– Aparca el coche de manera que no piense que le hemos cortado el camino -propuso Rakel-. Si no, corremos el riesgo de que haga algo a la desesperada.
– No. Creo que te equivocas. Al contrario, vamos a colocar el coche atravesado. Así tendrá que salir a través de los prados. Si puede escaparse en coche, podría llevarse a tus hijos.
Pareció que Rakel iba a vomitar de nuevo, pero tragó saliva un par de veces y se repuso.
– Lo sé, Rakel. No estás acostumbrada a nada así, tampoco lo estoy yo. Tampoco yo estoy a gusto. Pero tenemos que hacerlo.
Rakel la miró. Sus ojos estaban húmedos, pero fríos.
– En mi vida he conocido más cosas de las que crees -aseguró con una dureza sorprendente-. Tengo miedo, pero no por mí. Tiene que salir bien.
Isabel dejó el coche atravesado en el camino y después se colocaron en medio del patio de la granja, bajo los árboles, a la espera de lo que ocurriera.
Del tejado llegaba el arrullo de las palomas, y una débil brisa hacía susurrar a la hierba marchita de los bordes. Aparte de aquello, el único signo de vida provenía de la respiración profunda de las dos mujeres.
Las ventanas de la casa parecían negras. Quizá porque estaban muy sucias, quizá porque estaban cubiertas por algo en el interior, era difícil saberlo. A lo largo de la pared se veían aperos de jardín viejos y oxidados, y la pintura del maderamen estaba cuarteada por todas partes. Parecía un lugar abandonado y deshabitado. Ciertamente inquietante.
– Vamos -ordenó Isabel, y se encaminó directa hacia la puerta de entrada. La golpeó con fuerza a intervalos. Después se hizo a un lado y golpeó con los nudillos el cristal de la entrada, pero no hubo ningún movimiento tras las paredes.
– ¡Santa Madre de Dios! Si están ahí dentro, a lo mejor están intentando ponerse en contacto con nosotras -dijo Rakel, saliendo de su estado de trance. Acto seguido, con un coraje sorprendente, agarró una azada con el mango roto que había sobre los adoquines junto a la pared y golpeó con fuerza la ventana contigua a la puerta principal.
Quedó claro que su vida cotidiana estaba llena de tareas prácticas cuando después colgó la azada del hombro y desenganchó la ventana con las manos. Todo indicaba que estaba dispuesta a emplear la herramienta contra el hombre, si es que estaba dentro con los niños. Dispuesta a enseñarle que iba a tener que meditar sus siguientes pasos con detalle.
Isabel caminó tras ella mientras recorrían la casa. En la planta baja, aparte de cuatro o cinco bombonas de gas colocadas en fila junto a la entrada y unos pocos muebles estratégicamente colocados ante las rendijas de las cortinas para que pareciera que vivía alguien, no había absolutamente nada. Polvo en el suelo y sobre las superficies horizontales; por lo demás, nada. Ningún papel, nada de publicidad, ningún utensilio de cocina, ropa de cama o embalaje vacío. No había ni papel higiénico.
Estaba claro que en aquella casa no vivía nadie.
Luego vieron la escalera empinada que llevaba a la primera planta, y subieron con cautela, a paso lento, hasta llegar arriba.
Las recibieron las paredes cubiertas de corcho y papel pintado con todo tipo de colores y motivos. Los tabiques parecían de papel de lo delgados que eran. Variopinta mezcla de estilos y manifiesta falta de dinero. Solo había un mueble en los tres cuartos: un tosco armario de color verde claro con la puerta entreabierta.
La tenue luz del atardecer penetró e iluminó la habitación cuando Isabel descorrió las cortinas. Abrió la puerta del armario y dio un grito ahogado.
El hombre acababa de estar allí, porque la mayor parte de la ropa colgada de las perchas la había vestido mientras vivía en su casa. Estaba la cazadora de gamuza, los Wranglers gris claro y las camisas de Esprit y Morgan. Desde luego, no eran prendas que pudiera esperarse ver en un lugar tan humilde como aquel.
Rakel dio un respingo, e Isabel comprendió. El olor de su loción de afeitado bastaba para ponerte enferma.
