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– Aquí está el común que denomino de los incendios, Carl.

– El ¿qué?

– El común que denomino.

– El común denominador, Assad. Se dice así. ¿Qué común denominador?

– Mira. Me di, o sea, cuenta mientras estudiaba la contabilidad de JPP. Pidieron un crédito a una empresa financiera llamada RJ-Invest, y eso es muy importante.

Carl sacudió la cabeza. Demasiadas siglas para su gusto. ¿JPP?

– JPP ¿no era la empresa de herrajes que ardió en Emdrup?

Assad asintió en silencio y volvió a rozar el nombre con el dedo mientras se volvía hacia el pasillo.

– Eh, Yrsa, ¿vienes? Voy a enseñar a Carl lo que hemos encontrado.

Carl notó que su frente se arrugaba. ¿La tal Yrsa se había dedicado una y otra vez a hacer de todo, excepto lo que le había pedido él?

La oyó avanzar por el pasillo con fuerza suficiente para hacer que un regimiento de marines americanos sintiera complejo de inferioridad. ¿Cómo era posible? ¡Si solo pesaba unos cincuenta y cinco kilos!

Entró por la puerta y sacó los papeles antes de quedarse quieta.

– ¿Le has dicho lo de RJ-Invest, Assad?

Este asintió en silencio.

– Son los que prestaron dinero a JPP un poco antes del incendio.

– Ya se lo he dicho, entonces -hizo saber Assad.

– Vale. Y en RJ-Invest tienen mucho dinero -continuó-. En este momento llevan una cartera de créditos por más de quinientos millones de euros. No está mal para una empresa que no se registró hasta 2004, ¿no?

– Quinientos millones, ¿quién no los tiene hoy en día? -intervino Carl.

Tal vez pudiera enseñarles la cantidad total de pelusa de sus bolsillos.

– Pues, desde luego, RJ-Invest no los tenía en 2004. Pidieron el dinero a AIJ, S. L., que a su vez lo había pedido como capital fundacional en 1995 a MJ, S. A., quien a su vez pidió créditos a TJ Holding. ¿Te das cuenta de qué es lo que las une a todas?

¿Qué se pensaba esa? ¿Que era tonto?

– No, Yrsa; aparte de la jota. ¿Qué significa?

Sonrió. Seguro que no lo sabía.

– Jankovic -respondieron a coro Yrsa y Assad.

Assad esparció ante sí el montón de papeles. Las cuatro empresas en que se había declarado un incendio con resultado de muerte estaban ante Carl. Contabilidades anuales desde 1992 hasta 2009. Y los prestamistas estaban resaltados con rotulador rojo en las cuatro contabilidades.

Prestamistas que empezaban por jota.

– ¿Estáis queriendo decirme que, a fin de cuentas, era la misma entidad financiera la que estaba tras todos los créditos a corto plazo que suscribieron las empresas poco antes de que sus propiedades ardieran?

– ¡Sí!

Otra vez a coro.

Estuvo un rato examinando con más detalle las contabilidades. Aquello era todo un descubrimiento.

– Bien, Yrsa -dijo-. Recoge toda la información que puedas sobre esas cuatro entidades financieras. ¿Sabéis a qué corresponden las iniciales?

Yrsa sonrió con ironía, como una artista de Hollywood que no tuviera otra cosa que hacer.

– RJ: Radomir Jankovic; AIJ: Abram Ilija Jankovic; MJ: Milica Jankovic, y TJ es Tomislav Jankovic. Cuatro hermanos. Tres chicos y la hermana Milica.

– Bien. ¿Viven en Dinamarca?

– No.

– ¿Dónde viven?

– Podría decirse que en ninguna parte -dijo Yrsa, alzando los hombros hasta las orejas.

En aquel momento, Yrsa y Assad parecían dos escolares que tuvieran un secreto común: llevaban dos kilos de petardos en la mochila.

– No, Carl -objetó Assad-, hablando en plata para ti: los cuatro han muerto hace varios años.

Pues claro que estaban muertos. ¿Qué otra cosa podía, casi, exigirse?

– Se hicieron conocidos en Serbia al estallar la guerra -tomó el relevo Yrsa-. Cuatro hermanos que siempre estaban en condiciones de entregar la mercancía, armas, y sacaban un buen beneficio. Menudos angelitos.

Emitió un gruñido que pretendía ser una carcajada, y Assad tomó las riendas.

