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Giró sobre los talones. Estaba oyendo ya las protestas de la Policía de Holbæk. ¡Irrumpir en el momento más sagrado de los Testigos de Jehová! ¡Santo cielo! Pero Martin Holt los acompañaría sin problemas. Al fin y al cabo, de dos males el peor era deber reconocer sus mentiras sobre la expulsión de su hijo a sus almas gemelas de los Testigos de Jehová.

Una cosa era haber mentido a los que estaban fuera de la secta, otra hacerlo a los iniciados.

Encontró a Assad en el escritorio del pasillo frente al despacho de Jacobsen. Un triste ordenador de los que habían retirado cinco años antes ronroneaba sobre la mesa. Eso sí, le habían dado un teléfono móvil relativamente nuevo para que se pudiera comunicar con el exterior. Desde luego, unas condiciones fantásticas.

– ¿Cae algo, Assad?

Este levantó la mano en el aire. Por lo visto, tenía que terminar de escribir algo. Poner en orden las ideas antes de que se esfumaran. Carl conocía bien el problema por experiencia propia.

– Es extraño, Carl. Cuando hablo con gente que ha abandonado una secta, todos creen que quiero engancharlos a otra. ¿Crees que será por el acento?

– ¿Tienes acento? No me había dado cuenta.

Assad alzó la vista con un guiño.

– Ah, me tomas, o sea, el pelo. Ya me he dado cuenta -advirtió, levantando un dedo en señal admonitoria-. A mí no me toman el vacile tan fácil.

– O sea, que no hay nada que nos haga avanzar -convino Carl asintiendo con la cabeza. Desde luego, no era culpa de Assad-. Pero, a lo mejor, es porque no hay gran cosa que buscar. Tampoco podemos estar seguros de que el secuestrador haya cometido el crimen más que esta vez, ¿no?

Assad sonrió.

– Ja, ya estás otra vez tomando el vacile. Por supuesto que el secuestrador lo ha hecho más de una vez. He leído en tu mirada que lo sabías.

Tenía razón. Sobre aquella cuestión no podía haber grandes dudas. Un millón de coronas era mucho dinero, pero tampoco era tanto. Al menos, si vivías de eso.

Pues claro que el secuestrador lo había hecho más veces. ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Tú sigue con lo tuyo. De todas formas, de momento no hay gran cosa que hacer.

Cuando llegó al mostrador tras el cual Yrsa y Lis seguían sin cortarse con su parloteo sexista acerca de qué físico debían tener los hombres de verdad, golpeó discretamente con los nudillos el cristal.

– Tengo entendido que Assad está él solo llamando por teléfono a los miembros expulsados de sectas, y por eso tengo otro cometido para ti, Yrsa. Y si fuera un bocado demasiado grande, ya la ayudarás un poco, ¿verdad, Lis?

– No lo hagas, Lis -se oyó decir con amargura a la señora Sørensen en el rincón-. Este señor Mørck pertenece a otro departamento. En la descripción de tus tareas no pone que debas echarle una mano.

– Bueno, eso depende -objetó Lis, enviando a Carl una de esas miradas en que, por lo visto, su marido la había convertido en especialista durante su tórrido viaje por Estados Unidos. Mona debería haberla visto mirarlo así. De haberlo hecho, quizá luchara con más tesón por su nueva captura.

Como autodefensa, dirigió la mirada a los labios rojos de Yrsa.

– Yrsa, mira a ver si puedes encontrar esa caseta de botes en alguna fotografía aérea. Mira todas las fotos que se usan en los registros de inmobiliarias de los municipios de Frederikssund, Halsnæs, Roskilde y Lejre. Lo más seguro es que las tengan en su página web, pero si no las tienen pídeselas por correo electrónico. Fotos aéreas de alta resolución en las que aparezcan todas las zonas de playa de la península de Hornsherred. Y de paso pide también algunos mapas que marquen dónde hay molinos de viento en la región.

– Creía que habíamos convenido que estuvieron desconectados por la tormenta.

– Ya, joder, pero hay que mirarlo.

– Eso va a ser pan comido para ella -aseguró Lis-. ¿Y qué tienes para mí?

