– ¿Cómo mataron a Poul? -preguntó alguien en la parte de atrás.
– Tryggve no lo sabe. El secuestrador le había cubierto la cabeza con un saco de tela. Oyó algo de alboroto, y cuando le quitaron el saco su hermano había desaparecido.
– ¿Cómo sabe, entonces, que su hermano está muerto? -insistió el que había hecho la pregunta.
Marcus aspiró hondo.
– Los sonidos no dejaban lugar a dudas.
– ¿Qué sonidos?
– Jadeos, alboroto, un golpe sordo y nada más.
– ¿Un golpe con un objeto romo?
– Es posible, sí. ¿Te importa seguir, Carl?
Todos lo miraron. Aquello fue un gesto por parte del inspector jefe de Homicidios, que no aprobaban muchos de los reunidos. Si de ellos dependiera, Carl debería salir de la sala sin hacer ruido y perderse en algún rincón lejano.
Llevaban años bastante hartos de él.
A Carl le daba igual. En medio de su hipófisis aún bullía el oleaje hormonal de una noche salvaje. Eran sensaciones placenteras que, a juzgar por la expresión amuermada de los reunidos, era el único en experimentar.
Se aclaró la garganta.
– Tras el asesinato de su hermano mayor, Tryggve recibió instrucciones sobre lo que debía decir a sus padres: que Poul estaba muerto y que el hombre no dudaría en golpear de nuevo si contaban a alguien lo que había ocurrido.
Captó la mirada de Bente Hansen. Fue la única de la sala que reaccionó. La saludó con la cabeza. Siempre había sido una tía legal.
– Debió de ser un trauma terrible para un chico de trece años -dijo Carl dirigiéndose directamente a ella-. Después, cuando Tryggve volvió a casa, le dijeron que el asesino se había puesto en contacto con los padres antes del asesinato, exigiendo un millón de rescate. Dinero que de hecho pagaron.
– ¿Pagaron? -quiso saber Bente Hansen-. ¿Antes o después del asesinato?
– Que yo sepa, antes del asesinato.
– No entiendo nada de todo esto, Carl. ¿Puedes explicarlo en pocas palabras? -preguntó Vestervig. En aquella casa la gente muy pocas veces decía con tal franqueza que no entendía algo. Tenía su mérito.
– Con mucho gusto. La familia conocía la fisonomía del asesino, al fin y al cabo había participado en sus reuniones. Es probable que pudieran identificar con bastante seguridad al hombre, el coche y muchas otras cosas. Pero el asesino se prevenía para evitar que acudieran a la Policía, y el método era simple y atroz.
Algunos de los presentes se apoyaron en la pared. Sus mentes estaban ya en los casos que tenían sobre sus mesas de trabajo. Los moteros y las bandas de inmigrantes parecían estar de la olla. En las últimas horas había habido otro tiroteo en Nørrebro, el tercero en una semana, así que a la gente del Departamento no le faltaba trabajo. Ahora ni las ambulancias se atrevían a entrar en la zona. Había amenazas continuas. Algunos de los compañeros habían invertido en chalecos antibala ligeros, y en aquel momento había un par que lo llevaban puesto debajo del jersey.
Carl los entendía hasta cierto punto. ¿Qué coño les importaba un mensaje en una botella de 1996 cuando estaban hasta el cuello con tantas otras cosas? Pero el exceso de trabajo ¿no era acaso culpa suya? La mitad de la gente reunida allí ¿no había votado acaso a los partidos que habían arrojado el país a aquel cenagal? Una reforma policial y una política de integración desafortunada. Qué carajo, ellos se lo habían buscado. A saber si lo recordaban en el coche patrulla a las dos de la mañana mientras su mujer soñaba con tener un hombre a su lado.
