– ¿Hay alguien que quiera ver esto? -quiso saber Yrsa, que entró sin llamar y por una vez parecía seria, enseñándoles un papel-. Es un fax que han enviado de la Policía sueca hace dos minutos. Así debía de ser el secuestrador.
Dejó el fax frente a ellos. No era un retrato-robot de los que se forman combinando elementos de diversos rostros por ordenador. Este era un retrato de verdad. Estaba muy bien hecho, con sombras y todo. Era un bonito dibujo en colores del rostro de un hombre que, en el mejor de los casos, podría parecer armónico, pero que observado con más detalle también reflejaba falta de armonía.
– Se parece a mi primo -observó Yrsa con sequedad-. Cría cerdos en Randers.
– En mi cabeza no lo veía exactamente así -opinó Assad.
Tampoco Carl. Patillas cortas. Bigote oscuro, pronunciado y bien recortado sobre el labio. Cabello algo más rubio peinado con raya, cejas pobladas, casi juntas, labios normales, algo carnosos.
– No olvidemos que este dibujo puede alejarse bastante de la realidad. Recordad que Tryggve solo tenía trece años cuando ocurrió, y que han pasado otros tantos desde entonces. A eso hay que añadir que el hombre habrá cambiado bastante. Pero ¿qué edad le echaríais vosotros?
Iban a decir algo, pero Carl los interrumpió.
– Fijaos bien. Puede que el bigote lo haga más viejo de lo que es. Y escribid aquí la edad que le echáis.
Arrancó un par de hojas de su bloc y las tendió a sus ayudantes.
– Y pensar que ha matado a Poul -comentó Yrsa-. Es casi como si hubiera matado a alguien que conocemos.
Carl escribió su estimación y recibió la de ellos dos.
En dos de ellas ponía veintisiete, y en la última treinta y dos.
– Nosotros decimos que veintisiete, Assad. ¿Por qué crees tú que es mayor?
– Es por esto, entonces -alegó, poniendo el dedo en una raya perpendicular a la ceja del ojo derecho-. Eso no es una arruga natural.
Señaló su rostro con el dedo, desplegó una sonrisa enorme y señaló sus pronunciadas patas de gallo.
– Mirad. Se extienden, o sea, hasta las mejillas. Y mirad ahora.
Torció las comisuras de los labios hacia abajo y volvió a adoptar el gesto de antes, bajo el interrogatorio de Carl.
– ¿No ha aparecido una raya aquí? -preguntó, señalando un punto junto a su ceja.
– Sí, pero no es fácil de ver -declaró Yrsa, mientras imitaba la expresión y se palpaba la zona de la ceja.
– Eso es porque soy un hombre feliz, entonces. Y el asesino, no. Una arruga así es una de dos: o algo con lo que naces, o aparece también porque no eres feliz. Pero tarda tiempo en aparecer. Mi madre no era tan feliz, y aun así no le salió hasta los cincuenta años.
– Puede que tengas razón, puede que no -concedió Carl-. Pero estamos de acuerdo en que puede tener más o menos la edad que nos ha parecido. Era también la que le echaba Tryggve. O sea, que hoy tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco, si es que sigue vivo.
– ¿No podemos escanear la imagen al ordenador y envejecerlo unos años? -quiso saber Yrsa-. ¿No se puede hacer eso con el ordenador?
– Sí, claro, pero puede tener el efecto contrario y ser más engañosa que antes. Atengámonos a lo que tenemos. Un hombre bastante guapo. Más que medianamente atractivo y bastante masculino. Pero, al mismo tiempo, tiene un estilo algo sobrio y conservador, como el de un oficinista.
– Pues a mí me parece un soldado o un policía -añadió Yrsa.
Carl asintió en silencio. Podía ser cualquier cosa. Así solía ser casi siempre.
Miró al techo, allí estaba la puta mosca otra vez. Tal vez debiera dejar que el Estado invirtiera en un espray matamoscas para la ocasión. Seguro que preferían eso a que le metiera un balazo.
Se sacudió la idea de encima y miró a Yrsa.
– Haz copias y mándalas a todos los distritos policiales. ¿Sabes cómo hacerlo?
Yrsa se encogió de hombros.
– Y déjame ver el texto antes de enviarlo.
– ¿Qué texto?
