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– Paciencia. En este momento está en el Instituto Biológico, para que la analicen al microscopio en la sección de Biología acuática.

– ¿Al microscopio?

– Sí, o como diablos lo llamen. De momento sé que es una escama de trucha. La gran cuestión es si se trata de una trucha de mar o de fiordo.

– Supongo que son peces bastante diferentes.

– ¿Diferentes? No, no creo. La trucha de fiordo es, por lo visto, una trucha de mar que pasaba de nadar y se quedó donde estaba, en el fiordo.

Uf, pensó Carl. Yrsa, Assad, Rose, Pasgård. Aquello era casi demasiado para un subcomisario de policía.

– Una última cosa, Pasgård: creo que deberías llamar a Tryggve Holt y preguntarle si sabe qué tiempo hizo durante los días en que estuvieron encerrados.

Un segundo después de colgar sonó el teléfono.

– Antonsen -se limitó a decir la voz. Solo el tono bastaba para provocar inquietud.

– Tu ayudante y Samir Ghazi acaban de pelearse en nuestra comisaría. Si no fuera porque somos la Policía, tendríamos que haber llamado al 112. ¿Quieres hacer el favor de venir enseguida y llevarte a ese diablillo repelente?

Capítulo 27

Las raras veces que se le pedía a Isabel Jønsson que hablara de sus orígenes, siempre decía que había crecido en el país del Tupperware. Educada por unos padres encantadores con un Vauxhall y una casa unifamiliar de ladrillo ocre. Tenían una formación normal, modesta, y sus opiniones pocas veces divergían de las de otros burgueses con maletín. Tuvo una infancia protegida con esmero, libre de bacterias y envasada al vacío. Todos contribuían como podían en la pequeña familia. Nada de poner los codos en la mesa, y las cartas de bridge en la cómoda. Sus padres asintieron con la cabeza, le desearon buen provecho y le dieron la mano el día que Isabel aprobó el último curso de secundaria, y su hermano hizo el servicio militar pese a haberse librado por sorteo.

Patrones muy interiorizados que solo dejaba que se llevara el suave viento de su vida cuando, sudando a mares, se abalanzaba a los brazos de algún hombre competente, o en momentos como aquel, en que iba sentada al volante de su Ford Mondeo de 2002 repintado. Se suponía que la velocidad máxima de ese modelo era doscientos cinco, pero el suyo llegaba a los doscientos diez, y dejó que los alcanzara cuando Rakel y ella pasaron a toda pastilla de la nacional 13 a la autopista E-45.

El GPS decía que llegarían a su destino a las 17.30, pero ya se encargaría ella de cambiar el programa.

– Tengo una propuesta -anunció a Rakel, que estaba aferrada a su móvil-. No debes perder la cabeza, ¿me lo prometes?

– Lo intentaré -dijo por toda respuesta.

– Si no lo encontramos, a él o a tus hijos, en la dirección de Ferslev, entonces probablemente no podemos hacer otra cosa que darle lo que ha pedido.

– No, de eso ya hemos hablado.

– A menos que deseemos ganar tiempo.

– ¿A qué te refieres?

Isabel no hizo caso a los dedos de dedos corazón tiesos cuando siguió avanzando en medio del tráfico con las luces largas y sin reducir la velocidad.

– A que… a que ahora es cuando no tienes que perder el control. Me refiero a que no sabemos si tus hijos estarán a salvo aunque le demos el dinero. ¿Lo entiendes?

– Yo creo que están a salvo -Rakel recalcó cada palabra-. Si le damos el dinero los soltará. Sabemos demasiado sobre él, no se atrevería.

– Espera, Rakel. Es justo lo que quiero decir. Si entregáis el dinero y recuperáis a vuestros hijos, ¿por qué no ibais a denunciarlo a la Policía? ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Estoy segura de que estará fuera del país a la media hora de recibir el dinero. No le importará lo que vayamos a hacer después.

– ¿Tú crees? No es ningún tonto, Rakel. Lo sabes tan bien como yo. Huir del país no es ninguna garantía para él. Ostras, de todas formas detienen a casi todos.

