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Giró la cabeza y miró por un segundo a la bolsa de deportes del asiento trasero, donde estaba el dinero.

¿Qué haría entonces aquel cabrón con Joshua?

Llegaron a la salida 38 justo en el momento en que aparecían las luces azules de los coches patrulla, bastante lejos, en el carril contrario. Y Rakel no tocó el freno cuando con chirrido de neumáticos salieron a la carretera nacional 150, y estuvieron a punto de comerse un coche. De no ser por la maniobra de evasión del otro conductor, habría ocurrido algo irremediable.

Isabel notó el sudor resbalando por su espalda. La mujer sentada a su lado no estaba locamente desesperada. Estaba loca, y punto.

– En la carretera no vas a poder escabullirte, Rakel. ¡Cuando la Policía llegue a la carretera nacional van a poder seguir tus luces traseras sin problemas! -gritó.

Rakel sacudió la cabeza y se pegó tanto al coche que tenía delante, y que aún daba bandazos, que casi chocaron con su parachoques trasero.

– No -repuso con calma y apagó las luces-. Ahora ya no.

Fue una decisión inteligente. Menos mal que las luces automáticas de posición no funcionaban.

Por el cristal trasero del coche de delante veían con claridad a dos personas de edad. Decir que estaban espantados era poco, a la vista de sus gestos.

– Cojo una lateral en cuanto pueda -anunció Rakel.

– Entonces, tendrás que encender las luces.

– Ya decidiré yo. Tú mira el GPS. ¿Cuándo hay una carretera transversal que no sea sin salida? Hay que salir de aquí, veo a la Policía detrás.

Isabel miró hacia atrás. Era verdad. Los destellos se acercaban. Estaban a unos quinientos metros, en la salida de la autopista.

– ¡Ahí! -gritó Isabel-. Mira el letrero de delante.

Rakel asintió en silencio. Los conos de luz del coche de delante habían iluminado una señal indicadora. Ponía Vedbysønder.

Entonces apretó el freno y giró. Entró en la oscuridad con las luces apagadas.

– Vale -dijo, pasando en punto muerto junto a un granero y varios edificios-. Vamos a esperar detrás de esta granja, así no nos verán. Y ahora llama a Joshua, ¿vale?

Isabel miró hacia atrás, donde el resplandor de los destellos azules destacaba sobre el paisaje con un aura siniestra.

Luego tecleó el número de Joshua, esta vez con un mal presentimiento.

Escuchó un par de tonos y después Joshua atendió la llamada.

– Sí -fue lo único que dijo.

Isabel asintió en silencio para indicar que Joshua había cogido el teléfono.

– ¿Has entregado el saco? -le preguntó.

– No -respondió, molesto.

– ¿Pasa algo, Joshua? ¿Hay gente a tu lado?

– Hay una sola persona en el vagón aparte de mí, pero está trabajando con los auriculares puestos. No hay problema. Pero no me siento bien. No puedo dejar de pensar en los niños, es espantoso.

Parecía asfixiado y cansado. No era de extrañar.

– Trata de calmarte, Joshua -le aconsejó, aunque sabía que era más fácil decirlo que hacerlo-. Dentro de poco todo habrá terminado. ¿Dónde está el tren ahora? Dame las coordenadas del GPS.

Joshua las leyó.

– Estamos saliendo de la ciudad -dijo.

Era lo que había calculado ella. El tren no podía estar lejos.

– Agacha la cabeza -ordenó Rakel, mientras los coches patrulla pasaban a toda velocidad por la carretera junto a la que habían aparcado. Como si pudiera verlas alguien a aquella distancia.

Pero dentro de poco harían parar al matrimonio de edad. Y contarían que los locos que los seguían con las luces apagadas se habían desviado de pronto de la carretera principal. Entonces los coches de la Policía darían la vuelta.

– ¡Eh, veo el tren! -gritó Isabel.

Rakel se sobresaltó.

– ¿Dónde?

Isabel señaló con el dedo hacia el sur, lejos de la carretera principal; mejor, imposible.

– ¡Ahí! ¡Arranca!

Rakel encendió las luces, se puso en tercera en cinco segundos, atravesó las dos curvas del pueblo en un solo movimiento, y de pronto el collar de luces del tren y el cono halógeno del Mondeo se cruzaron en algún lugar del paisaje.

