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Assad no respondió.

Carl miró a la carretera. Había oscurecido. La cuestión estaba en si lo dejarían entrar.

– Verás, es que quiero visitar a mi suegra. Lo he acordado con Vigga. ¿Te parece bien? Su madre vive en una residencia cerca de aquí.

Assad asintió con la cabeza.

– No sabía que Vigga tuviera una madre. ¿Cómo es? ¿Es, o sea, simpática?

Aquella pregunta, dentro de su simpleza, era tan complicada de responder que Carl casi se saltó el semáforo en rojo de la calle Mayor de Bagsværd.

– Cuando salgas, ¿puedes dejarme en la estación, Carl? De todas formas tú vas al norte, y yo tengo un autobús que me deja en la puerta de casa, entonces.

Sí, Assad sabía bien cómo proteger su anonimato y el de su familia.

– No, no puede visitar a la señora Alsing ahora, es demasiado tarde. Vuelva mañana antes de las dos, a ser posible hacia las once de la mañana, que es cuando está más espabilada -dijo la enfermera de guardia.

Carl sacó su placa de policía.

– No he venido solo por cuestiones privadas. Este es mi asistente, Hafez el-Assad. Solo será un momento.

La enfermera miró extrañada la placa, y después a aquel ser medio tambaleante junto a Carl. El personal de la residencia no estaba acostumbrado a aquello.

– Creo que está dormida. Su salud ha decaído bastante últimamente.

Carl miró la hora. Las nueve y diez. Era la hora de empezar el día para la madre de Vigga, ¿de qué coño hablaba la enfermera? No en vano había sido camarera en los bares de copas de Copenhague durante más de cincuenta años. No, nunca llegaría a estar tan senil.

Con amabilidad, pero también de mala gana, los condujo al ala de los seniles y los dejó frente a la puerta de Karla Margrethe Alsing.

– Avísennos cuando quieran salir -informó la enfermera, señalando con el dedo-. Hay personal ahí.

Encontraron a Karla en un mar de cajas de bombones y pasadores de pelo. Con su indómita cabellera cana y un kimono desaliñado, parecía una artista de Hollywood que no había comprendido que su carrera había terminado. Reconoció enseguida a Carl y se quedó posando inclinada hacia atrás mientras gorjeaba su nombre y le contaba lo fantástico que era que estuviera allí. A Vigga le venía de familia, sin duda.

Ni se dignó mirar a Assad.

– ¿Café? -preguntó, sirviendo un poco de un termo sin tapa a una taza que había sido usada más de una vez. Carl iba a protestar, pero se dio cuenta de que era una empresa arriesgada. Luego se volvió hacia Assad y le pasó la taza. Si alguien necesitaba un café frío y enmohecido, era él.

– Vaya, esto está bien -dijo Carl observando el paisaje de muebles que lo rodeaba. Marcos dorados, muebles de caoba con adornos recargados y brocados. En la vida de Karla Margrethe Alsing nunca faltaron símbolos de estatus.

– ¿En qué empleas el tiempo? -preguntó, esperando una lección sobre lo difícil que se le hacía leer y lo malos que eran ahora los programas de televisión.

– ¿El tiempo? -preguntó con mirada ausente-. Bueno, aparte de tener que cambiar este trasto de vez en cuando…

Se detuvo en medio de la frase, rebuscó bajo la almohada y sacó un consolador anaranjado lleno de botones.

– … ya casi no puedo hacer nada.

Carl oyó detrás el tintineo de la taza de café de Assad.

Capítulo 29

A cada hora que pasaba, sus fuerzas iban agotándose. Trató de gritar a voz en cuello cuando el coche se fue, pero cada vez que vaciaba los pulmones era casi imposible recuperar el aliento. El peso de las cajas era sencillamente excesivo. Su respiración iba haciéndose más y más superficial.

Avanzó un poco su mano derecha y sus uñas arañaron la caja que colgaba sobre su rostro. El mero hecho de oír el raspar contra el cartón daba esperanzas. Así que podía hacer algo.

Después de pasar así varias horas, sus fuerzas para gritar se habían agotado. Ahora se trataba solo de mantenerse viva.

Tal vez él se apiadara de ella.

