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Entró en internet y buscó más noticias del suceso. En la página web de uno de los periódicos matutinos añadían que ambas mujeres, tras haber sido operadas durante la noche, seguían entre la vida y la muerte, y que nadie entendía por qué cruzaron a tanta velocidad el puente del Gran Belt. Un médico de la unidad de Traumatología del Hospital Central manifestó su pesimismo acerca de su estado.

Aun así, sintió una profunda inquietud.

Vio en internet un vídeo sobre la unidad de Traumatología, qué hacían y dónde, y después miró el plano general del hospital con la localización de sus secciones. Ahora estaba preparado.

De momento tenía que ocuparse de mantenerse informado sobre el estado de las mujeres.

Entonces cogió la nota con el logo del club de bolos y el número de distrito, y la leyó.

«He pasado hoy, pero no había nadie en casa. La prueba por equipos del miércoles a las 19.30 la han adelantado a las 19.00. ¡Recuerda la bola ganadora después! O ¿es que tienes ya suficientes bolas? Ja, ja. ¿Vais a venir los dos? ¡Ja, ja otra vez! Saludos del Papa», ponía.

Alzó la vista hacia el techo, donde yacía su mujer. Si esperaba un par de días más para llevar el cadáver a la caseta de botes, podría librarse de los tres a la vez. Otro par de días sin agua, y los jóvenes estarían muertos; y así debía ser, era lo que habían decidido sus padres.

Una auténtica estupidez. Tanto esfuerzo para nada.

Capítulo 33

Había oído que estaban teniendo una noche agitada abajo, en la sala, pero no que el médico de guardia hubiera vuelto.

– Hardy tiene algo de agua en los pulmones -hizo saber Morten-. Le cuesta respirar.

Parecía preocupado. Era como si su alegre rostro rechoncho se hubiera hundido.

– ¿Es grave? -preguntó Carl. Sería muy lamentable.

– El médico quiere tener a Hardy un par de días en observación en el Hospital Central, para mirarle bien el corazón y esas cosas. También temen una pulmonía. Sería muy peligroso para un hombre en el estado de Hardy.

Carl asintió en silencio. Por supuesto, no debían correr ningún riesgo.

Acarició el pelo de su amigo.

– Joder, Hardy, vaya movida. ¿Por qué no me habéis despertado?

– Le he dicho a Morten que no -susurró con mirada triste; más triste de lo normal-. Me dejaréis volver cuando me den el alta, ¿verdad?

– Pues claro, viejo amigo. La vida aquí no merece la pena sin ti.

Hardy esbozó una leve sonrisa.

– No creo que Jesper esté de acuerdo. Cuando vuelva por la tarde le encantará que la sala esté como solía estar.

¿Por la tarde? Carl lo había olvidado por completo.

– Pero eso, que no voy a estar cuando vuelvas del trabajo, Carl. Morten va a acompañarme al hospital, así que estoy en buenas manos. Quién sabe, quizá vuelva un día de estos -se animó, tratando de sonreír, mientras jadeaba en busca de aire. Después se sinceró-. Carl, hay algo que me da vueltas en la cabeza.

– Ah, ¿sí? Cuéntame.

– Te acuerdas del caso de Børge Bak en el que encontraron el cadáver de una prostituta bajo el puente Langebro? Parecía que se hubiera ahogado por accidente, tal vez un suicidio sin más, pero no lo era.

Sí, Carl lo recordaba con nitidez. Una mujer de color. Poco más de dieciocho años. Estaba desnuda, a excepción de una anilla de hilo de cobre trenzado en torno a un tobillo. No era algo en lo que uno se fijara de modo especial, muchas mujeres africanas lo llevaban. De modo que se fijaron más en las numerosas marcas de pinchazos que tenía en los brazos. Típico de putas heroinómanas, pero no tan habitual entre las chicas africanas de Vesterbro.

– La había matado su chulo, ¿verdad? -comentó Carl.

– No, la mataron más bien los que la vendieron al chulo.

Sí, ahora lo recordaba.

