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Assad sonrió. Seguro que lo tomó como un regalo. Ahora podrían seguir con el caso. Las discusiones acerca de Samir Ghazi y sobre dónde vivía de verdad Assad tendrían que esperar.

– Ven con nosotros, Yrsa. Te llevamos a casa. Nos pilla de paso.

– ¿Pasando por Stenløse? Ni hablar, no os coge de camino. No, iré en tren. Me encanta viajar en tren.

Se abrochó el abrigo y se echó al hombro el bolsito de imitación de piel de cocodrilo. Sin duda, una impedimenta inspirada en viejas películas inglesas, igual que sus zapatos marrones de medio tacón.

– Hoy no irás en tren, Yrsa -dijo Carl-. Quiero daros explicaciones por el camino, si no tenéis inconveniente.

Algo reacia, Yrsa se sentó en el asiento trasero, casi como una reina a la que quisieran contentar con una simple carroza tirada por cuatro caballos. Con las piernas cruzadas y el bolso en el regazo. El olor a perfume se expandió bajo el techo, amarillento por el humo.

– A Pasgård le han contestado de la sección de Biología acuática, y han salido varias cosas interesantes. Para empezar, se ha corroborado que las escamas proceden de un tipo de trucha de fiordo que, como su nombre indica, suele habitar en fiordos, en la frontera entre el agua dulce y el agua salada.

– ¿Y la mucosidad? -quiso saber Yrsa.

– Posiblemente se deba a los mejillones o gambas de fiordo. Todavía no están seguros.

Assad asintió con la cabeza en el asiento del copiloto y después miró la primera página del mapa del norte de Selandia. Al rato plantó el dedo en medio del mapa.

– Bueno, yo los veo aquí. Isefjord y el fiordo de Roskilde. ¡Ajá! Pero no sabía que se unían ahí arriba, en Hundested.

– Pero bueno… -se oyó del asiento trasero-. ¿Habéis pensado rastrear los dos fiordos? Que no os pase nada.

– Exacto -confirmó Carl, dirigiéndole una mirada por el retrovisor-. Pero nos hemos aliado con un conocido pescador del lugar que también vive en Stenløse. Assad, seguro que lo recuerdas del caso del doble asesinato de Rørvig. Thomasen. El que conocía al padre de los asesinados.

– Ah, ese. Su nombre empezaba por K. El de la barriga.

– Eso es. Se llamaba Klaes. Klaes Thomasen, de la comisaría de Nykøbing. Tiene un barco amarrado en Frederikssund y conoce los fiordos como la palma de su mano. Nos llevará de paseo. Aún quedan un par de horas para que anochezca.

– ¿Iremos en barco, entonces? -preguntó Assad, abatido.

– No queda otro remedio si buscamos una caseta para botes que sobresale en la orilla.

– Carl, o sea, no me gusta la idea.

Carl decidió hacerse el sordo.

– Aparte de ser el hábitat de truchas de fiordo, hay otra indicación de que debemos buscar la caseta de botes en las bocas de los fiordos. Aunque me duele reconocerlo, Pasgård ha hecho un buen trabajo. Después de que los biólogos marinos hicieran sus pruebas, esta mañana ha mandado el papel a la Policía Científica para que analicen las sombras que mencionó Laursen. Y en efecto, resulta que era tinta. En cantidades minúsculas, pero había.

– Creía que los escoceses ya lo habrían comprobado -opinó Yrsa.

– Claro, pero lo que más han analizado han sido las letras del papel, no tanto el papel en sí. Pero cuando los de la Policía Científica han vuelto a analizarlo esta mañana, se han dado cuenta de que había restos de tinta por toda la hoja.

– ¿Era solo tinta, o ponía algo? -preguntó Yrsa.

Carl sonrió. Una vez estuvo con uno de sus amigos tumbado en la plaza del mercado de Brønderslev examinando una huella de zapato. Algo borrada por la lluvia, pero aun así distinta a las demás, sin duda. Veían que en la punta de la suela había unas letras rayadas, pero hubo de pasar algo de tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que la huella del zapato escribía las letras invertidas en el suelo. Ponía PEDRO. Y pronto se propagó que debía de ser uno de los trabajadores de la fábrica de maquinaria Pedershaab, que temía que le robasen el único par de zapatos de trabajo. Así que cuando los chicos metían la ropa en la taquilla cuando iban a la piscina al aire libre en la otra punta de la ciudad, siempre pensaban en el pobre Pedro.

