– ¿Tienes el dinero, Joshua? -preguntó, aunque al primer golpe de vista se dio cuenta de que no lo tenía.
– No es tan sencillo, Rakel. Pero ya lo sabía -dijo su marido con voz débil-. En el ayuntamiento van a hacer un esfuerzo por ayudarnos, pero la cuenta en cuestión es de la Agencia Tributaria, y ahí las cosas no van tan deprisa. Es espantoso.
– Los has presionado, ¿verdad? ¿Los has presionado? No tenemos todo el día, los bancos cierran a las cuatro -hizo saber, desesperada-. ¿Qué les has dicho? Dímelo.
– Les he dicho que me hacía falta el dinero. Que había hecho el ingreso por error. Que tengo problemas con el sistema informático y que he perdido el control. Que ha habido transferencias a nuestras cuentas que no se han realizado, además de que han desaparecido facturas del sistema que no había tenido en cuenta. Luego les he dicho que hoy un par de proveedores me han reclamado pagos, y que vamos a perder los más importantes si no les pago ahora mismo. Que los proveedores están muy presionados, debido a la crisis financiera, y van a venir a llevarse sus cosechadoras para vendérselas a clientes que iban a comprarlas con una gran rebaja. Les he dicho que iba a perder nuestras ventajas de leasing y que iba a costarnos una fortuna. Que el momento también era crítico para nosotros.
– Oh, no. ¿Era necesario hacerlo tan complicado, Joshua? ¿Por qué?
– Es lo que se me ha ocurrido.
Se desplomó sobre la silla y dejó el maletín vacío encima de la mesa.
– También yo estoy presionado, Rakel. No puedo pensar como siempre. Tampoco yo he dormido esta noche.
– Dios mío. Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos?
– Pues recurrir a la comunidad. ¿Qué, si no?
Rakel apretó los labios y se imaginó a Samuel y Magdalena. Pobres niños inocentes, ¿qué habían hecho para merecer aquel amargo cáliz?
Se habían asegurado de que el sacerdote de su comunidad estaría en casa, y ya se habían puesto los abrigos para salir cuando llamaron a la puerta.
Si dependiera de Rakel no habrían abierto, pero su marido estaba algo confuso.
No conocían a la mujer que estaba en la puerta con un maletín en la mano, y tampoco deseaban hablar con ella.
– Isabel Jønsson. Vengo del ayuntamiento -dijo, entrando al recibidor.
Rakel se atrevió a abrigar esperanzas. Tal vez la mujer llevara unos papeles que debían firmar. Lo más seguro es que todo estuviera arreglado. Así que su marido no era tan tonto, después de todo.
– Entre. Podemos sentarnos en la cocina -propuso, aliviada.
– Veo que van a salir. No necesito molestarlos ahora. Puedo volver mañana, si les viene mejor.
Rakel sintió que el cielo se encapotaba mientras se sentaban en torno a la mesa de la cocina. Así que no iba a ayudarles a recuperar el dinero. En ese caso, debía saber que tenían prisa. ¿Por qué no terminar de una vez? «No necesito molestarlos ahora», había dicho. ¿Qué tontería era esa?
– Soy una técnica informática del equipo municipal asesor de empresas. Tengo entendido, por mis compañeros del ayuntamiento, que tienen serios problemas con su sistema informático. Por eso me han enviado aquí.
Sonrió y les dio su tarjeta. «Isabel Jønsson, técnica informática, Ayuntamiento de Viborg», ponía. Desde luego, era lo que menos falta les hacía en aquel momento.
– Mire -dijo Rakel, ya que su marido no parecía querer intervenir-, es muy amable por su parte, pero en este momento no es buena idea, andamos con mucha prisa.
Creía que eso inclinaría la balanza y que la mujer se levantaría, pero en su lugar se quedó de pronto quieta mirando al frente, como si estuviera clavada a la mesa. Como si a toda costa fuera a ejercer el derecho institucional a entrometerse, y no era el momento.
Así que Rakel se levantó y miró con dureza a su marido.
– Es hora de salir, Joshua. Tenemos prisa.
Se volvió a la mujer.
– Si nos disculpa…
Pero la mujer seguía sin levantarse. Fue entonces cuando Rakel vio que estaba mirando fijamente la foto que había sacado Sarah. La foto que había estado sobre la mesa de la cocina para recordarles que en todo rebaño puede encontrarse una oveja negra.
