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El dueño de la pequeña propiedad rural de Ferslev había sido perfecto. Nadie se interesaba por él y tampoco él se interesaba por nadie. Había trabajado la mayor parte de su vida en Groenlandia, y por lo visto tenía una novia en Suecia, se decía entonces en el pueblo. «Por lo visto.» Aquel maravilloso, vago, «por lo visto» lo puso sobre la pista. Se creía que era un hombre que se las arreglaba con el dinero que había ganado en una vida anterior. Lo llamaban «el raro», y con eso firmó su sentencia de muerte.

Habían pasado ya diez años desde que mató «al raro», y desde entonces se había preocupado de pagar todas las facturas que de vez en cuando llegaban al buzón de la casita rural. Pasados un par de años, se dio de baja en la compañía eléctrica y en el servicio de basuras, y desde entonces nunca aparecía nadie por allí. El pasaporte y el permiso de conducir a nombre del muerto, con otras fotos y una fecha de nacimiento más plausible, se los hizo un fotógrafo de Vesterbro. Un hombre bueno y cumplidor para quien la falsificación se había convertido en un arte igual al que, por iniciativa de su maestro, adoptaron los alumnos de Rembrandt. Un auténtico artista.

El nombre Mads Christian Fog lo había acompañado durante diez años, pero también eso se acabó.

Volvía a ser Chaplin.

Con dieciséis años y medio se enamoró de una de sus hermanastras. Era muy vulnerable, etérea, de frente lisa y despejada y con finas venas en las sienes. No tenía nada que ver con el tosco material genético de su padrastro ni con la corpulencia de su madre.

Quería besarla y abrazarla, perderse en su mirada y sumergirse en su interior, y sabía que estaba prohibido. A los ojos de Dios eran hermanos de verdad, y la mirada de Dios vigilaba todos los rincones de aquella casa.

Al final se entretenía con los placeres pecaminosos que practicaba en soledad bajo el edredón o con miradas furtivas, ya de noche, bajo el techo abuhardillado, por los resquicios del entarimado del suelo de su cuarto.

Allí lo pillaron un día con las manos en la masa, por así decir. Tumbado en el suelo, llevaba tiempo observando a la belleza de abajo vestida con un delgado camisón cuando por un breve segundo ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. El choque fue tan violento que él levantó como el rayo la cabeza y se dio contra una viga del techo, donde un clavo saliente se incrustó tras su oreja derecha y casi llegó al hueso.

Lo oyeron berrear en la buhardilla, y allí se acabó todo.

Su hermana Eva, en un arranque de puritanismo, se chivó a su madre y al padrastro. Lo que sus ojos ciegos no podían ver era la furia rayana en odio con que se desfogaron su padrastro y su madre ante aquel ultraje.

Al principio, lo interrogaron amenazándolo con la maldición eterna, pero no quiso reconocer nada. Que había estado espiando a su hermanastra. Que solo quería ver la imagen de sus sueños sin ropa. ¿Cómo iban las amenazas a hacerle reconocer aquello? Las había oído muchas veces, demasiadas.

– ¡Pues tú lo has querido! -gritó su padrastro, saltando sobre él por detrás. Tal vez no fuera más fuerte, pero la firme llave que le hizo lo cogió desprevenido, y le apresó la nuca y los brazos.

– ¡Coge la cruz! -gritó a su mujer-. ¡Saca a golpes a Satanás de su cuerpo infecto! ¡Golpéalo hasta que los diablos del pecado lo abandonen!

Vio el crucifijo alzado por encima de la mirada demente de su madre y sintió su mohoso aliento en el rostro cuando golpeó.

– ¡En nombre de la Gloria! -gritó ella, volviendo a levantar el crucifijo. Perlas de sudor poblaban su labio superior, y el padrastro la presionaba más aún, gimiendo y susurrando «en nombre del Todopoderoso» una y otra vez.

Después de veinte golpes en hombros y brazos, su madre retrocedió. Jadeante y agotada.

Desde aquel momento ya no hubo marcha atrás.

Sus dos hermanastras lloraban en el cuarto contiguo. Lo habían oído todo y parecían asustadas de verdad. Eva, sin embargo, no reaccionó, aunque no cabía duda de que también lo había oído todo. Siguió imperturbable con sus ejercicios de sistema Braille, pero no pudo ocultar la amargura de su rostro.

Después de cenar metió a escondidas un par de somníferos en el café de su padrastro y de su madre. Y al caer la noche, cuando dormían profundamente, disolvió todo el frasco de pastillas en agua. Tardó en ponerlos boca arriba, y también tardó en meterles por la boca la papilla de somníferos. Pero tenía tiempo de sobra.

Secó el frasco de somníferos, apretó en torno a él los dedos de la mano de su padrastro, cogió dos vasos y cerró las manos de los dos dormidos alrededor de ellos; después colocó los vasos en sus respectivas mesillas de noche, los llenó a medias con agua y cerró la puerta.

– ¿Qué hacías ahí dentro? -oyó una voz en el exterior.

Miró en la penumbra. En esa situación, Eva jugaba con ventaja, porque era amiga de la oscuridad y tenía un oído tan fino como el de un perro.

– No he hecho nada, Eva. Solo quería disculparme, pero están dormidos. Creo que han tomado somníferos.

– Pues espero que duerman bien -se limitó a comentar su hermana.

A la mañana siguiente se llevaron los cadáveres. En el pueblo se montó un escándalo por los suicidios, y Eva callaba. Tal vez barruntase ya entonces que el suceso, y el hecho de que su hermano pequeño también tuviera la culpa de su ceguera y penara por ello a su modo, iban a ser su seguro frente a una existencia de inmovilidad y miseria.

En cuanto a las hermanastras, buscaron la eternidad un par de años más tarde. Se dirigieron al lago cogidas de la mano, y el lago las recibió con dulzura. Así se liberaron de recuerdos dolorosos, pero Eva y él no se liberaron.

Habían pasado ya más de veinticinco años desde la muerte de sus padres, y aun así cada vez eran más los que, en las variadas contingencias del fanatismo, malinterpretaban la palabra «caridad».

No, a la mierda con ellos. Eran los que más odiaba. Los que creían estar por encima de los demás ayudados por las manos de Dios.

Debían desaparecer de la faz de la tierra.

Sacó del llavero la llave de la furgoneta y la de la casita rural y las echó al cubo de basura del vecino, debajo de la primera bolsa del montón, mientras miraba alrededor con detenimiento.

Después entró en su casa y vació el buzón.

La publicidad fue directamente a la basura, y el resto lo tiró sobre la mesa de la sala. Un par de facturas, los dos periódicos de la mañana y una nota escrita a mano con el logo del club de bolos.

En los periódicos no venía nada, claro, había sucedido tras el cierre de la edición. Pero la radio regional estaba al día. Dijeron algo sobre dos lituanos malheridos en una pelea, y después vino lo del accidente de las mujeres. No dijeron gran cosa, pero era suficiente. Informaciones sobre el lugar del accidente, la edad de las mujeres, que ambas estaban heridas graves, tras varias horas de conducción temeraria, en la que, entre otras cosas, habían arremetido contra una barrera de peaje del puente. No mencionaron ningún nombre, pero sí dijeron que podría haber otro conductor que se dio a la fuga.