Rakel apretó los labios. «Da igual», decía su marido. Pues de eso nada. Tenían que llegar antes de que el secuestrador emitiera un destello hacia el tren. Tenían que llegar antes, y entonces iba a enterarse aquel cabrón que se había llevado a sus hijos de lo que ella era capaz.
– No dices nada, Rakel -comentó Isabel a su lado-. Pero lo que dice Joshua es verdad. No podemos llegar a tiempo.
La tía volvía a tener la vista pegada al velocímetro. No podía subir más.
– ¿Qué vas a hacer en el puente, Rakel? Hay un montón de cámaras y el tráfico es denso. Y ¿qué vas a hacer cuando tengamos que pagar el peaje al otro lado?
Rakel estuvo un rato sopesando las preguntas mientras avanzaba por el carril de adelantamiento con el intermitente puesto y las luces largas encendidas.
– Tú no te preocupes de nada -dijo después.
Capítulo 31
Isabel estaba aterrorizada.
Aterrorizada por la demencial conducción de Rakel y por su propia falta de capacidad para poder hacer algo al respecto.
Doscientos, trescientos metros más adelante llegaron a las barreras del puesto de peaje del puente del Gran Belt, y Rakel no reducía la velocidad. Dentro de pocos segundos tendrían que conducir a treinta por hora, y ahora iban a ciento cincuenta. Ante ellas el tren con Joshua atravesaba zumbando el paisaje, y aquella mujer quería alcanzarlo.
– ¡Tienes que frenar, Rakel! -gritó cuando estaban frente a las cabinas de pago-. ¡FRENA!
Pero Rakel estrujaba el volante entre sus manos, inmersa en su propio mundo. Debía salvar a sus hijos.
Lo que pudiera ocurrir, por lo demás, carecía de importancia.
Vieron que los vigilantes de la cabina de peaje para camiones agitaban los brazos, y un par de coches que tenían delante se hicieron bruscamente a un lado.
Entonces atravesaron la barrera con un enorme estruendo y una nube de fragmentos salió volando por los aires.
Si su antigualla de Ford Mondeo hubiera tenido un par de años menos, o al menos hubiera estado mejor de lo que estaba, las habría detenido la explosión de un par de airbags. «No funcionan, ¿los cambio?» fue lo que preguntó el mecánico la última vez, pero era carísimo. Isabel se arrepintió muchas veces de haber dicho que no, pero ahora no se arrepentía. Si se hubieran desplegado los airbags mientras conducían a aquella velocidad, la cosa podría haber sido muy grave. Pero lo único que podría recordar aquel inadmisible ataque a la propiedad pública era una gran abolladura en el radiador y un corte feo en el parabrisas que iba ensanchándose poco a poco.
Tras ellas había una gran actividad. Si la Policía no estaba ya al corriente de que un coche matriculado a su nombre había atravesado a toda velocidad una barrera del puente sobre el Gran Belt, alguien andaba despistado.
Isabel respiró con fuerza y volvió a teclear el número de Joshua.
– ¡Ahora estamos en el puente! ¿Dónde estás tú?
Joshua dio sus coordenadas de GPS e Isabel las comparó con las suyas. No podía estar muy lejos.
– No me siento bien -se quejó Joshua-. Creo que lo que estamos haciendo es un error.
Isabel trató de tranquilizarlo como pudo, pero no pareció lograrlo.
– Llama en cuanto veas el destello -dijo, y apagó el móvil.
Justo antes de la salida 41 divisaron el tren, a la izquierda. Un collar de perlas luminoso deslizándose por el paisaje negro. En el tercer vagón iba un hombre con el corazón oprimido.
¿Cuándo puñetas se iba a poner aquel demonio en contacto con ellos?
Isabel se aferró al móvil mientras circulaban a toda velocidad por el tramo de autopista entre Halsskov y la salida 40 y seguían sin ver destellos azules.
– La Policía va a pararnos en Slagelse, puedes estar segura, Rakel. ¿Por qué has tenido que destrozar la barrera?
– Ahora vemos el tren. Y no lo veríamos si hubiera reducido la velocidad y nos hubiéramos detenido, aunque fueran veinte segundos. ¡Por eso!
