Y gritó con todas sus fuerzas.
Fue un grito tan apagado que no lo oyó ni ella.
Capítulo 30
Los soldados llegaron a última hora de la tarde en un jeep desvencijado, y uno de ellos gritó que los partidarios locales de Doe habían escondido armas en la escuela del pueblo y que ella debía decirles dónde.
Su piel brillaba, pero reaccionaron con gelidez cuando les aseguró que ella no tenía nada que ver con el régimen krahn de Samuel Doe, y que no sabía nada de armas.
Rakel -o mejor dicho, Lisa, que es como se llamaba entonces- y su novio llevaban todo el día oyendo tiros. Los rumores decían que la retaguardia de la guerrilla de Taylor se estaba empleando a fondo con la población, y por eso se habían preparado para huir. ¿Quién iba a quedarse a esperar a ver si la sed de sangre del nuevo régimen liberaba a la gente según el color de su piel?
Su novio había subido a la primera planta a por el rifle de caza, y los soldados la cogieron desprevenida mientras trataba de llevar algunos de los libros de la escuela a los anexos. Aquel día habían quemado muchas casas, lo hacía por precaución.
Y allí estaban ellos, los que llevaban todo el día matando, que ahora debían liberar las descargas eléctricas que hormigueaban por su cuerpo.
Se dijeron algo que no entendió, pero los ojos lo decían todo. Estaba en el lugar equivocado. Demasiado joven y demasiado accesible en el aula vacía.
Saltó con todas sus fuerzas a un lado e intentó huir por la ventana, pero la agarraron por los tobillos. La arrastraron de vuelta y le dieron un par de patadones hasta que se quedó quieta.
Tres cabezas bailaron en el aire un momento ante su mirada, y después dos cuerpos se abalanzaron sobre ella.
La superioridad numérica y la arrogancia hicieron que el tercer soldado apoyara su Kalashnikov en la pared y ayudara a los otros dos a abrirle las piernas. Le taparon la boca y la penetraron uno tras otro mientras reían histéricos. Respiraba con dificultad por las narices medio taponadas, y en un momento dado oyó a su novio gemir en el cuarto de al lado. Tuvo miedo por él. Miedo de que los soldados lo oyeran y lo remataran.
Pero su novio gemía en voz baja. Aparte de eso no reaccionó.
Cuando cinco minutos más tarde, tumbada en el suelo polvoriento, miró a la pizarra, donde apenas dos horas antes habían escrito «I can hop, I can run» [2], su novio había desaparecido con el arma. No le habría costado disparar y matar a los soldados sudorosos, tumbados con los pantalones desabrochados y resoplando junto a ella.
Pero él no estuvo para defenderla, y tampoco estaba cuando ella se puso en pie de un salto, agarró el Kalashnikov del soldado, disparó una larga ráfaga que descuartizó los cuerpos de los negros y salió dejando tras de sí un eco de gritos y un vaho de humo de pólvora y sangre caliente.
Su novio había estado con ella cuando todo iba bien. Cuando la vida era fácil y el futuro prometedor. No cuando llevó a rastras los cuerpos descuartizados hasta el estercolero y los cubrió con hojas de palma, y tampoco cuando limpió las paredes de pedazos de carne y sangre.
Por eso, entre otras cosas, tenía que escapar.
Era la víspera de que se confesara ante Dios y se arrepintiera profundamente de sus pecados. Pero la promesa que se hizo por la noche cuando se arrancó el vestido y lo quemó, la noche en que se lavó la entrepierna hasta despellejarse, no la olvidó jamás.
Si el Diablo volvía a cruzarse en su camino, tomaría cartas en el asunto.
Si ella quebrantaba los mandamientos del Señor, sería una cuestión entre ella y Él.
Mientras Isabel apretaba el acelerador a fondo y su mirada deambulaba entre la carretera, el GPS y el retrovisor, Rakel dejó de sudar. El temblor de sus labios disminuía a cada segundo que pasaba. Los latidos de su corazón se sosegaron. Por un instante recordó cómo puede transformarse el miedo en furia.