– Pero ¿entonces qué? -preguntó Rakel, removiéndose inquieta en el asiento. Después rogó-: ¿Te importa conducir algo más despacio? Si nos pillan en un control de carretera van a quitarte el carné.

– Qué le vamos a hacer. Si ocurre eso, cogerás tú el volante. Tienes carné de conducir, ¿verdad?

– Sí.

– Vale -dijo Isabel mientras adelantaba por la derecha un BMW cromado lleno de chicos de piel oscura con la visera de la gorra de béisbol hacia atrás. Después continuó-. No hay tiempo que perder, porque lo que digo yo es que no sabemos qué va a hacer si consigue el dinero, y tampoco estamos seguros de lo que pueda hacer si no lo consigue. Por eso debemos ir siempre un paso por delante de él. Somos nosotras las que marcamos el ritmo, no él. ¿Entiendes?

Rakel sacudió la cabeza con tal vigor que hasta Isabel se dio cuenta, pese a tener la mirada fija en la autopista.

– No, no entiendo nada.

Isabel se humedeció los labios. Si aquello salía mal iba a ser por su culpa. Y al contrario, en aquel momento tenía la impresión de que todo lo que hacía y decía no solo era valioso, sino que además era necesario y urgente.

– Si resulta que ese cabrón vive en la dirección a la que nos dirigimos, entonces estaremos mucho más cerca de él de lo que pudiera imaginar en sus peores pesadillas. Tendrá que ponerse a rebuscar en su mente psicópata para descubrir dónde ha cometido un fallo. Eso hará que se sienta inseguro sobre el siguiente paso que vayáis a dar, ¿vale? Y eso lo hará vulnerable, que es lo que nos hace falta.

Adelantaron quince coches antes de que Rakel respondiera.

– Podemos hablar de eso después, ¿no? En este momento me gustaría estar un rato en paz.

Isabel la miró un momento cuando irrumpieron en el puente del Pequeño Belt. Los labios de Rakel no emitían sonido alguno, pero, si te fijabas, se movían sin cesar. Tenía los ojos cerrados y las manos aferradas al móvil con tal fuerza que sus nudillos relucían blancos.

– ¿De verdad crees en Dios? -preguntó Isabel.

Pasó un rato; lo más seguro es que no abriera los ojos hasta terminar su rezo.

– Sí, creo en Dios. Creo en la Madre de Dios, y en que ella está para proteger a mujeres desdichadas como yo. Por eso le rezo, y ella me escuchará, estoy segura.

Isabel arqueó las cejas, pero asintió en silencio y se quedó callada.

Cualquier otra cosa habría resultado mezquina.

Ferslev estaba en medio de una extensa red de campos junto a Isefjord, e irradiaba una sensación mucho más despreocupada e idílica de lo que sospechaban que se ocultaba en alguna parte del pueblo.

Isabel notó que sus latidos se aceleraban a medida que se acercaban a la dirección. Y cuando vieron de lejos que la casa apenas se veía desde la carretera, por la abundancia de árboles, Rakel la tomó del brazo y le pidió que parase el coche.

Tenía la cara blanca y se acariciaba las mejillas sin cesar, como si con el masaje quisiera poner en marcha la circulación sanguínea. Tenía la frente perlada de sudor y apretaba los labios con fuerza.

– Para aquí, Isabel -indicó cuando llegaron al seto. Después salió del coche vacilante y se arrodilló en el borde de la carretera. No había duda de que no se sentía bien. Gemía cada vez que vomitaba, y los vómitos continuaron hasta que debió de vaciársele el estómago.

– ¿Estás bien? -preguntó Isabel mientras un gran Mercedes pasaba al lado a gran velocidad.

Como si no supiera la respuesta; al fin y al cabo, había vomitado. Pero son cosas que se preguntan.

– Bueno -dijo Rakel mientras volvía al asiento del copiloto y se secaba las comisuras de los labios con el dorso de la mano-. Y ahora ¿qué?

– Vamos directamente a la casa. Él cree que mi hermano el policía está al corriente de todo. Así que si ese cabrón está en casa va a soltar a los niños en cuanto me vea. No se atreverá a nada. Pensará que tiene que marcharse cuanto antes.