– ¡Dios mío, ahora veo el destello de luz! -gritó Joshua con gran agitación por el móvil-. ¡Oh, Dios mío, protégenos y ampáranos!

– ¿Lo ha visto? -preguntó Rakel al lado. También ella lo había oído gritar por el móvil.

Isabel asintió en silencio y Rakel bajó un poco la cabeza.

– Oh, Madre de Dios unigénito. Que tu luz sagrada nos abrace y nos muestre el camino hasta tu gloria. Tómanos como a tus propios hijos y que tu corazón nos temple.

Respiró con fuerza y después aspiró el aire hasta el fondo de sus pulmones mientras apretaba el acelerador.

– La luz está justo enfrente ahora, voy a abrir la ventana -se oyó por el móvil-. Eso, ahora dejo el móvil en el asiento. Dios mío, Dios mío.

Joshua resoplaba en segundo plano. Sonaba como un anciano a quien quedan pocos pasos por recorrer en la vida. Demasiadas cosas que hacer, demasiados pensamientos que ordenar.

Los ojos de Isabel giraron en la oscuridad. No veía las luces intermitentes. Así que en aquel momento él debía de estar al otro lado del tren.

– La carretera corta la vía del tren dos veces ahí, Rakel. ¡Estoy segura de que él está en la misma carretera que nosotras! -gritó, mientras Joshua, al otro lado de la línea, se afanaba por sacar el saco por la ventana.

– ¡Voy a soltarlo! -gritó en segundo plano.

– ¿Dónde está él? ¿Lo ves, Joshua? -quiso saber Isabel.

Joshua volvió a coger el móvil. Su voz era clara y nítida.

– Sí, veo su coche. Está justo antes de una espesura donde la carretera se acerca a la vía.

– Mira por la ventana al otro lado. Rakel va a dar un destello con las luces largas.

Hizo señas a Rakel, que estaba con la cabeza inclinada hacia delante tratando de divisar algo en el paisaje más allá del tren.

– ¿Nos ves, Joshua?

– ¡SÍ! -gritó él-. Os veo a la altura del puente. Vais camino de donde está el tren. Llegaréis en un mom…

Isabel oyó que Joshua emitía un gemido. Después sonó como si el móvil hubiera caído al suelo.

– ¡Veo el destello! -gritó Rakel.

Cruzó el puente a toda máquina y bajó por la estrecha carretera comarcal. Doscientos metros más y habrían llegado.

– ¿Qué está haciendo el hombre, Joshua? -gritó Isabel, pero Joshua no respondió. Puede que el móvil se apagara al caer.

– Santa Madre de Dios, perdona mis malas acciones -salmodió Rakel, cuando pasaron zumbando junto a un par de casas y una granja en la curva, y otra casa aislada más allá, cerca del terraplén de la vía, y entonces el cono de luz iluminó el coche.

Estaba aparcado en una curva a unos cientos de metros, a solo cincuenta de la vía, y detrás del coche estaba el cabrón con el saco abierto, mirando en su interior. Vestía un anorak ligero y pantalones claros. Para cualquier otra persona habría podido pasar por un turista extraviado.

En el mismo instante en que la luz larga lo bañó, levantó la cabeza. Era imposible ver su expresión a aquella distancia, pero en aquel momento debía de haber cientos de ideas atravesando su mente. ¿Qué hacía su ropa en el saco? Tal vez hubiera llegado a reparar en que había una carta encima. Desde luego, debía de saber que no había dinero dentro. Y ahora aquella luz larga acercándose a velocidad de vértigo.

– ¡Voy a embestirlo! -gritó Rakel mientras el hombre se apresuraba a meter el saco en el coche y se ponía tras el volante.

Estaban a pocos metros cuando arrancó y salió a la carretera acelerando a tope.

Era un Mercedes negro como el que había visto Isabel en la pequeña granja de Ferslev. Así que era a él a quien había visto mientras Rakel vomitaba.

Justo después la carretera atravesaba un bosque espeso, y el rugido del motor y del coche que iba delante se alzaba entre las copas. El Mercedes que perseguían era más nuevo que el Ford. No iba a ser fácil mantener su velocidad, y además ¿para qué?