– Si tiene que ver con algún delito no puedo garantizar nada.
– Tiene que ver. Y no somos nosotros los delincuentes. Es el hombre que usted echó. Y es… -respiró hondo y fue entonces cuando reparó en que le temblaba la voz-, para nosotros es lo peor que podía ocurrir. Ha secuestrado a dos de nuestros hijos, y si usted se lo cuenta a alguien los va a matar, ¿comprende?
Habían transcurrido veinte minutos, e Isabel nunca había pasado tanto tiempo en estado de conmoción. Ahora veía todo tal y como era. El hombre que había vivido en su casa, y que ella por un breve y fervoroso período había considerado candidato probable para convertirse en su pareja, era un monstruo que sin duda estaba dispuesto a todo. Ahora se daba cuenta. De cómo le pareció que sus manos le apretaban el cuello un poco en exceso, con profesionalidad. De cómo el acecho a que había sometido su vida podría haber tenido un desenlace fatal con un poco de mala suerte. Y sentía sequedad en la boca cuando pensaba en el momento en que le desveló que había estado recogiendo información sobre él. ¿Y si la hubiera dejado inconsciente en ese instante? ¿Si no hubiera tenido tiempo de decir que había dado aquellas informaciones a su hermano? ¿Y si él se había dado cuenta de que era un farol? ¿De que jamás en la vida habría involucrado a su hermano en sus chapuzas sexuales?
No se atrevía a pensarlo.
Y cuando miraba a aquellas personas conmocionadas sufría con ellas. Ah, cómo odiaba a aquel hombre. Hizo un pacto consigo misma: costara lo que costase, el tipo no iba a escapar.
– De acuerdo, los ayudaré. Mi hermano es agente de policía. Bien es verdad que está en Tráfico, pero podemos hacer que emita una orden de busca y captura. Hay posibilidades. Podemos distribuir el mensaje por todo el país en nada de tiempo. Tengo la matrícula de su furgoneta. Puedo describirlo todo con bastante exactitud.
Pero la mujer que tenía delante sacudió la cabeza. Deseaba hacerlo, pero no se atrevía.
– Le he dicho antes que no podía decírselo a nadie, y lo ha prometido -dijo por fin-. Quedan cuatro horas para que cierren los bancos, y para entonces debemos reunir un millón en metálico. No podemos quedarnos más tiempo aquí.
– Escuche: se tarda menos de cuatro horas en llegar a su casa si salimos ahora.
Rakel volvió a sacudir la cabeza.
– ¿Por qué cree que habrá llevado allí a los niños? Sería la mayor estupidez que podría cometer. Mis hijos pueden estar en cualquier parte de Dinamarca. Puede haber pasado la frontera con ellos. En Alemania tampoco hay nadie que controle nada. ¿Comprende lo que quiero decir?
Isabel asintió con la cabeza.
– Sí, tiene razón.
Miró al hombre.
– ¿Tiene un móvil?
El hombre sacó un teléfono del bolsillo.
– Este -dijo.
– ¿Y está cargado?
El hombre hizo un gesto afirmativo.
– Y usted ¿tiene también otro, Rakel?
– Sí -respondió la mujer.
– ¿Y si nos dividimos en dos grupos? Joshua intenta conseguir el millón y nosotras dos salimos en coche para Selandia. ¡Ya!
Los dos cónyuges se miraron un momento. Qué bien entendía a aquella pareja. Isabel no tenía hijos, y aquello le causaba pesar. ¿Qué debía de sentirse, entonces, al confrontarse con perder quizá los que se tenían? ¿Qué debía de sentirse cuando la decisión dependía de uno mismo?
– Nos hace falta un millón -dijo el hombre-. La empresa vale mucho más, pero no podemos ir sin más al banco y hacer que nos den el dinero, y desde luego no en metálico. Quizá fuera posible hace uno o dos años, cuando corrían mejores tiempos, pero no ahora. Por eso tenemos que recurrir a la comunidad, y es muy arriesgado; aun así, es lo único que podemos hacer para reunir esa suma.
La miró con ojos penetrantes. Su respiración era irregular, tenía los labios algo azulados.
– A menos que pueda ayudarnos. Creo que podría hacerlo, si quisiera.
