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Asió a Rakel de las manos.

– Tu fe y mi fascinación infantil por él han sido instrumentos en sus manos. Nos engañó donde éramos más vulnerables. En los sentimientos más íntimos; y lo creímos. ¿Entiendes? Lo creímos y nos mintió, ¿vale? No puedes negarlo. Entonces, ¿sabes adónde quiero ir a parar?

Por supuesto que lo sabía, no era ninguna tonta. Pero Rakel no se podía permitir venirse abajo en aquel momento. No podía permitirse perder su fe ciega, Isabel se daba cuenta. Por eso tenía que explorar las profundidades de donde proceden los instintos primarios, para poder pensar con libertad y apartar por completo los argumentos y conceptos de este mundo. Un terrible viaje al conocimiento de sí misma. E Isabel la compadecía.

Cuando Rakel volvió a abrir los ojos, era evidente que ya sabía lo cerca que estaba del abismo. Sabía que tal vez sus hijos ya no vivieran. Que existía la posibilidad.

Aspiró hondo y apretó las manos de Isabel. Estaba preparada.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó.

– Haremos lo que él ha dicho -anunció Isabel-. Cuando encienda la luz arrojaremos la bolsa del tren, pero sin dinero. Y cuando la recoja y la abra encontrará objetos de esta casa que prueban que hemos estado aquí.

Se agachó, recogió del suelo el candado con el herraje y lo sopesó en la mano.

– Vamos a meter en el saco esto y parte de su ropa, y le dejaremos una nota diciendo que le seguimos la pista. Que sabemos dónde vive, que conocemos su nombre falso y que tenemos el lugar bajo vigilancia. Que cada vez estamos más cerca de él y que cazarlo es solo cuestión de tiempo. Vamos a escribir que recibirá su dinero, pero que debe pensar en una solución que nos dé una seguridad total de que vamos a recuperar a los niños. No le pagaremos hasta entonces. Debemos presionarlo, para que no sea él quien lleve la iniciativa.

Rakel dejó caer la vista.

– Isabel -dijo-, estamos en el norte de Selandia con el candado y la ropa, ¿lo has olvidado? No llegaremos al tren de Viborg. No vamos a estar en el tren cuando encienda la luz en el tramo entre Odense y Roskilde.

Después miró a los ojos a Isabel y cargó contra ella toda su frustración.

– ¿Cómo vamos a arrojarle el saco? ¿CÓMO?

Isabel tomó su mano. La tenía helada.

– Rakel -dijo con calma-. Llegaremos. Vamos a ir en coche a Odense y nos encontraremos con Joshua en el andén. Tenemos tiempo de sobra.

Entonces, Isabel tuvo una visión fugaz de una Rakel que desconocía. No era una madre que hubiera perdido a sus hijos, no era la mujer de un granjero que viviera en las colinas de Dollerup. Ya no había en ella nada provinciano o familiar. Ahora era alguien diferente. Alguien que Isabel no conocía.

– ¿Has pensado en por qué quiere que cambiemos de tren en Odense? -preguntó Rakel-. Había muchas otras posibilidades, ¿verdad? Estoy segura de que es porque nos están vigilando. Hay alguien en la estación de Viborg y alguien en la de Odense.

La expresión desapareció. Sabía hacer preguntas, pero era incapaz de responderlas.

Isabel se quedó pensativa.

– No, no lo creo. Lo único que quiere es estresaros. Estoy segura de que no tiene cómplices.

– ¿Cómo puedes saberlo? -preguntó Rakel sin mirarla.

– Él es así. Tiene un control total. Sabe exactamente lo que debe hacer y cuándo. Es también muy calculador. No llevaba más que unos segundos en un bar cuando me eligió como víctima. A las pocas horas fue capaz de provocarme orgasmos en el momento adecuado. Fue capaz de preparar el desayuno y decir cosas que mantuvieron ocupada mi mente el resto del día. Cada movimiento era parte de su plan, y lo hizo a la perfección. No es capaz de colaborar con otros; además, si fuera así el rescate sería demasiado pequeño. No quiere compartir nada con nadie.

– ¿Y si no fuera así?

– Entonces, ¿qué? Da igual, ¿no? Somos nosotras quienes esta noche vamos a plantear un ultimátum, no él. El saco no hace más que corroborar que hemos estado en su escondite, como decimos.