– No veo el tren -se alarmó Isabel, mirando el mapa de su regazo-. Ostras, Rakel. La vía del tren hace una curva al norte y después entra en Slagelse. Si le hace la señal a Joshua entre Forlev y Slagelse, no vamos a poder hacer nada, a no ser que salgamos de la autopista ¡AHORA!
La salida 40 desapareció tras ellas mientras Isabel giraba la cabeza. Se mordió el labio.
– Rakel, si las cosas son como yo creo, existe la probabilidad de que Joshua vea la luz dentro de un instante. Hay tres carreteras que atraviesan la vía férrea antes de llegar a Slagelse. Sería un lugar perfecto para echar el saco del dinero. Pero ahora no podemos salir de la autopista porque acabamos de rebasar la salida.
Vio que el mensaje calaba. La mirada de Rakel volvió a adquirir tintes de desesperación. El teléfono móvil sería lo último que querría oír durante los próximos minutos.
De pronto dio un fuerte frenazo y se metió en el arcén.
– Iré marcha atrás -informó.
¿Se había vuelto loca? Isabel apretó las luces de emergencia y trató de bajar el ritmo cardíaco.
– Escucha, Rakel -dijo con tanta calma como pudo-. Joshua ya se las arreglará. No hace falta que estemos allí cuando eche el saco. Joshua tiene razón. Ese cabrón se pondrá de todas formas en contacto con nosotras en cuanto vea el contenido del saco.
Pero Rakel no reaccionaba. Tenía unos planes diferentes por completo, e Isabel la entendía.
– Iré marcha atrás por el arcén -volvió a decir Rakel.
– Ni se te ocurra, Rakel.
Pero lo hizo.
Isabel se soltó el cinturón de seguridad y giró en su asiento. Tras ella se precipitaban columnas de faros de coche.
– ¿Te has vuelto loca, Rakel? Vas a matarnos. ¿Y de qué va a servir eso a Samuel y Magdalena?
Pero Rakel no respondió. Estaba tras un motor que chirriaba en marcha atrás arañando el arcén.
Fue entonces cuando Isabel vio los destellos azules en lo alto de una loma, unos quinientos metros más atrás.
– ¡PARA! -chilló, y Rakel levantó el pie del acelerador.
Rakel alzó la vista hacia las luces azules y se dio cuenta del problema al instante. La caja de cambios protestó con furia cuando cambió de marcha atrás a primera. A los pocos segundos, iban otra vez a ciento cincuenta.
– Ya podemos rezar por que Joshua no llame enseguida para decir que ya ha echado el saco; en ese caso podríamos alcanzarlo. Pero tienes que coger la salida 38, no la 39 -gimió Isabel-. Corremos el peligro de que haya coches patrulla esperando en la salida 39. Puede que estén allí ya. Coge la 38, así seguiremos por la carretera nacional, que está más cerca de la vía del tren. Desde aquí hasta Ringsted la vía discurre entre sembrados, muy lejos de la autopista.
Se puso el cinturón de seguridad y durante los siguientes diez kilómetros pegó la mirada al velocímetro. Los destellos azules de detrás por lo visto no estaban dispuestos a conducir de forma tan arriesgada como ellas. Desde luego que lo entendía muy bien.
Cuando llegaron a la salida 39, hacia el centro de Slagelse, la carretera que venía de la ciudad estaba iluminada por los reflejos de los destellos azules. De modo que los coches patrulla de Slagelse no tardarían en llegar.
Por desgracia, tenía razón.
– Están por ahí, Rakel. ¡Acelera más si puedes! -gritó, apretando el número de Joshua. Después preguntó-: ¿dónde estás ahora, Joshua?
Pero Joshua no respondió. ¿Significaba aquello que ya había arrojado el saco, o significaba algo peor aún? ¿Que el cabrón estaba en el tren? Aquella posibilidad no se le había ocurrido hasta entonces. ¿Sería posible? ¿Que todo aquello de los destellos y echar el saco por la ventana no fuera más que una maniobra de distracción? ¿Que tuviera ya el saco en su poder y supiera que no había dinero dentro?