En aquel momento, Isabel vio por primera vez al hombre oculto detrás de aquel que era conocido por lo bien que lleva su negocio. Uno de los mejores ciudadanos del Ayuntamiento de Viborg.
– Llame a sus superiores -continuó con la mirada triste- y pídales que llamen a la Agencia Tributaria. Diga que hemos pagado por error y que tienen que volver a transferir el dinero a nuestras cuentas inmediatamente. ¿Puede hacerlo?
Y de pronto tenía la pelota sobre su tejado.
Cuando tres horas antes entró a trabajar seguía sintiéndose desorientada. Indispuesta y de mal humor. La autocompasión había sido su fuerza motriz. Ahora no podía ni recordar aquellos sentimientos, aunque lo hubiera querido, porque en aquel momento lo podía todo, lo quería todo. Aunque le costara el empleo.
Aunque le costara más que eso.
– Voy a ponerme aquí al lado -dijo-. Procuraré hacerlo tan deprisa como pueda, pero va a llevar su tiempo.
Capítulo 26
– Bien, Laursen -dijo Carl, a modo de conclusión, al antiguo especialista de la Policía-. Así que ahora ya sabemos quién escribió el mensaje.
– Uf, vaya historia más espantosa -admitió Laursen, y respiró hondo-. Dices que has conseguido algunos efectos de Poul Holt; pues si hay en ellos alguna huella de su ADN, podemos intentar documentar si al menos podemos relacionarlo con la sangre con que se escribió el mensaje. Si así fuera, junto con la palabra del hermano de que no hay duda de que lo mataron, podríamos sostener una acusación siempre que encontráramos a un culpable. Claro que un caso sin cadáver siempre es un asunto problemático, tú lo sabes bien.
Miró las bolsas de plástico transparente que Carl sacó del cajón.
– El hermano pequeño de Poul Holt me dijo que aún guardaba algunos efectos de su hermano. Estaban muy unidos, y Tryggve se llevó las cosas cuando lo echaron de casa. Conseguí que me entregara esto.
Laursen extendió un pañuelo en su manaza y cogió las bolsas.
– Esto no lo podemos usar -dijo, separando un par de sandalias y una camisa-, pero a lo mejor esto sí.
Examinó la gorra a fondo. Era una gorra normal y corriente con visera azul, en la que se leía «¡JESÚS ANTE TODO!».
– Poul no se la podía poner en presencia de sus padres. Pero le encantaba, según Tryggve, así que la escondía debajo de la cama durante el día y se la ponía para dormir.
– ¿Se la ha puesto alguien que no fuera Poul?
– No. Por supuesto, se lo pregunté a Tryggve.
– Bien. Entonces tiene que estar su ADN -aseveró Laursen, apuntando con uno de sus anchos dedos un par de pelos escondidos en el interior de la gorra.
– Qué bien, entonces -dijo Assad, deslizándose tras ellos con una pila de papeles en la mano. Su rostro resplandecía como un tubo fluorescente, y no era a causa de la presencia de Laursen. A saber qué se le habría ocurrido esta vez.
– Gracias, Laursen -dijo Carl-. Ya sé que bastante trabajo tienes ya con las hamburguesas ahí arriba, pero las cosas marchan mucho mejor, no hay color, cuando eres tú el que llevas las riendas.
Le dio la mano. Tenía que arreglárselas para subir a la cantina a decir a los nuevos compañeros de trabajo de Laursen que tenían a un tipo cojonudo en el equipo.
– ¡Hombre! -dijo Laursen mirando al frente. Luego giró su brazo ampuloso y cerró el puño en el aire. Estuvo un rato sonriendo con el puño cerrado, y después hizo un gesto parecido a lanzar una pelota contra el suelo. En una fracción de segundo su pie aplastó el suelo, y luego sonrió.
– Odio esos bichos -declaró, y levantó el pie, dejando a la vista el enorme moscón aplastado en medio de una mancha considerable.
Después se marchó.
Assad se frotó las manos cuando el sonido de los pasos de Laursen fue desvaneciéndose.
– Esto marcha, o sea, como la seda, Carl. Mira esto.
Echó sobre la mesa el montón de papeles y señaló el primer folio.