Tras un par de horas, recordó con excesiva claridad la sensación de estar a punto de asfixiarse. Aquella sensación mezcla de pánico, impotencia y en cierto modo también alivio. La había experimentado por lo menos diez veces antes. Cada vez que el irreflexivo de su padre, un hombrachón, se sentaba a horcajadas sobre ella cuando era pequeña y la dejaba sin aire.

– ¿A que no puedes soltarte? -decía siempre con una carcajada. Para él no era más que un juego, pero para ella era espantoso.

Pero, como quería mucho a su padre, no decía nada.

Y un buen día desapareció. Se acabaron los juegos, pero el alivio no llegaba. «Se ha largado con una golfa», decía su madre. Su adorable padre se había largado con una golfa. Ahora retozaba con otros niños.

Cuando conoció a su marido dijo a todo el mundo que le recordaba a su padre.

– Entonces no te conviene de ninguna manera, Mia -replicó su madre. Eso fue lo que dijo.

Cuando llevaba veinticuatro horas aplastada bajo las cajas, supo que iba a morir.

Había oído los pasos de él al otro lado de la puerta. Se quedó escuchando un rato, y después se marchó.

Deberías haber jadeado, pensó. Tal vez así te habría quitado de en medio.

El hombro izquierdo, en el que se apoyaba, había dejado de dolerle. Lo tenía insensible, igual que el brazo; pero la cadera, que soportaba casi todo el peso, la martirizaba sin cesar. Durante las primeras horas de aquel abrazo claustrofóbico sudó, pero ya no sudaba. La única secreción corporal que registró fue el silencioso fluir de orina caliente contra el muslo.

Allí estaba, en un charco de pis, tratando de girar un poco para que la presión de la rodilla derecha, sobre la que se apoyaban las cajas, se repartiera por el muslo. No lo consiguió, pero notó la sensación. Como aquella vez que se rompió un brazo y solo podía rascar el exterior de la escayola.

Y pensó en los días y semanas en que su marido y ella fueron felices juntos. En los primeros tiempos, cuando aún la adoraba y podía hacer lo que ella quería.

Y ahora la mataba. La mataba sin más, sin sentimientos y sin vacilar.

¿Cuántas veces lo habría hecho antes? No lo sabía.

No sabía nada.

No era nada.

¿Quién se acordará de mí cuando haya muerto?, pensó, extendiendo los dedos sobre su brazo izquierdo, como si acariciara a su hijo. Benjamin, no, es demasiado pequeño. Mi madre, por supuesto, pero ¿qué pasará dentro de diez años, cuando ella ya no esté? Entonces ¿quién va a acordarse de mí? ¿Nadie, aparte de quien me quitó la vida? Nadie más que él, y tal vez Kenneth.

Aquello era lo peor, aparte del hecho de morir. Era lo que, pese a la boca reseca, la impulsaba a tragar saliva, lo que hacía que su dolorido diafragma se estremeciera de llanto sin lágrimas.

Pasados unos años, nadie la recordaría.

El móvil sonaba de vez en cuando. Y las vibraciones de su bolsillo trasero hacían renacer su esperanza.

Cuando dejaba de sonar podía pasar una hora o dos, atenta a los sonidos del exterior de la casa. ¿Y si Kenneth estaba allí fuera? ¿Si había sospechado algo? Tuvo que sospechar. Ya había visto lo alterada que estaba la última vez que se vieron.

Había dormido un rato y despertó de golpe con el cuerpo insensible. Solo le quedaba el rostro. En aquel momento, era un rostro. Las fosas nasales secas, escozor en los ojos, parpadeo en la penumbra. Eso era lo que le quedaba.

Entonces cayó en la cuenta de qué la había despertado. ¿Era Kenneth o era algo que había soñado? Cerró los ojos y escuchó concentrada. Había algo.

Contuvo el aliento y volvió a escuchar. Sí, era Kenneth. Sus labios se abrieron con un gemido. Estaba abajo, frente a la puerta de entrada, gritando. La llamaba a gritos, así que todo el barrio lo estaría oyendo; ella notó que una sonrisa se abría en sus labios y se concentró en dar el último grito que iba a salvarla. El grito que haría reaccionar al soldado que estaba abajo.