– El secuestrador escoge una familia con muchos hijos -continuó Carl mientras buscaba rostros a quienes mereciera la pena dirigirse-. Una familia que en muchos sentidos vive aislada de la sociedad. Una familia con costumbres muy arraigadas y un régimen de vida muy estricto. En este caso, una familia acaudalada miembro de los Testigos de Jehová. No muy acaudalada, pero sí lo bastante. Entonces el asesino elige a dos de los hijos de la familia que por alguna razón ocupan una posición especial. Secuestra a los dos y, después de que se pague el rescate, asesina a uno de ellos. Para que la familia sepa que está dispuesto a todo. Después el asesino los amenaza con que en lo sucesivo está dispuesto a matar a otro de los hijos sin más aviso en caso de tener la menor sospecha de que se han aliado con la Policía o la comunidad, o de que intentan descubrirlo. La familia recupera al otro hijo. Son un millón de coronas más pobres, pero el resto de los hijos está a salvo. Y la familia calla su desdicha. Callan para evitar que las amenazas del asesino se materialicen. Callan a fin de poder vivir una vida más o menos normal.
– ¡Pero un niño ha desaparecido para siempre! -interrumpió Bente Hansen-. ¿Y sus vecinos? Alguien debería darse cuenta de que de pronto falta el niño, ¿no?
– Exacto, alguien debería darse cuenta. Pero no muchos reaccionarían en unos círculos tan restringidos como esos si se les dice que han rechazado a un hijo por motivos religiosos, pese a que una decisión así suele tomarla un comité especial nombrado para tal función. La explicación de la expulsión es suficiente en ciertas sectas religiosas. De hecho, en muchas de ellas está prohibido tener contacto con un expulsado, y por eso suele evitarse. La comunidad se muestra siempre solidaria en esa cuestión. Tras su asesinato, Poul Holt fue declarado como expulsado por sus padres. Lo habían enviado lejos para que reflexionara; y entonces cesaron las preguntas.
– Ya, pero ¿y fuera de la comunidad? Debe de haber habido alguien.
– Sí, sería lo lógico. Pero a menudo no suelen tener ningún contacto con nadie que no sea de la comunidad. Ahí está el lado diabólico del asesino cuando elige víctimas así. De hecho, solo la tutora de Poul se puso en contacto con la familia, pero en vano. No puede obligarse a un estudiante a que vuelva a las aulas si él no quiere, ¿verdad?
Se podía oír el vuelo de una mosca. Todos lo habían comprendido.
– Sí, ya sabemos lo que pensáis, y también nosotros pensamos lo mismo.
El subinspector Lars Bjørn paseó la mirada por el grupo. Como siempre, trató de aparentar más trascendencia de la que tenía.
– Como este grave delito nunca se denuncia, y como sucede en ambientes tan herméticos, podría haber sucedido más veces.
– Es nauseabundo -comentó uno de los nuevos.
– Pues sí; bienvenido a Jefatura -repuso Vestervig, pero se arrepintió en el instante en que la mirada de Jacobsen lo partió en dos.
– Insisto en que todavía no podemos sacar conclusiones drásticas -dijo el inspector jefe de Homicidios-, pero de todas formas no diremos nada a la prensa hasta que sepamos más, ¿de acuerdo?
Todos asintieron en silencio, sobre todo Assad.
– Lo que sucedió después con la familia muestra a las claras el control que ejercía el asesino sobre ella -afirmó Marcus Jacobsen-. ¿Sigues, Carl?
– Bien. Según Tryggve Holt, la familia emigró a Suecia, a Lund, una semana después de que Tryggve fuera liberado. Luego todos los miembros de la familia recibieron la orden de no mencionar nunca más a Poul.
– No debió de ser fácil para el hermano pequeño -intercaló Bente Hansen.
Carl vio ante sí el rostro de Tryggve. Seguro que no lo fue.
– La paranoia de la familia por la amenaza del asesino se ponía de relieve cada vez que oían a alguien hablar danés. Y se marcharon de Escania a Blekinge, y volvieron a mudarse otras dos veces hasta que encontraron el sosiego en su casa actual de Hallabro. Pero todos los miembros de la familia recibieron instrucciones del padre para no dejar entrar en su casa a nadie que hablase danés y para no mantener relación alguna con nadie que no fuera Testigo de Jehová.
– Y Tryggve ¿protestó por ello? -preguntó Bente Hansen.
– Sí, y lo hizo por dos razones. Para empezar, no quería dejar de hablar de Poul, a quien quería mucho y de quien, por alguna razón, creía que había sacrificado su vida por salvarlo. Y en segundo lugar, porque estaba perdidamente enamorado de una chica que no era Testigo.