Carl dio un suspiro. Para algunas cosas era fantástica, pero desde luego no era ninguna Rose.
– Tienes que describir el asunto, Yrsa. Decir que sospechamos que esa persona ha cometido un asesinato y que nos gustaría saber si alguien conoce a un hombre con ese aspecto que haya tenido algún encontronazo con la ley.
– ¿Adónde nos lleva esto, Carl? ¿Qué relación hay? ¿Se te ocurre algo? -Lars Bjørn arrugó el ceño y empujó la foto de los cuatro hermanos Jankovic hacia el inspector jefe de Homicidios.
– ¿Que adónde nos lleva? Nos lleva a que si queréis seguir con vuestros casos de incendios provocados tendréis que buscar en las fichas de delincuentes a serbios con un anillo como el de estas cuatro bolas de grasa. Tal vez encontréis uno así en los archivos daneses, pero yo que vosotros me pondría en contacto con la Policía de Belgrado.
– ¿Estás diciendo que los cadáveres que encontramos en los edificios calcinados son serbios relacionados con la familia Jankovic y que los anillos expresan esa relación de pertenencia? -inquirió el inspector jefe.
– Sin duda. Y creo que esos deben de llevar el anillo desde su nacimiento, porque hay malformaciones en el hueso del meñique.
– ¿Una hermandad de delincuentes? -concluyó Bjørn.
Carl lo miró con una sonrisa mema. Estaba de lo más despierto para ser lunes.
Marcus Jacobsen, junto a Bjørn, miró con expresión hambrienta su paquete de tabaco, que yacía aplastado en la mesa.
– Sí, hay que ponerse en contacto con nuestros colegas serbios. Si las cosas son como crees, esa gente pertenece a la hermandad casi desde que nace. ¿Sabes quién se encarga de esas actividades de préstamo hoy en día? Los cuatro fundadores ya no viven, por lo que veo.
– Yrsa está en ello. Es una sociedad anónima, pero la mayoría de los accionistas se apellidan Jankovic.
– O sea, una mafia serbia que presta dinero.
– Sí. Sabemos que las empresas incendiadas debieron dinero a la familia en algún momento. Lo que no sabemos es por qué estaban allí los cadáveres. Eso os lo dejamos a vosotros.
Carl sonrió y puso el dibujo sobre la mesa.
– Y aquí está el supuesto autor del asesinato de Poul Holt y el secuestro de su hermano. Un tipo encantador, ¿verdad?
Marcus Jacobsen lo miró como a los demás. Había visto a cantidad de asesinos en su vida.
– Tengo entendido que Pasgård ha hecho un descubrimiento referente al caso -dijo después Jacobsen con sequedad-. Así que al final os ha venido bien un poco de ayuda.
Carl frunció el ceño. ¿De qué coño hablaba el tío?
– ¿Qué descubrimiento? -quiso saber.
– Ah, ¿todavía no lo ha comunicado? Seguro que está escribiendo el informe en este momento.
A los veinte segundos Carl estaba en el despacho de Pasgård. Un cuarto sombrío que la foto de su pequeña familia de tres debería haber iluminado, pero que en su lugar recordaba lo poco acogedor que puede ser el cubículo de un funcionario así.
– ¿Qué pasa? -preguntó Carl mientras Pasgård tecleaba como loco.
– Tendrás el informe dentro de dos minutos, y yo habré acabado con este caso.
Aquello sonaba efectivo de pelotas, pero aun así el hombre giró la silla después de dos minutos exactos y dijo:
– Mira, puedes leerlo en pantalla antes de que lo imprima. Así puedes corregir algo si crees que no queda claro.
Pasgård y Carl habían entrado en Jefatura por la misma época, pero aunque Carl, en honor a la verdad, nunca intentó agradar a nadie, era a él a quien pasaban la mayoría de los trabajos buenos. Una evidente espina clavada para un lameculos como Pasgård.
Por eso la sonrisa ácida de Pasgård no era más que la manifestación apenas oculta de la inmensa alegría que sentía mientras Carl leía el informe.
Después Carl se volvió hacia él.
– Buen trabajo, Pasgård -dijo sin más.
– Assad, ¿tienes que ir a casa o puedes hacer unas horas extra esta noche? -preguntó. Cien a uno a que no se atrevía a decir que no.