosos. Solo aquella pregunta simple, y después un tirón para pedir más agua.
– Pasarán un día o dos -repuso.
Había lágrimas en los ojos de la chica.
– Quiero volver con papá y mamá -dijo llorando.
Él sonrió y levantó la taza hasta sus labios.
Tal vez ella notara lo que estaba pensando. Lo cierto es que dejó de beber, lo miró un momento con ojos húmedos y luego dirigió su rostro hacia su hermano.
– Va a matarnos, Samuel -dijo con voz temblorosa-. Estoy segura.
El hombre giró la cabeza y miró a los ojos al hermano.
– Tu hermana está confusa, Samuel -aseguró en voz baja-. Claro que no voy a mataros. Todo va a ir bien. Vuestros padres tienen dinero y no soy ningún monstruo.
Se volvió de nuevo hacia Magdalena, que estaba con la cabeza colgando, como si estuviera ya ante el fin de su vida.
– Sé muchas cosas de ti, Magdalena -aseguró, acariciándole el pelo con el dorso de la mano-. Ya sé que te gustaría cortarte el pelo. Que te gustaría poder decidir más cosas.
Metió la mano en el bolsillo interior.
– Tengo una cosa para enseñarte -dijo, sacando el papel de colores-. ¿Lo reconoces?
Percibió el sobresalto de la chica, aunque ella lo ocultó bien.
– No -se limitó a contestar.
– Sííí, Magdalena, claro que lo reconoces. Te he espiado cuando te sentabas en el rincón del jardín y mirabas en el agujero. Lo hacías a menudo.
Ella apartó la cabeza. Su inocencia había sido ultrajada. Sentía vergüenza.
Sostuvo el papel ante el rostro de ella. Era una página arrancada de una revista.
– Cinco mujeres famosas de pelo corto -empezó a leer-. Sharon Stone, Natalie Portman, Halle Berry, Winona Ryder y Keira Knightley. Bueno, no las conozco a todas, pero deben de ser artistas de cine, ¿verdad?
Tomó a Magdalena de la barbilla e hizo que girase el rostro hacia él.
– ¿Por qué está prohibido verlo? ¿Es porque todas tienen el pelo corto? Porque en la Iglesia Madre no se puede llevar el pelo así, ¿es por eso?
Asintió en silencio.
– Sí, ya veo que es por eso. A ti también te gustaría tener el pelo así, ¿verdad? Sacudes la cabeza, pero creo que sí, que es lo que quieres. Escucha, Magdalena. ¿He contado acaso a tus padres que tienes este pequeño secreto? No, no se lo he contado. Entonces no soy tan malo, ¿no?
Retrocedió un poco, sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Siempre limpia y afilada.
– Con esta navaja puedo cortarte el pelo en un santiamén.
Cogió un mechón y lo cortó, mientras la chica daba un brinco y su hermano tiraba en vano de la cadena para acudir en su auxilio.
– ¿Lo ves? -confirmó.
La chica reaccionó como si le hubiera dado un tajo en la carne. El pelo corto era un auténtico tabú para una chica que había vivido toda su vida con el dogma religioso de que el pelo era sagrado; era algo evidente.
La chica se echó a llorar mientras él volvía a cerrarle la boca con cinta adhesiva. Los pantalones y la hoja de periódico del suelo se mojaron.
El hombre se volvió hacia el hermano y repitió la sesión de la cinta adhesiva y la taza de agua.
– Y también tú tienes tus secretos, Samuel. Miras a las chicas que no son de la comunidad. Te he visto hacerlo cuando volvías de la escuela a casa con tu hermano mayor. ¿Eso te está permitido, Samuel? -preguntó.
– Pongo a Dios por testigo de que te mataré en cuanto pueda -respondió el chico antes de que volviera a taparle la boca con cinta adhesiva. No quedaba mucho por hacer.
Sí. La elección era la correcta. Era la chica la que debía morir.
A pesar de sus sueños, ella era la más devota. La que más dominada estaba por la religión. La que, tal vez, se convirtiera en una nueva Rakel o en una nueva Eva.
¿Qué más necesitaba saber?
Después de tranquilizarlos diciendo que volvería para liberarlos cuando su padre hubiera pagado, volvió al anexo y comprobó que el depósito estaba bien lleno. Luego apagó la bomba, enrolló la manguera, enchufó el serpentín calefactor al generador, introdujo el serpentín en el depósito y encendió. Sabía por experiencia que la lejía funcionaba mucho más rápido cuando la temperatura estaba por encima de veinte grados, y todavía podía haber heladas nocturnas.
Cogió el bidón de lejía del palé del rincón y se dio cuenta de que necesitaría más provisiones para la próxima vez. Luego puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el depósito.
Cuando matara a la chica y arrojara su cadáver al depósito, se descompondría en un par de semanas.
Después, únicamente se trataba de meterse veinte metros fiordo adentro con la manguera y vaciar el contenido del depósito.
A poco que soplara algo de viento aquel día, los restos desaparecerían muy rápido.
Enjuagaría un par de veces el depósito, y todas las pistas desaparecerían.
Simple cuestión de química.
Capítulo 24
Era una pareja de lo más variopinta la del despacho de Carl. Yrsa con los labios encarnados, y Assad con una belicosa barba de días, un arma temible en caso de abrazo.
Assad parecía muy descontento. De hecho, Carl no recordaba haberlo visto nunca mostrar tanta reprobación como en aquel momento.
– ¡Esperemos, o sea, que no sea verdad lo que dice Yrsa! ¿No vamos a traer a ese Tryggve a Copenhague, Carl? ¿Y el informe, entonces?
Carl guiñó los ojos. La imagen de Mona abriendo la puerta del dormitorio se deslizó por su retina y lo arrancó de la realidad. De hecho, llevaba toda la mañana sin poder pensar en otra cosa. Tryggve y la locura del mundo tendrían que esperar hasta que volviera a estar listo.
– Esto… ¿qué? -Carl se enderezó en la silla del despacho. Hacía bastante tiempo que no sentía el cuerpo tan dolorido-. ¿Tryggve? No, sigue en Blekinge. Le pedí que viniera a Copenhague, de hecho le ofrecí traerlo en coche, pero no se veía con fuerzas para ello, me dijo, y tampoco podía obligarlo. Recuerda que vive en Suecia, Assad. Si no quiere venir por propia voluntad no podremos traerlo sin ayuda de la Policía sueca, y estamos en el principio del caso, ¿no?
Había esperado que Assad le hiciera un gesto afirmativo, pero no lo hizo.
– Voy a escribir un informe para Marcus, ¿vale? Después ya veremos. Y aparte de eso, no sé qué podemos hacer en este momento. Se trata de un caso de hace trece años que nunca ha sido investigado. Tenemos que dejar que Marcus Jacobsen decida de quién es el caso.
Assad frunció las cejas e Yrsa hizo lo propio. ¿Iba a llevarse el Departamento A la gloria por el trabajo que habían hecho ellos? ¿Lo decía en serio?
Assad consultó su reloj.
– Podemos subir ahora mismo a aclararlo, entonces. Jacobsen empieza a trabajar temprano los lunes.
– Vale, Assad -concedió Carl, enderezándose-. Pero antes debemos hablar.
Miró a Yrsa, que meneaba las caderas llena de expectación por lo que iba a desvelarse.