El pavoroso recuerdo del aliento satánico y los ojos amarillos de los soldados del NPFL, que no mostraron compasión, se propagó por su cuerpo e hizo que apretara las mandíbulas.
Antes había actuado, o sea que podría volver a hacerlo.
Se volvió hacia su chofer.
– En cuanto entreguemos las cosas a Joshua me pongo al volante. ¿Entendido, Isabel?
Isabel sacudió la cabeza.
– No va a resultar, Rakel, no conoces mi coche. Hay un montón de cosas que no funcionan. Las luces de posición. El freno de mano está flojo. Tiene la dirección muy sensible.
Mencionó un par de cosas más, pero a Rakel le daba igual. Puede que Isabel no creyera que la beata Rakel pudiera estar a su altura al volante. Pero pronto saldría de su error.
Encontraron a Joshua en el andén de la estación de Odense: tenía el semblante gris y un aspecto lastimoso.
– ¡No me gusta lo que decís!
– No, pero Isabel tiene razón, Joshua. Lo haremos así. Debe notar nuestro aliento en su nuca. ¿Llevas el GPS, como hemos convenido?
Joshua asintió en silencio y la miró con ojos enrojecidos.
– El dinero me importa un bledo -aseguró.
Rakel lo asió del brazo con fuerza.
– No tiene nada que ver con el dinero. Ya no. Tú sigue sus instrucciones. Cuando él emita el destello de luz tú arroja el saco, pero deja el dinero en la bolsa de deportes. Mientras tanto, intentaremos seguir el tren lo mejor que podamos. No tienes que pensar en nada, solo debes orientarnos sobre dónde está el tren si te lo preguntamos, ¿de acuerdo?
Su marido hizo un gesto afirmativo, pero era evidente que no estaba de acuerdo.
– Dame la bolsa con el dinero -dijo Rakel-. No me fío de ti.
Él sacudió la cabeza; así que Rakel estaba en lo cierto. Y es que estaba segura.
– ¡Dámela! -gritó, pero Joshua seguía reacio. Entonces ella le cruzó una bofetada seca y fuerte bajo el ojo derecho y asió la bolsa de deportes. Para cuando Joshua se dio cuenta de lo que ocurría, la bolsa había pasado a manos de Isabel.
Entonces Rakel agarró el saco vacío y metió en él la ropa del secuestrador, a excepción de la camisa con los pelos. Y puso encima el herraje, el candado y la carta escrita por Joshua.
– Toma. Y haz lo que hemos convenido. De lo contrario no volveremos a ver a nuestros hijos. Créeme, lo sé.
Seguir la marcha del tren fue más difícil de lo que había creído. Al salir de Odense llevaban ventaja, pero para cuando llegaron a Langeskov esta empezó a disminuir. Los informes de Joshua eran inquietantes, y los comentarios de Isabel al comparar la situación por GPS del coche y del tren se hicieron cada vez más impacientes.
– Déjame coger el volante, Rakel -graznó Isabel-. No tienes temple para esto.
Pocas veces habían tenido unas palabras tanto efecto en Rakel. Apretó el acelerador hasta el fondo y, al cabo de unos cinco minutos, el rugido del motor acelerado al máximo fue el único sonido que se oía.
– ¡Ya veo el tren! -gritó Isabel, liberada, cuando la autopista E-20 cortó la línea de ferrocarril. Entonces apretó una tecla del móvil y a los pocos segundos oyó la voz de Joshua al otro lado de la línea.
– Tienes que mirar a la izquierda, Joshua, estamos algo más adelante -advirtió-. Pero la autopista hace una curva muy abierta de varios kilómetros, así que dentro de poco nos habrás adelantado. Intentaremos alcanzarte en el puente del Gran Belt, pero va a ser difícil. Después tendremos que pasar por la cabina de peaje.
Isabel escuchó el comentario de Joshua.
– ¿Te ha llamado él? -preguntó después, antes de cerrar el móvil.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Rakel.
– Que aún no había hablado con el secuestrador. Pero no sonaba bien, Rakel. Se niega a creer que podamos llegar a tiempo. Ha dicho entre tartamudeos que a lo mejor daba igual que lleguemos o no. Que bastaba con que el secuestrador comprendiera el mensaje de la carta.