– Ese caso me recuerda al caso que lleváis ahora, el de los cuerpos carbonizados en incendios.

– Vaya. ¿Te refieres a la anilla de cobre que llevaba la africana en el tobillo?

– Exacto.

Cerró los ojos con fuerza dos veces. Aquello equivalía a una afirmación.

– La chica no quería seguir haciendo la calle. Quería volver a casa, pero no había ganado suficiente dinero, así que no podía ser.

– Y entonces, la mataron.

– Sí. Las chicas africanas creen en el vudú, pero aquella no, y eso ponía en peligro todo el sistema. Tenía que desaparecer.

– Entonces usaron la anilla con ella para recordar a las demás putas que rebelarse contra sus amos o contra el vudú tiene su castigo.

Hardy volvió a cerrar los ojos dos veces.

– Eso es. Alguien trenzó plumas, pelo y todo tipo de chismes en la anilla. El resto de las chicas africanas captó el mensaje.

Carl se secó la boca. No cabía duda de que Hardy había descubierto algo.

Jacobsen estaba de espaldas a Carl, mirando a la calle. Lo hacía a menudo cuando estaba concentrado.

– Dices que Hardy está convencido de que los cadáveres de los incendios eran cobradores. Que su trabajo consistía en administrar y cobrar las cuotas de las tres empresas y que no lo hicieron bien. Que no se cobró lo que se debía y que por eso los mataron.

– Sí. La organización daba un castigo ejemplar para el resto de cobradores. Y las empresas que habían pedido el préstamo satisfacían la deuda con la indemnización del seguro. Dos pájaros de un tiro.

– Si esos serbios se llevaron las indemnizaciones de las aseguradoras, va a haber un par de empresas sin fondos para volver a montarlas -aseveró Jacobsen.

– Sí.

El inspector jefe de Homicidios hizo un gesto afirmativo. Las explicaciones sencillas daban muchas veces soluciones sencillas. Era algo bestial, sin duda, pero las bandas del Este de Europa y las de los Balcanes tampoco se caracterizaban por su sensiblería.

– ¿Sabes qué, Carl? Vamos a seguir esa teoría -dijo, moviendo la cabeza arriba y abajo-. Voy a hablar con la Interpol enseguida. Tendrán que ayudarnos a conseguir alguna respuesta de los serbios. Da las gracias a Hardy de mi parte. Por cierto, ¿cómo le va? ¿Se va haciendo a tu casa?

Carl meneó la cabeza de lado a lado. «¿Se va haciendo?» Tampoco era para tanto.

– Por cierto, información confidencial. -Marcus Jacobsen lo detuvo cuando salía por la puerta-: hoy vais a tener visita de la Inspección de Trabajo.

– Ah, ¿sí? Y tú ¿cómo lo sabes? Creía que sus visitas solían ser por sorpresa.

El inspector jefe de Homicidios sonrió.

– Qué coño, al fin y al cabo somos la Policía, ¿no? Lo sabemos todo.

– Yrsa, hoy tienes que trabajar en el segundo piso, ¿vale?

Ella no pareció oírlo.

– Gracias por la nota que nos dejaste ayer. Es decir, de parte de Rose -dijo.

– Bien. ¿Y qué ha respondido? ¿Va a volver al trabajo pronto?

– La verdad es que no me ha dicho nada sobre eso.

No podía decirse de forma más explícita.

Tendría que arreglárselas con Yrsa.

– ¿Dónde está Assad? -preguntó.

– En su despacho, telefoneando a miembros de sectas expulsados. Yo me encargo de los grupos de apoyo.

– ¿Hay muchos?

– No. Tendré que hacer como Assad y llamar a exmiembros de la comunidad.

– Buena idea. ¿Dónde los encontráis?

– En viejos recortes de prensa. Hay montones de ellos.

– Cuando subas al segundo piso llévate a Assad. Los de la Inspección de Trabajo están al llegar.

– ¿Quiénes?

– Los de la Inspección de Trabajo. Los del amianto.

No pareció registrarlo en su mollera.