Le lanzó una mirada que fue directa a su bajo vientre. ¿Qué diablos iba a responder a aquella pregunta equívoca? ¡Y además en público! Las respuestas atrevidas se le amontonaban.

– Esto… Podrías preguntar a los departamentos técnicos de esos municipios si han dado licencia para construir casetas de botes en esa costa antes de 1996 y, en caso afirmativo, dónde.

Lis meneó las caderas.

– ¿Solo eso? No es gran cosa.

Después volvió hacia él su fascinante trasero y corrió hacia el teléfono.

Una vez más había dicho la última palabra.

Capítulo 34

La provincia de Helmand fue el infierno personal de Kenneth. El polvo del desierto, su pesadilla. Una vez en Irak y dos en Afganistán. Era más que suficiente.

Sus compañeros le enviaban mensajes de correo electrónico todos los días. Palabras y más palabras sobre la camaradería y los buenos tiempos, nada sobre lo que ocurría en realidad. Lo único que querían todos era seguir vivos. Era su único objetivo.

Se dio cuenta de que por eso lo había dejado. Un montón de trastos junto a una carretera. Un mal sitio en la oscuridad. Un mal sitio de día. Porque había bombas. El ojo acercándose a la mira telescópica. La suerte no era un compañero de quien te pudieras fiar.

Y por eso estaba ahora en su casita de Roskilde, tratando de relajar sus sentidos, olvidar y seguir adelante.

Había matado y no se lo había dicho a nadie. Ocurrió en una breve escaramuza. No lo vieron ni sus compañeros. Un cadáver algo alejado de los demás, era su cadáver. Alcanzado en la tráquea; un jovencito. En su caso, la espantosa característica de los guerrilleros talibán no era más que algo de pelusa en barbilla y mejillas.

No, no se lo había contado a nadie, ni siquiera a Mia.

No es lo primero que te sale por la boca cuando suspiras por lo enamorado que estás.

La primera vez que vio a Mia supo que ella sería capaz de hacer que se rindiera sin condiciones.

Lo miró al fondo de los ojos cuando la tomó de la mano. Sucedió ya entonces. Aquella rendición total. Deseos y esperanzas reprimidos que se liberaban de pronto. Se escucharon mutuamente con los sentidos alerta y supieron que el encuentro debía repetirse.

Ella se estremeció al decirle cuándo esperaba que volviera su marido. También ella estaba dispuesta a una vida nueva.

La última vez que se vieron fue el sábado anterior. Llegó espontáneamente, y, tal como habían convenido, llevaba un periódico bajo el brazo.

Ella estaba sola, pero agitada, lo dejó entrar con reticencia y no quiso decirle qué había ocurrido. Tampoco parecía tener ni idea de lo que le iba a deparar el día.

Si hubieran tenido unos pocos segundos más, habría pedido a Mia que se marchara con él. Que hiciera las maletas con lo imprescindible, tomara a Benjamin en brazos y se fuera con él.

Ella no se habría negado si su marido no hubiera llegado en ese momento; estaba convencido. Y en su casa habrían tenido tiempo para desatar cada uno los nudos de una vida plagada de malas experiencias.

Pero tuvo que marcharse porque ella se lo pidió. Por la puerta trasera. Salir a la oscuridad como un perro asustadizo. Sin llevarse la bici.

Desde entonces no había podido apartar aquello de su mente ni por un segundo.

Habían transcurrido ya tres días. Era martes, y desde la desagradable sorpresa del sábado había vuelto allí varias veces. Pudiera ser que se encontrara con el marido de Mia. Que surgiera una situación desagradable de forma involuntaria. Pero las demás personas ya no le daban miedo, solo él se daba miedo. Porque ¿qué iba a hacer con aquel hombre si resultaba que había hecho daño a Mia?

Pero la casa estaba vacía cuando volvió. También lo estuvo la vez siguiente, y aun así lo atraía sin cesar. Crecía en él un presentimiento fruto de un instinto cultivado. Como la sensación que se apoderó de él la vez que uno de sus amigos señaló una calle donde luego fueron asesinados diez habitantes locales. Sabía que no debían transitar por aquella calle, y también sabía que aquella casa encerraba secretos que jamás saldrían a la luz sin su ayuda.