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Las ojeras de Marcus se acentuaron más aún.

– Es precisamente lo que no quiero oír, Carl -objetó-. Y por eso tenéis que volver a subir tú, Rose y Assad. No tengo ninguna gana de tener problemas con la Inspección. Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes cómo me están presionando estos días. Mira.

Señaló hacia su nueva pantallita plana de la pared, donde el canal de noticias estaba emitiendo un resumen de las consecuencias de la guerra entre bandas. La exigencia de que el cortejo fúnebre de una de las víctimas atravesara las calles del centro de Copenhague no hizo más que avivar el fuego. Se pedía a gritos que la Policía encontrase a los culpables y erradicase aquella locura de las calles.

Sí, Marcus Jacobsen estaba bastante presionado.

– De acuerdo: si nos haces subir aquí, la consecuencia va a ser que desmantelas el Departamento Q en este instante.

– No me tientes, Carl.

– Y pierdes la partida de ocho millones al año. ¿No eran ocho millones lo que correspondía al Departamento Q? Es increíble que pueda costar tanto dinero llenar el depósito del viejo cacharro que conducimos; y claro, está también el sueldo de Rose, el de Assad y el mío. Ocho millones. Imagínate.

El inspector jefe de Homicidios dio un suspiro. Estaba atado de pies y manos. Sin aquella asignación, su departamento iba a tener un déficit anual de por lo menos cinco millones. Redistribución creativa. Casi como el convenio de compensación municipal. Una especie de robo legal.

– Se aceptan propuestas de solución -declaró por fin.

– ¿Dónde quieres que nos metamos aquí arriba? -preguntó Carl-. ¿En el retrete? ¿En el alféizar interior, donde estaba sentado Assad ayer? ¿O tal vez aquí, en tu despacho?

– Hay sitio en el pasillo -sugirió Marcus Jacobsen un tanto incómodo, era evidente-. Bueno, ya encontraremos otro sitio. En realidad, esa ha sido la intención desde el principio, Carl.

– De acuerdo, buena solución, me parece bien. Pero queremos tres escritorios nuevos -exigió. Se levantó espontáneamente y tendió la mano. Aquello era un trato.

El inspector jefe de Homicidios se retiró un poco.

– Un momento -dudó-. Esa oferta tiene gato encerrado.

– ¿Gato encerrado? Vais a tener tres escritorios más, y cuando vengan de la Inspección de Trabajo mandaré a Rose aquí arriba a que haga de florero entre las sillas vacías.

– Esto va a salir mal, Carl -repuso el jefe. Hizo una pausa. Parecía haber picado el anzuelo-. Pero el tiempo dirá, como suele decir mi anciana madre. Siéntate un momento, Carl, tenemos un caso que quiero que veas. ¿Te acuerdas de los compañeros de la policía escocesa a los que ayudamos hace tres o cuatro años?

Carl asintió en silencio, con reservas. ¿Iban a obligar al Departamento Q a convivir con gaitas chirriantes y embutido de intestinos con puré de nabo? Si de él dependía, no. Bastante tenía con que vinieran noruegos de vez en cuando. Pero ¿escoceses?

– Les enviamos unas pruebas de ADN de un escocés que estaba preso en Vestre, ya te acordarás. Fue un caso de Bak. Gracias a eso resolvieron un asesinato, y ahora quieren devolvernos el favor. Uno de la Policía Científica de Edimburgo, un tal Gilliam Douglas, nos ha enviado este paquete. Contiene un mensaje que encontraron en una botella. Han pedido consejo a un lingüista, y este les ha dicho que debe de proceder de Dinamarca.

Cogió del suelo una caja de cartón marrón.

– Tienen curiosidad por conocer los detalles si nos enteramos de algo. Así que toma.

Le tendió la caja y le hizo señas de que se largara con ella.

– ¿Qué hago con esto? -preguntó Carl-. ¿Lo llevo a Correos?

Jacobsen sonrió.

– Muy gracioso, Carl. Pero resulta que en Correos no son especialistas en descubrir misterios, sino más bien en crearlos.

– En el sótano andamos agobiados de trabajo -se defendió Carl.

– Claro, Carl, no lo dudo. Pero échale un vistazo, no es más que un caso menor. Además, cumple todos los requisitos para el Departamento Q: es un caso antiguo, está sin resolver y nadie quiere hincarle el diente.

Otro de esos casos que me impiden plantar los pinreles en el cajón del escritorio, pensó Carl mientras sopesaba la caja bajando las escaleras.