Así fue como empezó el interés de Carl por el trabajo de detective, y ahora podía decirse que en cierta medida había vuelto al punto de partida.

– Resulta que la tinta correspondía a un texto invertido. El papel de la pescadería no llevaba nada impreso, de modo que debió de pasar algo de tiempo junto a un periódico, y su tinta se calcó.

– Hala… -reaccionó Yrsa, inclinándose hacia delante cuanto lo permitían sus piernas cruzadas-. ¿Y qué ponía?

– Bueno, si no fuera porque las letras eran grandes, no lo habríamos conseguido, pero por lo que he entendido han llegado a la conclusión de que ponía «Frederikssund Avis», que he averiguado que es un semanario gratuito.

Pensaba que en ese punto Assad se partiría de regocijo, pero no dijo nada.

– ¿No lo entendéis? Eso reduce muchísimo las posibilidades geográficas, si creemos que el pedazo de papel proviene de la zona donde se recibe ese semanario gratis en el buzón. Si no, habríamos tenido que tomar en consideración toda la costa del norte de Selandia. ¿Os dais cuenta de cuántos kilómetros son?

– No. -Fue la seca reacción desde el asiento de atrás.

Tampoco él lo sabía.

Entonces sonó su móvil. Miró un momento la pantalla y se puso contento.

– Mona -dijo en un tono completamente distinto al empleado antes-. Me alegro de que hayas llamado.

Notó que Assad se removía en el asiento del copiloto. A lo mejor ya no pensaba que su jefe estaba perdido para siempre.

Carl trató de invitarla a su casa aquella misma noche, pero no lo llamaba por eso. No, esta vez era por cuestiones profesionales, le dijo riendo, y el pulso de Carl se desbocó. Resulta que tenía de visita a un colega a quien le gustaría mucho hablar con Carl de sus traumas.

Carl frunció el ceño. ¡Vaya! Así que le gustaría, ¿eh? ¿Qué diablos les importaban sus traumas a los colegas de Mona? Los había estado guardando con celo para ella.

– Me siento estupendo, Mona, o sea que no es necesario -dijo, y se imaginó su cálida mirada.

Mona volvió a reír.

– Sí, claro, estoy segura de que te subió la moral que ayer pasáramos la noche juntos, ya me doy cuenta, pero hasta entonces no estabas tan animado, ¿verdad? Y tampoco puedo estar día y noche de servicio.

Carl volvió a tragar saliva. De solo pensarlo echaba a temblar. Estuvo a punto de preguntarle por qué no podía hacerlo, pero se contuvo.

– Vale, entonces de acuerdo.

Estuvo a punto de decir «cariño», pero reparó en la atenta mirada burlona de Yrsa por el retrovisor. Y se controló.

– Tu colega puede venir mañana. Pero andamos con mucho trabajo y tendrá que ser solo un momento, ¿vale?

No quedaron en su casa para aquella noche. ¡Mierda!

Tendrían que dejarlo para mañana. Eso esperaba.

Apagó el móvil y dirigió a Assad una sonrisa fingida. Cuando aquella mañana se miró en el espejo se sentía como un auténtico Don Juan. Ahora le costaba más.

– Oh, Mona, Mona, Mona, ¿cuándo llegará el día en que te coja de la mano? ¿Cuándo podremos… escaparnos? -canturreó Yrsa.

Assad se sobresaltó. Si no la había oído cantar antes, ahora sí que la había oído. Tenía una voz ciertamente especial.

– No la conocía -dijo Assad. Se volvió un segundo hacia atrás, asintiendo con la cabeza. Después se quedó callado.

Carl sacudió la cabeza. ¡Ostras! Ahora que Yrsa sabía lo de Mona, iban a saberlo todos. Tal vez no debiera haber respondido la llamada.

– Imagínate -dijo Yrsa desde el asiento trasero.

Carl miró por el retrovisor.

– ¿Qué tengo que imaginar? -dijo, preparado para el contraataque.

– Frederikssund. Imagínate si asesinó a Poul Holt aquí, cerca de Frederikssund -continuó Yrsa, mirando al frente.