– ¿Conocen a este hombre? -preguntó la mujer.
La miraron, desconcertados.
– ¿Qué hombre? -quiso saber Rakel.
– Ese -respondió la mujer, poniendo el dedo bajo la cabeza del hombre.
Rakel presintió peligro. Igual que aquella terrible tarde en el pueblo de Baobli, cuando los soldados preguntaron por el camino.
Por el tono, por la situación.
Allí estaba pasando algo raro.
– Tiene que irse -la apremió-. Tenemos prisa.
Pero la mujer no se movió.
– ¿Lo conocen? -se limitó a decir.
Vaya, o sea que era eso. Era otro diablo azuzándolos. Otro diablo con aspecto de ángel.
Rakel cerró los puños y se puso delante.
– Ya sé quién eres, y debes marcharte. ¿Crees que no sé que te ha enviado ese cerdo? Sigue tu camino. Ya sabes que no tenemos tiempo que perder.
Entonces notó con sobresalto que su interior se resquebrajaba. Que de pronto ya no podía reprimir las lágrimas. Que la furia y la impotencia la arrastraban hasta el fondo.
– ¡VETE! -gritó con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre el pecho.
Entonces, la mujer se levantó y se acercó a ella. La tomó por los hombros y la sacudió suavemente hasta que sus miradas se cruzaron.
– No sé de qué está hablando, pero créame: si alguien odia a ese hombre, esa soy yo.
Y Rakel abrió los ojos y lo vio. Tras la mirada apacible de aquella mujer refulgía el odio. Profundo y ardiente.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó la mujer-. Díganme lo que les ha hecho y yo les diré lo que sé de él.
La mujer lo conocía, y no de nada bueno, era evidente. La cuestión era si aquello podría ayudarlos. Rakel no lo creía. Solo el dinero podía ayudarlos, y pronto sería demasiado tarde.
– ¿Qué sabe de él? Dígalo rápido, o nos vamos.
– Se llama Mads Fog. Mads Christian Fog.
Rakel sacudió la cabeza.
– A nosotros nos dijo que se llamaba Lars. Lars Sørensen.
La mujer movió lentamente la cabeza arriba y abajo.
– De acuerdo. Entonces no es seguro que se llame una cosa ni la otra. Tenía otro nombre cuando lo conocí, Mikkel Laust. Pero he visto algunos de sus documentos. Tengo una dirección, y el dueño de esa casa es un tal Mads Christian Fog. Creo que es su verdadero nombre.
Rakel jadeó en busca de aire. ¿Habría escuchado sus plegarias la Madre de Dios? Miró a la mujer a lo más profundo de sus ojos. ¿Podían confiar en ella?
– ¿De qué dirección habla? ¿Dónde? -Joshua tenía el rostro blanco azulado. Era obvio que no lograba comprenderlo.
– En un lugar del norte de Selandia, cerca de Skibby. Se llama Ferslev. Tengo la dirección en casa.
– ¿De dónde sabe todo eso? -exclamó Rakel con voz temblorosa. Deseaba creerlo, pero ¿acaso podía?
– Ha estado viviendo en mi casa hasta el sábado. Lo eché de casa el sábado por la mañana.
Rakel se cubrió la boca con la mano para no hiperventilar. Pero era espantoso. Así que había ido directamente de la casa de la mujer a la suya.
Miró la hora con una terrible inquietud, pero se obligó a escuchar cómo se había aprovechado el hombre de la mujer que tenía delante. Cómo la había embelesado con su naturaleza en apariencia amable. Cómo había cambiado de personalidad en un momento.
Rakel asentía con la cabeza en reconocimiento de todo cuanto decía, y cuando la mujer terminó su relato Rakel miró a su marido. Estuvo un momento ausente, como si tratase de ver todo desde otra perspectiva, pero después asintió en silencio. Sí, tenían que contarle lo suyo, decían sus ojos. Tenían una causa común.
Rakel tomó la mano de Isabel.
– Lo que voy a contarle no puede contárselo a nadie en el mundo, ¿entendido? Al menos ahora, no. Se lo voy a decir porque creo que puede ayudarnos.