Claro que…

Una hora aproximada de siesta no iba a hacer que cambiaran las relaciones de amistad entre Dinamarca y Escocia.

– Para mañana habré terminado con todo, Rose me está ayudando -aseguró Assad, mientras calculaba a cuál de los montones del sistema de Carl correspondía el caso que tenía en la mano.

Carl gruñó. La caja escocesa estaba sobre el escritorio, frente a él. Los malos augurios solían cumplirse, y el aura que irradiaba aquella caja de cartón con su cinta adhesiva de la aduana, desde luego, no presagiaba nada bueno.

– ¿Es un caso nuevo, o sea? -preguntó Assad, interesado, con la mirada fija en el cuadrado marrón-. ¿Quién ha abierto el paquete?

Carl señaló hacia arriba con el pulgar.

– ¡Rose, ven un momento! -gritó hacia el pasillo.

Rose tardó cinco minutos en aparecer. Era el tiempo exacto que, según ella, señalaba quién decidía lo que había que hacer, y sobre todo cuándo. Uno se acostumbraba.

– ¿Qué te parece si te doy tu primer caso para ti sola, Rose? -preguntó Carl, empujando suavemente el paquete hacia ella.

No le veía los ojos, ocultos bajo el flequillo negro punki, pero desde luego no estaba contenta.

– Seguro que es algo de porno infantil o tráfico sexual, ¿verdad, Carl? Algo de lo que no quieres ocuparte tú. Así que no, gracias. Si no tienes energía para eso, deja que nuestro camellero se dé una vuelta por la pista de circo. Yo tengo otras cosas que hacer.

Carl sonrió. Nada de palabrotas ni patadas al marco de la puerta. La chica parecía estar casi de buen humor. Volvió a empujar el paquete hacia ella.

– Es un mensaje que ha estado en una botella. Todavía no lo he visto. Podríamos abrirlo juntos.

Rose arrugó la nariz. El escepticismo era su fiel compañero.

Carl quitó la tapa de la caja, apartó los cachivaches de poliespán, sacó la carpeta de cartón y la depositó en la mesa. Después rebuscó entre el poliespán y encontró también una bolsa de plástico.

– ¿Qué lleva dentro? -preguntó Rose.

– Supongo que los cascos de la botella.

– ¿La han roto?

– No, simplemente la han desmontado. Hay instrucciones de uso en la carpeta donde se explica cómo reconstruirla. Un juego de niños para una mujer con manos tan diestras como las tuyas.

Ella le sacó la lengua y sopesó la bolsa en la mano.

– No pesa mucho. ¿De qué tamaño era?

Carl empujó el expediente hacia ella.

– Lee.

Rose dejó la caja de cartón sobre la mesa y desapareció por el pasillo. Entonces volvió la paz. Quedaba una hora de trabajo; después Carl iría en tren hasta Allerød, compraría una botella de whisky y se doparía y doparía a Hardy con un vaso con hielo y un vaso con pajita, respectivamente. Seguro que iba a ser una noche tranquila.

Cerró los ojos; no llevaba ni diez segundos dormitando cuando vio ante sí a Assad.

– He descubierto algo, Carl. Ven a ver. Está en la pared, justo ahí fuera.

Algo extraño sucedía con el nervio del equilibrio cuando uno estaba completamente fuera del mundo circundante unos pocos segundos, observó Carl mientras se apoyaba aturdido en la pared del pasillo y Assad señalaba orgulloso uno de los expedientes colgados.

Carl se apresuró a volver a la realidad.

– ¿Te importa repetirlo, Assad? Perdona, es que estaba pensando en otra cosa.

– Decía si no creías que el inspector jefe de Homicidios, entonces, debería fijarse un poco en ese caso, ahora que hay todos esos incendios en Copenhague.

Carl comprobó que sus piernas estaban firmes y se acercó al expediente de la pared sobre el que Assad había puesto el dedo. Era un caso de hacía catorce años. Se trataba de un incendio con resultado de muerte, posiblemente un incendio provocado, en las cercanías de Damhussøen. El caso estaba relacionado con el descubrimiento de un cuerpo humano que estaba tan desfigurado por el fuego que no pudo establecerse el momento del fallecimiento, ni el sexo ni el ADN. Y la cosa se complicó al no haber personas desaparecidas que coincidieran con el cadáver. Al final se archivó el caso. Carl lo recordaba perfectamente. Fue uno de los casos de Antonsen.