– La acería. ¿No está en una península?
– Sí, más o menos, pero los infrasonidos pueden percibirse muy lejos de la fuente. Algunos sostienen que pueden notarse hasta a veinte kilómetros de distancia. Al menos, había quejas tanto de Frederiksværk y Frederikssund como de Jægerspris, al otro lado del fiordo.
Carl observó la superficie de agua salpicada de gotas de lluvia. Todo parecía estar en paz. Casas acurrucadas al abrigo de la espesura, prados y sembrados fértiles. Barcos anclados en el agua quieta y gaviotas volando en bandadas cuando se juntaban las suficientes. Y en medio de aquel paisaje húmedo y empalagoso se oía un profundo ronroneo. Tras las fachadas de aquellas casas tan encantadoras había gente que estaba de la olla.
– Si no sabemos cuál es la fuente del ronroneo ni su extensión, no nos vale de nada -hizo saber Carl-. Había pensado investigar si había muchos molinos de viento en la zona, pero es que no sabemos ni siquiera si se trata de eso. Parece ser que todos los molinos de viento de Dinamarca estuvieron parados esos días. Esto va a ser bastante complicado.
– Entonces ¿no es mejor, o sea, volver? -se oyó desde el camarote.
Carl se volvió a mirar a Assad. ¿Era aquel el mismo hombre que se había revolcado por el suelo pegándose con Samir Ghazi? ¿El que era capaz de romper puertas a patadas y una vez le salvó la vida? En ese caso, había perdido mucho fuelle los últimos cinco minutos.
– ¿Quieres vomitar, Assad? -preguntó Thomasen.
Assad sacudió la cabeza. Aquello mostraba lo poco que sabía sobre las delicias de estar mareado.
– Toma -dijo Carl, pasándole unos prismáticos-. Respira con calma y sigue los movimientos del barco. Y después trata de observar la costa.
– No pienso moverme de aquí, o sea -advirtió Assad.
– Vale, de acuerdo. Puedes ver la costa por la ventana.
– Creo que podéis pasar por alto estas orillas -aconsejó Thomasen, dirigiendo el barco hacia el centro del fiordo-. Ahí hay algo de playa, y a veces los sembrados llegan hasta la costa. Creo que tendremos que subir hacia Nordskoven si queremos encontrar algo. Allí el bosque tupido llega hasta la costa, pero también vive mucha gente, así que no está nada claro que una caseta de botes pudiera pasar desapercibida.
Señaló hacia la carretera que discurría por el lado este del fiordo en dirección norte-sur. Pueblos que daban paso a tierras llanas de labranza, que a su vez daban paso a otros pueblos. Desde luego, el asesino de Poul Holt no podría haberse escondido en aquel lado del fiordo.
Carl miró el mapa.
– Para que la tesis de que las truchas de fiordo se encuentran en la boca de los fiordos se sostenga, y no es el caso del fiordo de Roskilde, entonces debe de ser al otro lado de Hornsherred, en Isefjord. Pero ¿dónde? Mirando el mapa no veo muchas posibilidades. Hay demasiados campos de siembra que bajan hasta el fiordo. ¿Dónde se puede ocultar una caseta de botes ahí? Y en el otro lado, en el lado de Holbæk, o en la región de Odsherred, tampoco puede ser, ya que tardaría bastante más de una hora en llegar hasta allí desde el lugar del secuestro, Ballerup.
De pronto le entró la duda.
– Es así, ¿no?
Thomasen se alzó de hombros.
– No, no creo. Se tardará cerca de una hora en llegar hasta allí.
Carl inspiró hondo.
– Pues esperemos que la teoría del periódico local, el Frederikssund Avis, se sostenga, porque si no va a ser muy, pero que muy difícil.
Entró en la cabina y se sentó junto a un Assad bastante tocado. Tembloroso y con la tez gris-verdoso. Su papada, en constante agitación por las arcadas, y aun así los prismáticos bien prietos contra los ojos.
– Dale algo de té, Carl. La parienta se va a cabrear si vomita en su tapizado.
Carl acercó la cesta de provisiones y sirvió té sin preguntar.