– Sí, el eufemismo fomenta el entendimiento, que se dice -concluyó Assad, poniendo la guinda.

Era difícil estar más desacertado.

Carl observó el cuerpo carcajeante de Yrsa. ¿De dónde puñetas había sacado aquel ser singular tanta información? ¿Sabía también hablar serbio?

– Probablemente queréis llegar a que una fortuna de origen muy dudoso se canalizó mediante empresas de crédito legales en Occidente, supongo -aventuró Carl-. Escuchad bien los dos. Si este caso va por ahí, creo que debemos pasárselo a nuestros compañeros del segundo piso, que saben algo más sobre delitos económicos.

– Antes tienes que ver esto, Carl -se apresuró a decir Yrsa, rebuscando en su montón-. Tenemos una foto de los cuatro hermanos. Es vieja, pero da igual.

Y le puso delante la fotografía.

– Vaya -dijo Carl, impresionado por aquellas cuatro vacas escocesas sobrealimentadas-. Desde luego, están fortachones los hermanitos. ¿Eran luchadores de sumo, o qué?

– Fíjate bien, Carl -dijo Assad-, y verás lo que queremos decir.

Siguió la mirada de Assad a la parte inferior de la foto. Los cuatro hermanos estaban sentados educadamente en torno a una mesa con mantel blanco y copas de cristal. Todos con las manos apoyadas en el borde de la mesa, como si hubieran recibido instrucciones de una madre severa que no salía en la foto. Cuatro pares de manos fuertes, y todos llevaban un anillo en el meñique de la izquierda. Anillos que se habían incrustado en la piel.

Carl miró a sus compañeros -dos de los individuos más extraños que habían puesto el pie en aquellos edificios imponentes-, que acababan de darle una nueva dimensión al caso. Un caso que en realidad no les correspondía.

Joder, qué surrealista era aquello.

Una hora más tarde la distribución de tareas hecha por Carl se vio trastornada una vez más. Era el subinspector Lars Bjørn quien llamaba. Uno de sus hombres había bajado al archivo y había oído un intercambio de palabras entre Assad y la nueva. ¿Qué pasaba? ¿Habían encontrado alguna conexión entre los casos de incendio?

Carl explicó en pocas palabras en qué consistía, mientras al otro lado de la línea el zoquete secundaba con un murmullo cada palabra para mostrar que lo seguía.

– Hazme el favor de mandar a Hafez el-Assad a Rødovre para que oriente a Antonsen. Ya seguiremos nosotros con los incendios del centro, pero podéis encargaros del caso antiguo, ya que habéis empezado -propuso el subinspector.

Se acabó la paz.

– Si he de ser sincero, no creo que Assad tenga ganas de hacer eso.

– Pues entonces tendrás que hacerlo tú.

Aquel jodido de Bjørn lo conocía demasiado bien.

– No lo dices, o sea, en serio, ¿verdad, Carl? Estás de coña, ¿no? -aventuró Assad, mostrando unos enormes hoyuelos en la barba de días que desaparecieron enseguida.

– Llévate el coche de servicio, Assad. Cuidado con acelerar en Roskildevej. La Policía de Tráfico ha salido a poner multas hoy.

– A mí si me parece algo, me parece una majadería. O nos encargamos de todos los casos de incendio o no nos encargamos de ninguno -aseveró con énfasis, moviendo la cabeza arriba y abajo.

Carl no reaccionó. Se limitó a tenderle las llaves del coche.

Cuando la retahíla de tacos y juramentos de Assad se desvaneció por fin junto con sus pisotones escaleras arriba, Carl se quedó de mala gana tragándose las serenatas que canturreaba Yrsa en cinco octavas chillonas. Ay, cómo echaba de menos el mutismo más que ocasional de Rose en momentos así. Y ¿qué coño estaría haciendo ahora?

Se levantó con pesadez y salió al pasillo.

Por supuesto. Una vez más estaba allí, mirando el repajolero mensaje de la pared.

– Andas algo retrasada, Yrsa -dijo-. Tryggve Holt nos ha dado su interpretación del mensaje. ¿No crees que es el más indicado para ello? Y ¿no crees que sabemos bastante ya? ¿Qué más puede poner que vaya a ayudarnos en la investigación? Nada, ¿verdad? Entonces entra y haz algo de provecho, algo de lo que hemos visto.