Isabel miró alrededor del edificio destartalado. ¿Quién era aquella persona maliciosa? ¿Por qué hacía aquello? Con su buen aspecto, su magnífica mente y su talento manipulador podría haber llegado muy lejos.

Era muy difícil de comprender.

– ¿Vamos? -propuso Isabel-. Mientras tanto tú puedes llamar por teléfono a tu marido y ponerlo al corriente de la situación. Y también podemos decidir qué vamos a escribir en el mensaje que dejaremos en la bolsa.

Rakel sacudió la cabeza.

– No sé. Todo esto me da miedo. Vamos, que estoy de acuerdo en casi todo, pero ¿no va a ser demasiada presión para el secuestrador? ¿No va a darlo todo por perdido y largarse?

Sus labios se estremecieron.

– ¿Y qué va a ser de mis hijos? ¿No se vengará con Magdalena y Samuel? Puede que los amenace con acuchillarlos o cualquier otra atrocidad. Se oye cada cosa…

Brotaron lágrimas de sus ojos.

– Y si lo hace, ¿qué vamos a hacer, Isabel? ¿Qué hacemos? ¿Me lo puedes decir?

Capítulo 28

– ¿Qué diablos ha pasado en Rødovre, Assad? En la vida había oído vociferar así a Antonsen.

Assad se removió en el asiento.

– No te preocupes por eso, Carl. No ha sido más que un malentendido.

¿Un malentendido? Entonces, también la Revolución francesa estalló por un malentendido.

– En ese caso, explícame cómo un supuesto malentendido puede dar como resultado que dos hombres adultos rueden por el suelo de una comisaría danesa mientras se castigaban el morro a conciencia.

– Se castigaban el ¿qué…?

– El morro, la cara. Ostras, tío, ya sabrás dónde pegabas a Samir Ghazi, ¿no? Al grano, Assad. Tienes que darme una explicación como es debido. ¿De qué os conocéis?

– No nos conocemos.

– No me vengas con milongas, Assad. No te das de hostias con un desconocido sin más. Si tiene que ver con una reunificación familiar en Dinamarca, con alguna boda forzada o con putas cuestiones de honor, ya puedes ir desembuchando. Esto hay que aclararlo; de lo contrario, no puedes quedarte aquí. Recuerda que el policía es Samir, no tú.

Assad dirigió la vista hacia Carl con expresión herida.

– Puedo irme ahora mismo si es eso, o sea, lo que quieres.

– De verdad que espero por ti que mi vieja amistad con Antonsen le impida tomar esa decisión por mí -anunció Carl, inclinándose sobre la mesa-. Pero Assad, cuando te pregunto sobre algo tienes que responder. Y si no lo haces sabré que hay algo raro. Puede que tan raro que llegue a tener consecuencias para tu estancia en el país, aparte de perder este puto currelo fantástico, si quieres saber mi opinión.

– Así que vas a acosarme -se quejó. Decir que estaba destrozado sería una forma demasiado suave de describir su expresión.

– Samir y tú ¿habéis tenido algún encontronazo antes? ¿En Siria, por ejemplo?

– No, en Siria no. Samir es iraquí.

– O sea, que ¿reconoces que tenéis algún pique? ¿Pese a que no os conocéis?

– Sí, Carl. Por favor, ¿quieres dejar de hacerme preguntas?

– A lo mejor. Pero si no quieres que pida una explicación de esa pelea al propio Samir Ghazi, vas a tener que decirme algo que pueda tranquilizarme. Y en adelante, pase lo que pase, mantente apartado de Samir.

Assad se quedó un rato mirando al frente antes de asentir en silencio.

– Un familiar de Samir murió por mi culpa. No fue queriendo, entonces, de verdad, Carl. Ni siquiera lo supe.

Carl cerró los ojos.

– ¿Has cometido algún delito en Dinamarca alguna vez?

– No, te lo seguro, Carl.

– Aseguro, Assad. Me lo aseguras.

– Bueno, pues eso hago.

– Entonces, ¿hace tiempo que sucedió?

– Sí.

Carl asintió con la cabeza. Puede que Assad contara más cosas sobre sí mismo otro día.