– Toma, Assad.
Este apartó un poco los prismáticos, miró al té y después sacudió la cabeza.
– No voy a vomitar, Carl. Lo que me sube lo vuelvo a tragar.
Carl abrió los ojos como platos.
– Sí, suele pasar lo mismo, entonces, cuando montas en dromedario por el desierto. Allí también puede cansarse el estómago. Pero si vomitas, pierdes demasiada agua. En el desierto es una estupidez. Por eso, o sea.
Carl le dio unas palmadas en el hombro.
– Bien, Assad. Tú vigila, a ver si ves una caseta de botes. Te dejo en paz.
– No busco la caseta, porque, o sea, no la vamos a encontrar.
– ¿Por qué lo dices?
– Creo que estará bien camuflada. No hace falta que esté rodeada de árboles. Puede estar en un montón de tierra y arena, entonces, o bajo una casa o junto a unos matorrales. No tenía mucha altura, no lo olvides.
Carl cogió los otros prismáticos. Su compañero no era del todo fiable. Tendría que mirar él.
– Si no buscas la caseta, ¿qué es lo que buscas, Assad?
– Algo que pueda ronronear. Un molino de viento u otra cosa. Cualquier cosa que pueda provocar ese ronroneo.
– Va a ser difícil, Assad.
Assad lo miró un momento, como si estuviera bastante cansado de su compañía. Después le dio una fuerte arcada, de modo que Carl retrocedió un poco, por si acaso. Y cuando terminó, hablaba casi en susurros.
– Carl, ¿sabías que el récord de estar contra una pared como si fueras una silla son doce horas y no sé cuántos minutos?
– No me digas. -Carl se dio cuenta de que su expresión se hacía inquisitiva.
– ¿Sabías que el récord de estar de pie sin interrupción está en diecisiete años y dos meses?
– ¡Imposible!
– Pues es verdad, o sea. Era un gurú indio, y por la noche dormía de pie.
– Ajá. Pues no lo sabía, Assad. ¿Qué quieres decir con eso?
– Pues que algunas cosas parecen más difíciles de lo que son, y otras parecen más fáciles.
– Ya. ¿Y…?
– Así que vamos a buscar el sonido ronroneante y después dejaremos de hablar de eso.
Joder con el razonamiento.
– Bien. Pero, de todas formas, no me creo lo del que estuvo diecisiete años de pie -replicó Carl.
– Vale. Y ¿sabes qué, Carl? -inquirió, mirándolo serio y conteniendo una arcada.
– No.
Assad acercó los prismáticos a los ojos.
– Allá tú, o sea.
Se pusieron a escuchar y oyeron el zumbido de los veleros a motor y pesqueros, de las motos de la carretera, de los aviones monomotores que fotografiaban las propiedades de alrededor, para que Hacienda tuviera algo que evaluar y poder desollar vivos a los ciudadanos. Pero ningún sonido que fuera lo bastante constante, y tampoco sonidos que pudieran soliviantar a la Liga de Enemigos de los Infrasonidos.
La mujer de Klaes Thomasen fue a buscarlos a Hundested, y él prometió preguntar a todo quisqui si tenían conocimiento de una caseta como la descrita. El guardabosque de Nordskoven era una posibilidad, dijo; los clubes de vela, otra. Él iba a continuar la caza al día siguiente, que iba a estar soleado y sin lluvia.
Assad seguía teniendo mal aspecto cuando, ya en su coche, regresaron a casa.
En aquella situación, era fácil solidarizarse con la mujer de Thomasen. Ostras, tampoco a él le gustaría que nadie vomitase en la elegante tapicería de su coche.
– Tú avisa si tienes ganas de devolver, ¿vale, Assad? -advirtió Carl.
Assad asintió en silencio con expresión ausente. No parecía poder controlar algo así.
Carl repitió la pregunta cuando pasaron por Ballerup.
– Igual me viene bien un descanso, o sea -reconoció Assad pasado un rato.
– Vale, ¿puedes esperar dos minutos? Es que tengo que hacer una cosa por el camino. De todos modos tenemos que pasar por ahí camino de Holte. Después puedo llevarte a casa.