Sacó una de las camisas y le echó un vistazo rápido.
– La ropa no está lavada, así que ya tenemos su ADN si nos hace falta -aseguró, señalando un pelo debajo del cuello de la camisa. No podía ser de ella con aquel color. Después continuó-. Vamos a llevarnos casi todo. Aunque no lo creo, puede que encontremos algo en los bolsillos.
Tras hacerse con las cosas, Isabel miró hacia el edificio del granero, y después bajó la vista al patio de la granja. Antes no se había fijado en los dibujos de la gravilla del patio, pero desde arriba se veían con nitidez. Ante la puerta del granero los guijarros estaban aplastados formando dos líneas paralelas, y parecían ser muy recientes.
Después corrió las cortinas.
Dejaron los cascos de cristal de la entrada, cerraron la puerta tras de sí y dirigieron una mirada veloz alrededor. No había nada especial en la huerta, nada en el prado y tampoco parecía haber nada entre los numerosos árboles. Así que se concentraron en el candado que colgaba de la puerta del granero.
Isabel señaló la azada que seguía colgada del hombro de Rakel, y esta asintió con la cabeza. Tardó menos de cinco segundos en desgajar el herraje de donde colgaba el candado.
Ambas se sobresaltaron cuando la puerta se abrió.
Tenían ante ellas la furgoneta. Una Peugeot Partner azul celeste con la matrícula correcta.
A su lado, Rakel empezó a rezar en voz baja.
– Dulce Madre de Dios, haz que mis hijos no estén muertos dentro del coche. Que no estén dentro. Que no estén.
Isabel no tuvo la menor duda. El ave de rapiña había volado con su presa. Asió la manilla de la puerta trasera y abrió. El hombre se sentía tan seguro de su escondite que ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar con llave.
Luego puso la mano sobre el capó. Estaba aún caliente. Muy caliente, de hecho.
A continuación, salió al patio y miró a través de los árboles a la carretera donde Rakel había vomitado. Una de dos, o el hombre se había marchado por allí o si no hacia el fiordo. Desde luego, en aquel momento no podía estar lejos.
Habían llegado demasiado tarde. Por un pelo.
A su lado, Rakel echó a temblar. Toda la emoción contenida durante su largo viaje en coche, todo el asco que no podía expresarse con palabras, todo el dolor acumulado en sus rasgos faciales y en la postura de su cuerpo se unieron en un único grito que hizo que las palomas alzasen el vuelo con batir de alas y desapareciesen en los setos. Cuando terminó de gritar, le colgaban mocos de la nariz y las comisuras de sus labios estaban blancas de saliva. Había caído en la cuenta de que su única carta segura había fallado.
El secuestrador no estaba en la casa. Los niños habían desaparecido. Pese a los rezos.
Isabel asintió en silencio. Era espantoso.
– Rakel, siento mucho decirlo. Pero creo que he visto el coche mientras estabas vomitando -anunció con cautela-. Era un Mercedes. Negro. De los que existen millones.
Estuvieron un buen rato en silencio mientras la luz celeste iba desapareciendo.
Y ahora ¿qué?
– No debéis darle el dinero -dijo por fin Isabel-. No debéis permitirle que dicte las condiciones. Tenemos que ganar tiempo.
Rakel miró a Isabel como si fuera una renegada que escupía a todo en lo que ella creía y representaba.
– ¿Ganar tiempo? No tengo ni idea de qué estás hablando, y no estoy segura de querer saberlo.
Rakel miró la hora. Estaban pensando lo mismo.
Dentro de poco, Joshua subiría al tren en Viborg con un saco lleno de billetes, y para Rakel allí terminaba todo. Entregarían el dinero y los niños quedarían en libertad. Un millón era mucho dinero, pero lo superarían. Pese a todo. Isabel no debía poner palos en aquella carreta. Era el mensaje claro que irradiaba Rakel.
Isabel suspiró.
– Escucha, Rakel. Ambas lo hemos conocido, y es lo más espantoso que pueda imaginarse. Recuerda que nos ha engañado. Que todo lo que decía y expresaba no podía estar más lejos de la verdad.